31

Katie estaba sentada en la negrura de su habitación privada e intentaba recuperarse de la sorpresa. Su corazón aún latía desbocado. Robert. Robert. Robert. Había intentado salir de la oficina de Lucille, donde había contestado la llamada, sin parecer tan asombrada como estaba.

—¿De qué iba todo eso? —había preguntado Lucille.

Katie apartó el rostro. Lucille podía leer sus expresiones con facilidad.

—Era un viejo amigo —murmuró.

Lucille debió leer su lenguaje corporal a pesar de haber escondido la cara. Su compañera de trabajo se rió disimuladamente y dijo:

—Claaaro.

Katie se sentó en el borde de su cama y se abrazó. El miedo le trajo a la mente a la mujer sin rostro con el cabello en llamas. No había preparado a Robert para lo que encontraría en la cima de aquella montaña. ¿Debía haberle contado lo de sus cicatrices, lo de su ceguera? ¿Debía haberle contado que no era la misma persona que él recordaba?

Quizá se fuera cuando la viera, aunque Katie no creía que él actuara así, a menos que los últimos quince años hubieran operado un cambio dramático en su corazón. Si aquello había sucedido, ella creía que lo amaría de todos modos.

Todavía lo amaba. Sí, lo amaba.

Katie empezó a orar. Estuvo orando hasta que la cabeza en llamas de sus pesadillas empezó a desvanecerse.

Contempló la posibilidad de que Robert estuviera casado después de todo aquel tiempo.

Se tragó el dolor que aquella posibilidad le provocaba. Si lo estaba, aquello sería lo mejor. Porque cuando él descubriese la verdad sobre ella (si es que alguna vez la descubría) desaparecería de su vida para siempre.

***

Robert encaminó su camioneta hacia la estrecha carretera de montaña que se dirigía a la Casa de la Esperanza del Desierto. No estaba seguro de cómo identificar el sentimiento que le revoloteaba en la boca del estómago y aún estaba menos seguro de querer hacerlo. Después de quince años capturando y encarcelando todas las emociones de su pérdida, la perspectiva de reunirse con alguien que había compartido su experiencia amenazaba la seguridad que él había construido para sí.

Y cabría la posibilidad de que pudiera matar finalmente a la bestia indómita.

—Los de All Angles están muy interesados en tu amiga —dijo Brian.

Robert había intentado encontrar el modo de mandar a Brian de vuelta a Tucson después de llamar a Katie, pero el periodista se olía una historia con dinero detrás. Por lo visto así lo veía alguien más.

—Katie Morgon está empezando a ser conocida en los círculos del servicio público. Unas doscientas cincuenta mujeres han completado su programa en los últimos diez años —leyó Brian en su aparato inalámbrico—. El setenta y tres por ciento de ellas siguen sobrias y conservan sus trabajos después de cinco años. Eso es mucho.

La camioneta de Robert se topó con un bache e hizo saltar a Brian de su asiento. A veinticinco kilómetros en dirección a las montañas, a las afueras de Santa Fe, el centro de rehabilitación quedaba lo suficientemente lejos para disuadir de una posible fuga, pero lo suficientemente cerca de la ciudad para facilitar a los ex adictos la vuelta al mundo real de forma gradual. Era un detalle en el que Katie había pensado.

—Ha ganado cuatro premios al servicio público y las labores humanitarias en Nuevo México en los últimos dos años. A la gente que es como ella, las Madres Teresa y los Padres Flanagan del mundo, la fama les llega la quieran o no. La bondad verdadera es tan escasa en estos días que la gente se da cuenta enseguida.

—Katie siempre fue así.

—¿Una ganadora?

—Bondadosa.

—Empezó a trabajar en el centro hace trece años —silbó Brian—. ¿Crees que ella pudo haber pasado por alguna circunstancia para hacer algo como eso?

—¿Qué circunstancia? —Robert no tenía la intención de acusar a nadie, pero, sinceramente, si Brian le preguntaba a Katie cosas como esa él mismo le pondría de patitas en la calle.

Brian esquivó su mirada y se aclaró la garganta.

—Ella se puso al frente del programa cuando el director murió en un accidente de coche. Tenía sólo veintiún años.

Ahora tendría treinta y dos. Robert se preguntaba cómo debía ser Katie hoy, si la reconocería. Si se cruzara con ella en la calle, ¿pasaría de largo? La información que la señora Whitecloud les había proporcionado no ofrecía detalles truculentos sobre el alcance de sus quemaduras. Sólo decía que había estado entrando y saliendo del hospital regularmente durante muchos años. Robert podía suponer el porqué. Injertos de piel. Infecciones. Neumonía. Todo esto era común en las víctimas de quemaduras. Tratamientos para el dolor. Terapia.

Y sin embargo, no podía traer a la mente otra imagen de ella que no fuera su belleza juvenil, con aquel cutis del color del roble y aquellos rizos largos y negros.

Tan distinta de Janeal Mikkado en apariencia y personalidad.

Janeal. Hacía bastante tiempo que su mente no revoloteaba hacia ella. Con los años, sus recuerdos se movían en su dirección cada vez con menos frecuencia. Las había amado a ambas, algo que Janeal nunca entendió. Quizá no fue justo por su parte pensar que ella podía. Aunque su corazón trazaba líneas entre un amor apasionado y un amor protector, el corazón de Janeal exigía una definición más clara. La Janeal que sabía con precisión qué quería en la vida fue la Janeal que él amó. Ella le había animado a pensar fuera de la kumpanía, aunque al mismo tiempo él nunca creyó que tendría que abandonar el grupo.

Katie, sin embargo… Katie representaba todo lo bueno que había en el mundo, tan pura y alegre y libre del cinismo que lo inundaba todo de tal modo que incluso se las había arreglado para filtrarse dentro de su aislada comunidad. Dentro de Janeal. Incluso dentro de él. Katie era un pedazo de cielo azul brillante en un mundo de tinieblas.

La camioneta de Robert coronó una colina y entonces la carretera descendió hacia un largo camino de entrada flanqueado por una verja. Pasó bajo un arco de hierro forjado que llevaba el nombre de la casa. Las puertas estaban abiertas.

El centro de rehabilitación era un rancho de adobe al que una arboleda de mezquites le daba sombra. Las tejas de arcilla del largo y bajo edificio se habían modernizado con varias placas solares orientadas al sur. Los viejos póstigos de madera se habían abierto hacia el exterior de la casa para dejar ver las nuevas ventanas de vinilo.

Aparte de un Suburban cubierto de polvo junto a un garaje independiente, Robert no vio ningún otro signo de vida. Aparcó cerca de las puertas de roble que, supuso, eran la entrada, y salió del coche.

Una atractiva mujer de mediana edad, delgada y rubia, que vestía tejanos azules y una sudadera de la Universidad de Nuevo México, apareció por la puerta y le tendió la mano a Robert.

—¿Robert Lukin? —preguntó. Él le estrechó la mano—. Soy Lucille Adams. Llega tarde.

Robert miró su reloj. ¿Le había dicho a Katie que llegarían a una hora concreta?

Se disculpó porque le parecía lo correcto y entonces presentó a Brian. Lucille le dio un fuerte apretón en el brazo y le soltó.

—Les llevaré con Katie, a ver si aún está libre.

Robert se sorprendió con la brillante iluminación del interior de la casa. Él asociaba aquellos sitios con el desconsuelo, y esperaba encontrar ventanas pequeñas que dejasen pasar poca luz, paneles de madera y baldosas de color marrón. En vez de eso, la casa se abría a un brillante atrio iluminado por la luz del sol donde las plantas verdes florecían en un jardín del tamaño de una sala de estar. Las paredes estaban revestidas de pino blanqueado, y decoradas con tapices navajos de vivos colores rojo y turquesa.

Lucille rodeó el atrio y cruzó un vestíbulo hacia un patio adjunto en la parte sur del edificio. Robert la siguió a través del umbral. Aquella zona también era un exuberante jardín interior con sillas acolchadas, lámparas de lectura y mesas de café. Suspendidas sobre las plantas había lámparas de calor que al parecer mantenían el lugar verde aun a pesar de los inviernos fríos de la montaña.

Dos mujeres de cabello oscuro estaban inclinadas sobre la tierra en una esquina de la larga sala.

—Katie, Robert y Brian están aquí.

La mujer con el cabello más largo se sentó sobre sus talones y tomó impulso para levantarse.

Robert se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento. Soltó el aire de sus pulmones.

Ella se giró.

Excepto por la melena de rizos negros, no la hubiera reconocido si se hubieran cruzado por la calle. Estaba mucho más delgada, lo que la hacía parecer más alta. Su piel era más pálida de lo que él recordaba, y más tersa de lo que esperaba. Se había preparado para algo espantoso. Pero su cara era hermosa, impresionante, tal vez porque la dulzura de ver a la mujer a la que había amado como una hermana y que creía muerta fue mucho más grande que la realidad del pasado.

Una suave cicatriz, como una cinta, salía de su sien izquierda y atravesaba lo alto de su pómulo, bajando hasta la parte inferior de su mandíbula y desapareciendo bajo su jersey de cuello alto. Al fin tuvo la entereza de mirar sus ojos castaños, ojos sin brillo, sin vida. Sin brillo donde una vez habían centelleado. Sin vida donde una vez hubo dos intensos focos.

Katie estaba ciega.

Robert evitó su mirada involuntariamente. La culpa que sentía desde hacía tiempo por haber sobrevivido a todos se multiplicó al darse cuenta de que físicamente había salido ileso. Lo que imaginó de camino hacia allí no podía compararse a la realidad, que le dejó sin aliento y le impidió ser capaz siquiera de hablar.

Se sintió atrapado en aquel jardín interior con la idea de que él le debía a ella más de lo que le podía pagar, y al mismo tiempo con la abrumadora sensación de que no tenía que haber venido.

Brian disimuló la indecisión de Robert. Dio un paso hacia Katie mientras ella se quitaba los guantes de jardinería. Él tomó su mano en la suya tan rápido que ella dio un grito ahogado por la sorpresa. La agarró firmemente del brazo y habló despacio.

—Señora Morgon, soy Brian Hoffer.

Al menos el chaval no gritaba.

El susto de Katie se convirtió en una ligera y pícara sonrisa y giró sus ojos hacia la voz. Vocalizando con el mismo cuidado que él, dijo:

—Encantada de conocerle.

Brian soltó la mano de Katie y Robert se fijó por primera vez en las feas cicatrices rojas y blancas que cruzaban sus nudillos y surcaban sus largos dedos como si fueran candelas derretidas.

Excepto por las manos y la cara, y unos pies de piel tersa y suave enfundados en chanclas, el resto de su cuerpo estaba cubierto: pantalones militares y una camisa de algodón a cuadros encima del jersey de cuello alto.

Giró la cabeza como si quisiera escuchar dónde se encontraba Robert. O tal vez estuviera preocupada porque él no había hablado.

Él se aclaró la garganta al tiempo que ella decía:

—Gracias, Lucille —tendiendo sus guantes en dirección a la rubia—. Tal vez Rita y tú puedan terminar esto mientras yo les enseño el lugar a estos señores y les ofrezco algo para beber.

Entonces Katie giró la cabeza hacia Robert.

Lucille agarró los guantes.

—Puede que plante las hostas en un sitio distinto de donde tú las quieres.

—Puede que te deje hacerlo —dijo Katie. Y sonrió, aunque no Lucille.

Cuando Lucille gruñó y se unió a la otra mujer, Katie dio tres pasos hacia Robert como si pudiera verle a la perfección.

—¿Cómo estás, viejo amigo? —preguntó. Katie inclinaba la cabeza de la misma forma en que solía hacerlo cuando le pedía que la dejara practicar leyendo su mano. Ella extendió su mano para saludarle, sin ningún tipo de timidez.

Y Robert, incapaz aún de hablar, agarró su mano y la acercó a su corazón, rodeándola con el otro brazo para así poder enterrar su cara en el pelo de ella y esconder de los demás, y sobre todo de ella, el hecho de que sus ojos estaban llenos de lágrimas.