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La dirección que la señora Whitecloud le había dado a Robert pertenecía a un centro de rehabilitación para mujeres en las montañas Sangre de Cristo. La Casa de la Esperanza del Desierto, un viaje relativamente corto al norte de Santa Fe.

Desde el asiento trasero de la camioneta de Robert, Brian usaba su chisme electrónico para encontrar una guía telefónica online. Robert marcó el número en su teléfono móvil, atemorizado ante lo que pudiera encontrarse. ¿Había sobrevivido Katie a aquel calvario física pero no emocionalmente? ¿Había superado todo aquello para acabar aterrizando en unas instalaciones para gente que lidiaba con la desesperación?

O posiblemente el nombre que conservaban en el hospital era correcto y Katy Morgan no era la Katie Morgon que él buscaba.

El teléfono sonó y su pensamiento dio marcha atrás. ¿Cómo podía haber sobrevivido el peor de los incendios que había tenido lugar en la propiedad? Especialmente la explosión del tanque de gasolina. ¿Cómo podía haberse alejado varios kilómetros del campamento por su propio pie? En el breve instante que tardó la persona al otro lado de la línea en levantar el teléfono de la horquilla y contestar, Robert se preguntó si algún hombre de Sanso se habría llevado a Katie y le habría hecho algo indecible.

—Casa de la Esperanza —dijo una voz de mujer.

Robert olvidó lo que había planeado decir.

—Estoy buscando a Katie Morgon. ¿Es posible que sea una paciente?

—Podría decirse así.

Robert no lo entendió.

—¿Hay alguien que…?

—¿Qué le hace pensar que pueda ser una paciente? —preguntó la mujer.

—¿Tal vez trabaja allí?

—¿De qué quiere hablar con ella? Porque Katie no tiene tiempo para bromas ni rodeos. Si es periodista, usted y todos los de su profesión deberían saberlo. Deje que le dé el número de nuestro agente de relaciones públicas.

—No soy periodista —le echó una mirada a Brian y esperó que estar sentado en el coche con uno de ellos no fuera usado en su contra.

—Periodista, miembro de los medios de comunicación, como quiera llamarse a sí mismo. Si ella pasara más tiempo al teléfono este lugar se iría al garete. No se me ocurren más maneras en las que quisieran enfocar su historia de éxito.

Robert se rascó la cabeza encima de su oreja derecha.

—Lo siento, soy un viejo amigo.

Seguro.

—No estoy seguro de que sea la Katie que estoy buscando.

—Se lo diré.

El parabrisas de la camioneta aumentaba el resplandor del sol de la tarde y calentaba incómodamente la cara de Robert.

—¿Sería posible hablar con ella?

—Claro. Katie hablará con cualquiera, aunque no entiendo por qué. Si me da su número…

—Esperaré.

—Bien, pero a menos que me dé su nombre, seguirá esperando por toda la eternidad.

—Robert Lukin.

—¿Y llama desde?

Robert se impacientó.

—Si Katie no sabe quién soy, no será a la que estoy buscando.

La mujer farfulló algo que sonó como Romeo, sólo que su entonación carecía de cualquier sutileza. Sonó un golpe en la madera cuando dejó el aparato en el escritorio.

Robert esperó.

No durante una eternidad, pero sí durante largos minutos sin ningún otro sonido que el tecleo irregular de Brian como música de fondo. El periodista escribía con los hombros encorvados y el cuello doblado en un ángulo tan antinatural que un día le haría evolucionar un viejo hombre jorobado. Aunque Brian actuaba como si estuviera solo, Robert tenía la corazonada de que sus oídos lo habían registrado todo.

Robert apartó la mirada.

¿Qué pasaría si esta Katie no era su vieja amiga? Se avecinaba una gran decepción. Robert se preparó para ello. Formaría parte del carácter de Sanso haberse inventado esa teoría estrafalaria de que Robert no estaba solo. Nada cambiaría.

Excepto que ya no había ningún otro Sanso al que perseguir.

Salió de la cabina para separarse de Brian, incapaz de predecir su propia reacción a la voz que le hablaría desde el otro extremo de la línea, ya fuera que le resultara familiar o extraña. Cerró la puerta y se apoyó en ella, mirando la llana superficie de tierra roja que se extendía a lo largo de varios kilómetros hasta llegar al pie de las montañas Sangre de Cristo.

El teléfono se sacudió en el otro extremo.

—¿Robert?

Era una voz familiar y reconfortante, sacada directamente del pasado, una voz que él conocía. En cierto modo distinta (más vieja, más sabia, más calmada), pero la misma.

Él soltó todo el aire de sus pulmones de forma audible.

—¿Robert Lukin?

—Katie.

Parecía que ella no sabía qué decir más allá de lo que él había dicho al principio. Entonces ambos hablaron a la vez.

—Los informes dicen que todos murieron.

Y:

—¿Por qué no le contaste a nadie lo que sucedió?

Robert se rió y se pasó la mano por la cejas, la nariz, la boca. Sus ojos se llenaron de lágrimas. No había sentido tanto gozo desde… desde hacía años.

—Me alegra mucho oír tu voz —dijo él.

—Todo este tiempo… No tenía ni idea. Dijeron que todos habían fallecido. Eso fue lo más difícil de encajar. Me sobrepuse al resto con el tiempo, pero eso…

—Lo siento.

—¿Por qué no oí hablar de ti?

—Sanso, la prensa… la DEA quería que les ayudase. Lo mantuvieron en secreto. Si lo hubiera sabido, Katie…

—No. No volvamos a eso ahora. ¿Cómo me has encontrado?

—Ayer arrestamos a Sanso. Sugirió que yo no era el único… que tú… No sabía qué pensar. No estaba seguro de que estuviera diciendo la verdad. ¿Cómo podía él estar tan seguro? ¿Tú lo sabes?

Katie no contestó inmediatamente. Él se preguntaba si lo que había dicho tenía algún sentido.

—Aquí no nos llegan muchas noticias —murmuró ella—. No inmediatamente. Los hacemos así adrede: ayuda a las mujeres a mantenerse centradas.

—Está bien. No esperaría que…

—Suenas bien —dijo ella.

—Más viejo. Más cínico.

—No. Más mayor. Ambos hemos crecido, estoy segura.

—Te he echado tanto de menos, Katie… A todos.

Se hizo un silencio que llamó al recuerdo de toda la gente que habían perdido. Robert sentía su corazón pesado y ligero al mismo tiempo.

—Tengo muchas preguntas —dijo Robert.

—Estoy segura de que ambos las tenemos. ¿Dónde estás?

—En Santa Fe.

—¿Puedes venir? Me gustaría… —se le rompió la voz—. Le hará bien a mi corazón verte.

—¿Es un buen momento?

—Es quince años más tarde de lo que me hubiera gustado.

Su risa pareció más bien un intento por no ponerse a llorar.

—Estaré allí en media hora.

—Tenemos mucho de lo que hablar, Robert.

—Tengo tiempo.