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Janeal estaba sentada en el Kia azul detrás de un árbol al final del camino, desde donde podía ver la entrada de la cabaña. Se sorprendió cuando Robert se montó en su camioneta y se marchó de allí apenas una hora después de que ella llegase. Una parte de ella se había preguntado si Robert se atrevería a dejar sola a Katie, incluso por Sanso.

Pero ahora se había ido, y siempre que Katie muriese antes de que él regresara, Robert estaría a salvo.

Quizá había ido al pueblo por comida. Janeal le siguió hasta la autopista y cuando tomó dirección sur y pasó de largo el área comercial de Tao, ella decidió pensar que él se había marchado por un largo periodo de tiempo. Katie lo sabría.

Janeal regresó a la cabaña y aparcó en una calle adyacente para hacer que su coche pasara más desapercibido si Robert regresaba. Era la hora de separar las mentiras de la verdad, recuperar el anillo de su madre y asegurarse de que Robert no estuviera presente en aquella cabaña cuando Sanso llegase al día siguiente por la noche.

Después, Janeal podría continuar con su vida.

Entró sin llamar a la puerta y siguió una estrecha entrada hasta una amplia sala de estar. Unas ventanas panorámicas se alineaban en la pared que daba a la inclinada ladera.

Katie estaba sentada en el sofá dándole la espalda a Janeal.

—Estaba esperando que vinieses —dijo Katie.

La conversación no había empezado aún cuando Janeal se anticipó. Rodeó el sofá y tomó asiento al otro lado de la mesa de café, dándole la espalda a la ventana.

—¿Quieres empezar tú o lo hago yo? —preguntó Katie. Un rayo de luz del atardecer le cruzó la cara. Lo miró fijamente sin parpadear. Tenía los ojos enrojecidos y la nariz congestionada; por lo demás, Katie estaba sorprendentemente serena.

—No sé lo que te ha dicho Robert —comenzó Janeal.

—No me había dado cuenta de que ustedes dos se conocían, Janice.

Janeal no podía estar segura, pero creía que había algo cercano al sarcasmo en el tono de Katie, sólo que menos hiriente.

—Desde hace mucho tiempo.

Katie asintió.

—Nosotros nos conocemos también desde hace mucho. Aún suenas un poco ronca. ¿Te encuentras bien?

Janeal se acomodó en su silla.

—Tan bien como cabría esperar. No ha sido demasiado fácil dormir últimamente.

—Sí, bueno, siento mucho lo que ocurrió en la casa anoche.

Janeal pensó que no sonaba para nada sincera. Se aclaró la garganta.

—¿Ya sabes quién entró?

—Casi tan bien como que él te conocía —dijo Katie. Se levantó y se acercó al ventanal, y apoyó su mano en el cristal.

Janeal se secó las manos en las perneras del pantalón. No había por qué seguir fingiendo.

—¿Qué tal si empezamos a contarnos la verdad, Janeal?

Janeal miró fijamente a aquel reflejo de sí misma, aquel reflejo hecho carne, preguntándose si tendría que estar asustada. Estaba hablando consigo misma de un modo que estaba segura que muy pocos habían experimentado.

Ni siquiera alguien que hubiera estado alucinando.

—¿Cuánto tiempo te llevó averiguarlo? —preguntó Janeal.

—Robert me lo dijo. Pero sabía que algo estaba fuera de lugar desde el momento en que entraste en el despacho de Lucille. Mucho de lo que ha ocurrido se me ha vuelto más claro en las últimas horas, incluyendo por qué Salazar Sanso se dejaría ver allí el mismo día que tú, tratando de matarme.

Janeal no estaba preparada para toda la información que tenía Katie, y le tomó mucho tiempo poder formular una pregunta.

—Somos la misma persona, y a ti te gustaría verme muerta. —Giró la cabeza hacia Janeal—. ¿No es eso cierto?

—¡No, no! No sé de qué hablas. Cuando descubrí que estabas viva… Katie, tenía que regresar. Tenía que verte. Siento muchísimo haberte fallado aquella noche. Si hubiera podido hacer algo de manera diferente…

—No caigamos en ese juego. No podemos explicar lo que ocurrió, pero podemos intentar averiguar lo que significa.

—Estás hablando en clave.

—Tú me entiendes.

—Demuéstralo. Demuestra que tú eres quien dices ser.

—Katie te contó que sabía que te llevaste el dinero.

—Tú eres Katie. Tú lo sabrías.

—Yo soy tú, Janeal. Yo sé dónde lo encontraste.

Janeal palideció.

—Lo encontraste en el botiquín. Después de buscar en la habitación de papá, en la caja fuerte, en el cuadro de luces, en los tablones del suelo.

—Puede que le haya contado eso a alguien.

—No, no lo hiciste. ¿Les contaste que te llevaste la navaja tallada, el anillo de boda, las piedras, las semillas…?

—¡Para! —Janeal respiró profunda y lentamente—. ¿Qué quieres de mí?

—Quiero que me cuentes qué ha sido de tu vida desde el incendio. —Se echó atrás y puso sus pies sobre la mesa de café como si Janeal ya hubiese accedido a contarle una historia entretenida—. Quiero escuchar todo lo que te ocurrió desde aquella noche. Cada relación que has tenido. Cada decisión que has tomado. Cada momento en que te has sentido feliz. O triste.

Quizá Janeal se lo imaginó, pero le dio la sensación de que la temperatura de la habitación descendía siete grados. Se sentía enferma; no la indisposición de una inminente migraña, sino con una ansiosa comprensión: a pesar de cualquier cosa que hubiera previsto acerca del camino que tomaría aquella conversación, había fallado a la hora de anticiparse a lo que sería un duelo con alguien de una mente semejante.

O su misma mente.

Necesitaba tiempo para hacerse con el control de lo que estaba ocurriendo. Janeal se puso en pie para marcharse.

—Siéntate —dijo Katie—. Robert no sabe aún lo que has hecho, cómo le has traicionado a él y a Katie sólo por un poco de dinero de la droga que con toda seguridad nunca devolviste…

—Tú no sabes lo que yo…

—¡En realidad lo sé! —gritó Katie—. Así que si no quieres que te desenmascare frente a un hombre que te agarrará del pellejo más rápido de lo que ha hecho jamás con ningún delincuente, siéntate y empieza a hablar.

Janeal descendió de nuevo hacia el cojín. Consideró la idea de matar a Katie ahora, allí mismo, con sus propias manos y en un arrebato. Odiaba a la mujer que tenía delante, la odiaba con una energía que ni siquiera Milan o Sanso había conseguido sacar de ella.

Janeal empezó a hablar, aunque solamente para darse tiempo de organizarse. Katie cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás sobre el respaldo. Janeal repitió la historia que le había contado a Robert, y después le contó que fue a Nueva York, se matriculó en la escuela, trabajó como maestra pastelera; le habló de las citas que tuvo con varios hombres y de cómo finalmente acabó en una larga relación con Milan. Mientras hablaba de cómo consiguió subir peldaños en la escalera corporativa de All Angles, Janeal se sorprendió de la comodidad, como una catarsis, que le provocaba decir la verdad. Como si estuviera hablando con una vieja amiga.

Una verdadera amiga. Qué fácil resultaba, casi sin darse cuenta de las palabras que se derramaban de su boca, hablar del abuso. Le confesó cómo había utilizado a Milan para conseguir sus objetivos.

Pero aún más sorprendente fue para Janeal el dolor que sintió al contar todas aquellas historias. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que pensó en el dolor y la soledad que sentía en cada paso del viaje. Aquello fue algo que había enterrado conscientemente.

Al final de toda aquella conversación fue mejor que cualquier terapia en la que hubiera invertido.

Katie escuchó durante una hora sin interrumpir, y Janeal se preguntaba si se había quedado dormida. Pero cuando Janeal llegó a la noche del golpe final de Milan Katie alzó la cabeza y abrió los ojos.

—No envidio ni un solo minuto de tu vida —dijo Katie.

La condescendencia de aquella observación, la engreída superioridad en el tono de voz de Katie, cerró el grifo de la narración de Janeal. Se puso en pie y miró a Katie desde arriba.

—Por supuesto que no. No puedes siquiera desear para ti una vida de tanto éxito como la mía. He visto y he hecho cosas que no podrías ni soñar, Katie Morgon.

—Lo que quiero decir es que no suenas feliz. Éxito, pero no felicidad.

—Éxito es felicidad.

—No siempre.

—¿Qué sabrás tú de eso? Mírate. Te escondes acá en las montañas actuando como si tu sufrimiento te hiciera noble y buena, cuando en realidad te estás escondiendo.

—Me das pena, Janeal.

Aquella palabra de cuatro letras, pena, removió la ira de Janeal con tanta fuerza que no pudo seguir conteniéndola.

—Tú me das asco. ¿Era eso lo que querías sacar de esta historia, Katie? ¿Que te hiciera sentir mejor en tu diminuta vida?

—Si hubiera querido eso habría organizado esta reunión en un lugar público.

—Estás enferma.

—No, tú eres la enferma.

Janeal echaba humo sobre la suave y dulce voz con la que Katie hablaba.

—Y tú has estado enferma desde el día en que decidiste que unos cuantos dólares valían más que una vida humana. La razón porque la que quise que me contases tu historia era que quería oírlo en tus propias palabras. Quería que consideraras detenidamente ese modo de vida que tú pareces creer tan valioso.

—¡No tienes derecho! —gritó Janeal—. Yo no soy una de tus residentes adictas.

—No, tú eres yo. Lo que me da todo el derecho. Le diste la espalda a la verdad y por culpa de ello tu vida es miserable. Encáralo, Janeal. Enfréntate a lo que has hecho y en lo que te has convertido.

—¿Por qué? ¿Para que pueda ser como ? ¡No quiero lo que tú tienes! ¡Nunca envidiaré nada tuyo! ¡Te odio!

—Te odias a ti misma.

Janeal dio un grito de frustración. No tenía que escuchar aquello. No había ido allí para eso. Podía marcharse. Debía marcharse.

Sus pies no querían moverse.

Katie se puso en pie y enfocó con sus ojos vacíos a Janeal. Janeal se giró y Katie la siguió.

—Tú eres adicta a una droga mucho más poderosa de la que haya usado jamás cualquiera de nuestras residentes.

—¿Y cuál es?

—Tú misma. Vives para ti misma y para nadie más, y no eres capaz de reconocer que eso te reduce a un simple caparazón de la persona que eras.

—Estás loca.

—Me preocupo por ti.

—No puedes. Quieres que sea como tú.

—Claro que sí. Janeal, quiero que conozcas la paz que yo he encontrado.

Janeal se puso las manos a ambos lados de la cabeza.

—¡Para! ¡Ojalá te hubieras muerto en aquel incendio! ¡Ustedes dos!

—Escúchame, Janeal. No me odies. Yo soy , y soy la mejor versión de ti. Soy la persona en la que desearías haberte convertido. Soy la persona en la que puedes convertirte.

Aquella afirmación le llegó a lo más profundo.

—¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves?

Janeal chocó su espalda contra una pared y Katie alzó la mano hacia ella. Colocó la mano en el centro del pecho de Janeal justo encima de su corazón. Janeal se encogió hasta quedarse de cuclillas y Katie se ajustó a sus movimientos.

—No tienes que darte en el camino que escojas esta noche. Puedes escoger un rumbo diferente.

—¿Por qué tendría que hacerlo? Soy feliz. ¡He hecho mi propia vida!

Janeal agitó los brazos para quitar las manos de Katie de su pecho, para romper la conexión que estaba matando la misma alma de Janeal.

¿Qué quería Katie? ¿Matar a Janeal? El miedo estalló en el pecho de Janeal. ¿Por qué no se le había ocurrido que ponía en peligro su propia vida al ir allí?, ¿que su alter ego sentía un deseo igual de poderoso de que Janeal muriese? Había sido una estúpida. Una completa y genuina estúpida.

—Apártate de mí —le increpó Janeal—. Apártate.