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Robert estaba aún en la camioneta con una mano en lo alto de su cabeza y la otra sobre el cinturón cuando la figura en llamas salió como una exhalación de la casa y se dirigió derecha hacia él, ciega y sin dirección, la visión del pánico silencioso.

Agarró el fardo y lo tiró al suelo. Se agitó, intentando escapar. Arañó la envoltura en llamas hasta que se partió. Una alfombra. La mujer que había dentro desgarró el interior de la ropa sobre su cabeza y la arrancó, saliendo entre bocanadas de aire.

—Katie —susurró él.

Ella jadeó buscando el aire fresco.

Robert cubrió sus piernas y golpeó las lenguas naranjas en el bajo de los pantalones de ella hasta que se volvieron humeantes. Alargó la mano hacia sus zapatos y se quemó con las suelas derretidas. Agarró la toalla. O lo que aquello fuera ya. Lo usó para sacar los zapatos de los pies de ella antes de que empezaran también a gotear como cera.

La planta de sus pies estaban rosas. Tenía quemaduras recientes en los tobillos. Sus ropas estaban ennegrecidas pero intactas. Sus manos intactas. Su cara… no podía pensar en ninguna otra cosa a la que quisiera mirar.

Robert la levantó por los hombros y la atrajo torpemente hacia su pecho allí en el suelo, besándole cada centímetro de la cara. Se reía al mismo tiempo que las lágrimas se derramaban por sus mejillas.

—Otra vez no —suspiró—. No podría haber pasado por esto otra vez.

La respiración de ella empezó a serenarse. Colocó su mano sobre el brazo con el que él la rodeaba.

—¿Dónde está Janeal?