5
Alguien la estaba sacudiendo con brusquedad.
—¿Janeal? ¿Janeal, estás bien?
Fue dándose cuenta de los detalles despacio, científicamente, como si no tuvieran nada que ver con ella. Una piedra afilada se le clavaba en la cadera. Tenía el brazo derecho atrapado incómodamente bajo su cuerpo. Podía oler el polvo que se acumulaba dentro de su nariz.
—Janeal.
Más sacudidas. Alzó su mano libre y aquella persona hizo un ruido que sonó a alivio.
—Ayúdenla a sentarse —dijo otra voz. Alguien agarró su mano alzada y empujó. Ella hizo que sus ojos se abrieran apenas una ranura y parpadeó por el sol. Debajo de ella el río fluía ruidosamente hacia el oeste.
—Oh.
—¿Cómo rayos te quedaste dormida aquí?
Su mente realizó una lenta conexión entre la voz y el nombre. Katie. Era la mata de rizos negros de Katie, que le llegaba a los hombros y apenas se retenía por una estrecha cinta que siempre se ponía cuando iba apresurada y no tenía tiempo de domar su cabello. Katie alargó su mano y sacudió la mejilla de Janeal. Ella escuchó caer guijarros.
—Esas piedras bien podrían haber sido un lecho de plumas —dijo la otra voz. La voz de Robert. Estaba sentado a su otro lado y le quitaba gravilla del brazo. Janeal se cubrió los ojos con las manos.
—¡Puaj! —se sentía lenta y confusa.
Robert tecleaba un número en un teléfono móvil. Se inclinó sobre él con los ojos cerrados y él puso un brazo sobre sus hombros mientras esperaba la respuesta. Katie le daba palmaditas en la espalda.
—La encontramos —dijo él—. Se había quedado dormida en la colina —después escuchó y se rió—. Sí, sí que lo es. Bajaremos con ella en un momento. De acuerdo.
Cerró el teléfono.
—¿Ella es qué? —preguntó Janeal.
—Ella es una vaquera —dijo Katie—, durmiendo bajo las estrellas en vez de en su propia cama. Es una culebra nocturna que caza lagartijas a todas horas.
Janeal sintió cómo una risa silenciosa sacudía el cuerpo de Robert.
—Es toda una individualista —dijo él—, siempre buscando maneras de hacer que a su padre le suba la tensión.
Katie se rió tontamente.
Janeal se enderezó y le frunció el ceño a Robert.
—Eh, para. Mi padre no puede haber dicho nada de eso —le vio poniendo los ojos en blanco hacia Katie y le dio una palmada en el brazo—. ¡Déjalo ya!
¿Cuántas bromas habían compartido aquellos dos a sus expensas? Sospechaba que compartían algo más que eso: un roce, un coqueteo, una mirada significativa. La amistad mutua del trío no solía enfadarla, pero aquella mañana Janeal les encontraba irritantes a ellos dos.
—De acuerdo —le concedió Robert—. No teníamos que haber dicho eso.
—Así que, ¿qué dijo que soy?
—Un problema. Dijo que eres un problema.
—O quizá dijo que tienes un problema —musitó Katie. Ella clavó sus talones en la pendiente de bajada de la colina.
—Nunca tiene problemas con él —dijo Robert.
—Cierto. Más o menos. Tú eres el problema, Janeal. No es una noticia bomba precisamente.
Robert hizo otro comentario burlón pero Janeal no lo escuchó. Miraba la palma de su mano, donde había escritos diez números, intentando recordar qué eran y por qué pensaba que tenían algo que ver con la palabra problema.
Un millón de dólares.
Janeal cerró el puño, totalmente despejada. Los otros parecían no haberse dado cuenta de su mano. Estaban demasiado absortos en sus propios comentarios ingeniosos.
—¿Qué harían ustedes si encontraran un millón de dólares? —preguntó ella interrumpiendo algo que decía Robert.
Robert miró a Katie a través de Janeal.
—¿Está en el mismo planeta que nosotros? —preguntó.
—En serio, chicos. Si tuvieran un millón de dólares, ¿qué harían con él?
O cien mil, para el caso. Apostaré el diez por ciento de ello a que cambias de opinión…
—Lo pondría en el fondo común de la kumpanía —dijo Katie recostándose sobre las palmas de sus manos.
—No, no lo harías —le desafió Janeal—. Un millón de dólares. Podrías viajar. Empezar una nueva vida en algún lado. Llevarte a unos pocos amigos contigo. Emprender un negocio de verdad por tu cuenta en vez de tener que estafar un puñado de…
—Si Katie dice que lo pondría en el fondo común eso es lo que haría —Robert le lanzó a Janeal una mirada de advertencia que la hirió. Intentó recordar la última vez que se había puesto de su parte en algo.
—¿Por qué no crees que lo haría? —dijo Katie. La imperturbable Katie. Janeal pensó que sería más interesante si reaccionase de vez en cuando, devolvérsela a Janeal en la cara, ser un poco emocional. Luchar contra ella por Robert, si eso era lo que quería.
¿Eso era lo que Katie quería? Janeal se lo preguntó seriamente por primera vez. Katie le estaba hablando a ella pero miraba a Robert.
—Jason es un buen rom baro, Janeal. Confío en que él haría lo más correcto con el dinero.
—Sólo era una pregunta. Hubo una época en la que me habrías ofrecido una respuesta más imaginativa.
Robert intervino de nuevo.
—Yo pondría en marcha un fondo para emergencias médicas para niños.
¿Por qué siempre hacía eso, por qué salía en defensa de Katie?
Janeal negó con la cabeza.
—Ustedes dos son unos buenos samaritanos. Si tuvieran un millón de dólares en efectivo en las manos me apostaría la mitad de ese dinero a que se lo piensan dos veces.
—Quizá —reconoció Robert—. No me importaría ir a Egipto.
—¿Egipto? —preguntaron las dos muchachas a la vez.
—Y a Sudáfrica.
Si esa era la medida de sus pensamientos quizá no debiera contarles nada de la demanda de Sanso. Desde luego no hasta que encontrara el dinero.
—Yo iría a Grecia —dijo Janeal—. Y también me compraría uno de esos nuevos Mercedes y lo conduciría hasta Nueva York.
—¿Desde Grecia? —se mofó Robert. Janeal hizo como que no le había escuchado.
—Me haría con un desván en el centro y un trabajo en una revista de política internacional. Trabajaría a mi aire y compraría libros y visitaría todos los museos y pasaría los viernes por la noche en clubes de jazz. Daría fiestas los domingos por la tarde y prepararía grandes comidas para mis amigos y colegas.
Ninguno de los dos dijo nada durante un minuto entero.
—Y reservarías algo de dinero para tu padre —dijo Katie.
Janeal suspiró. Katie había cambiado en los últimos meses; se le había atrofiado el pensamiento o tal vez se había vuelto demasiado conformista. A Janeal se le pasó por la cabeza la fugaz idea de que Katie estaba reprimiendo también a Robert. ¿Por qué les había pedido a aquellos dos que soñaran un poco con ella?
Quizá para evitar la pregunta más importante que la sobrevolaba: ¿qué planeaba hacer su padre con el dinero que Sanso aseguraba que tenía? ¿O con el dinero que la DEA supuestamente le había prometido? ¿Sobreviviría lo suficiente para darle uso? ¿Y habría alguna manera de que ella los salvara a ambos, a él y al dinero?
Robert se puso en pie y se sacudió los pantalones; entonces se inclinó para ayudar a Janeal a levantarse, y después a Katie.
¿Qué era lo que sabía hasta ese momento? Primero, creía que Sanso mataría a su padre si el dinero desaparecía. Segundo, había algo en aquel dinero que Sanso necesitaba que no tenía nada que ver con su valor real.
Janeal se preguntó si podía conseguir que su padre no siguiera adelante con su trato con la DEA. Le darían a Sanso su dinero y se mostrarían sorprendidos cuando él no se dejara caer en la trampa. Por supuesto, la DEA pediría que se le devolviese su dinero, ¿y cómo se lo reembolsaría su padre?
Tenía que haber algún modo de dar a Sanso el dinero y de guiar a los de la DEA hasta él después de que todo ocurriera. Desde luego, ella no sabía dónde estaba Sanso, y él había dicho que no se presentaría en persona a reclamar su dinero mañana por la noche. Pero si ella podía hacerlo, su padre podría terminar con dos millones de dólares: tanto con el cebo como con la segunda mitad de su trato.
Si es que había una segunda mitad.
Si es que algo de lo que le había contado Sanso era cierto.
Y si su traición a Sanso saliese mal, nunca se perdonaría por la muerte de su padre.
El trío comenzó a caminar ladera abajo hacia el campamento. Muchos de sus vecinos dormían aquel lunes por la mañana, cansados después del riguroso trabajo en la feria el fin de semana. Imaginaba que en algún lugar de aquel campamento (en una tienda, un coche, un agujero en el suelo) había un millón de dólares, amontonados y envueltos y listos para un trueque por drogas, y se preguntaba cómo de difícil iba a ser encontrarlo.
Janeal le lanzó otra mirada de soslayo a los números que tenía en la mano. Diez números. ¿Una cuenta bancaria? ¿Qué haría con un número de cuenta sin saber a qué banco pertenecía?
Un número de teléfono.
Sí, chica, podrás llamarme.
Se guardó la mano en el bolsillo mientras descendían por la pendiente a trompicones. Podía controlar sus nervios. Tenía que hacerlo.
Robert y Katie bajaron delante de Janeal. Él sujetaba la mano de Katie para ayudarla a mantener el equilibrio. Era ágil en la caseta de adivinación, pero patosa en una caminata. Incluso así, Katie nunca declinó una invitación para unirse a ellos, un hecho que fastidiaba a Janeal ahora que Katie y Robert habían llegado a un punto llano y se giraban para esperarla.
Robert no soltó la mano de Katie. Una llamarada de celos lamió la mente de Janeal, y ella le dio la bienvenida. Las emociones, al final, eran algo digno de experimentar en aquel lugar desértico donde toda relación humana estaba seca.
—¿Qué pasaría si alguien les dijera que en realidad el dinero está escondido ahí abajo y que todo lo que tienen que hacer para quedárselo es encontrarlo? —preguntó Janeal.
—¿Qué dinero? —preguntó Katie.
—Su millón de dólares —le facilitó Robert torciendo la sonrisa.
—¡Yo empezaría a buscar! —dijo Katie.
—¿Pero se lo quedarían? ¿Le dirían a todo el mundo que empezara a buscar? ¿Se conformarían con una parte? —ella se acercó a la pareja y les pasó de largo, agarrando la mano libre de Robert mientras se iba, tirando de él para que se separara de Katie—. ¿Hasta dónde llegarían?
—Yo no me complicaría —dijo Katie siguiéndoles lentamente—. Se lo diría al rom baro. Dejaría que él decidiese.
—Eso es obvio, Janeal —Robert se clavó en el sitio para esperar a Katie e intentó liberar su mano de la de su novia. Janeal aguantó.
Sería obvio si hubiera una situación en la que su padre pudiese tomar una decisión objetiva. Janeal estaba indecisa, no sabía si preguntar a su padre acerca de la historia de Sanso. Podía negarlo todo o decir que era cierto y enviar a Janeal lejos hasta que el peligro pasara. No tenía forma de hacer preguntas, después de todo, sin divulgar que Sanso la había secuestrado. Además, aún no estaba convencida de que el dinero existiese, aunque no podía plantearse otra explicación para el comportamiento de Sanso.
—¿Y qué pasa si el dinero implica a los gajé —insistió ella— y ellos también lo quieren?
—¿Es suyo? —preguntó Robert.
Sí y no.
Robert sacudió la cabeza incrédulo y su sonrisa se volvió impaciente. Janeal decidió liberarle.
—Entonces cuéntaselo a Jason y a la policía gajé. Nosotros no quebrantamos sus leyes.
—¿Nunca? —Janeal arqueó las cejas.
—Yo desde luego no. Mucho menos en ese escenario tuyo. Ya es suficiente.
—Sus leyes no son aplicables a nosotros.
—Eso te gustaría pensar.
—¿Y qué ocurriría si al encontrar el dinero alguien pudiera morir?
Katie ahogó un gritito.
—Eso sería terrible.
—Pero al mismo tiempo, ¿encontrar el dinero podría significar salvar una vida? ¿Qué harían entonces?
—Lo que dices no tiene sentido —dijo Robert.
—Sigo pensando que Jason sabría lo que hacer —insistió Katie.
—No si tiene un conflicto de intereses —dijo Janeal—. Entonces la decisión la tendríamos que tomar nosotros tres. Todo el peso de la situación descansa en nuestras cabezas.
—¡Cielos, Janeal! ¿Qué has estado haciendo allí arriba toda la noche? ¿Soñando con una novela?
Katie inclinó ligeramente la cabeza.
—Aunque es una idea interesante, Robert, ¿no crees?
La mirada que Robert le ofreció a Katie no le pasó desapercibida a Janeal. Durante una fracción de segundo su frustración fue sustituida por aprecio. Estaba contento de que Katie estuviese allí. Contento de que sus generosos modales fueran más grandes que su leve aburrimiento. Contento de no estar a solas con Janeal.
—Para pasar el tiempo, quizá —la mano que colocó en su cadera le hacía ver a Janeal que solamente accedía para poder terminar aquella conversación—. Si tuviera tiempo y no lo tuviera que emplear en buscar a mi novia errante.
Aquella acusación fue como una puñalada para Janeal. Creía que él no quería herirla, que ella le había causado una preocupación innecesaria y que sólo estaba cansado. Se estaba equivocando al asediarles con tantas preguntas sin ofrecerles la historia completa.
—Tienes razón, lo siento. Ustedes dos han hecho muy bien en venir a buscarme. No quería preocupar a nadie.
Un rayo de arrepentimiento atravesó el rostro de Robert y ella esperó que así fuese. Empezó a bajar la colina y envió algunas piedras volando hacia abajo.
—Tú no has dicho lo que harías, Janeal —dijo Katie.
—Todavía no he decidido qué hacer —dijo Janeal. Las palabras se quedaron en el aire antes de que ella reconociera su desliz. Agachó la cabeza y se apresuró para llegar a su casa antes de que ellos dos le pidieran que se explicase. Aunque no sabrían qué preguntar.