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Sanso habría llevado su Jaguar XKR descapotable hasta la Casa de la Esperanza del Desierto si el coche hubiera estado aquí, con él, en los Estados Unidos, en vez de en Brasilia. Pero con poco tiempo para encontrar un coche de similar calidad para alquilar, consiguió un Mazda Miata, que bastaba para ser rápido y tranquilo si daba la casualidad de que era eso lo que necesitaba.

Sólo se cruzó con una camioneta Ford de color negro de camino a la colina, y se dirigía hacia abajo, lejos de todo lo que a él le concernía.

Callista no se rió como esperaba cuando él le enseñó el coche y le preguntó si creía que podría servir como imán para las chicas en la Casa de la Esperanza. Pobre Callista. Le conocía mejor que la mayoría de sus empleados y probablemente ya se había dado cuenta de que él solamente la estaba poniendo a prueba. Lo quería de vuelta en México. Lo necesitaba en México para proteger la jerarquía de su rango antes de que Janeal Mikkado se la expropiara. Sanso respetaba la mente aguda de Callista, que seguramente habría detectado aquellos diminutos detalles. Pero eso no le obligaría a cambiar el rumbo. No en este caso.

En vez de eso Callista sólo mencionó, irónicamente, lo adecuado de que Sanso siguiera a Robert a una casa llena de mujeres solitarias. Quizá el agente de la DEA tuviera una amante allí. O una chivata. O un mal hábito inconfesable.

Ahora bien: ¿sería aquella persona misteriosa esa a la que Janeal se refería como «responsable de su seguridad»? Quizá ella podía arreglarlo para que Sanso se encontrarse con esa persona durante su visita.

Sanso se estaba divirtiendo como no lo había hecho en años. Consideró las posibilidades que rondaban su mente.

Una amante de Robert. Oh. Sería perfecto. Alguien que echaría un poco más de tierra sobre el rostro ansioso, celoso y disfrazado de Janeal para que Sanso pudiera lavarlo. Él la cuidaría, la besaría, y le revelaría su verdadero yo, el yo interesado en esquivar la autoridad de Robert y proteger su propio poder, dinero e influencia.

Interesada en él, para decirlo claro. Si su pasión se correspondía sólo con la mitad de la de él, podían vivir entonces felizmente para siempre.

Oh, sí. Robert no era más que una mosca latosa que hacía mucho ruido. ¡Pero Janeal! En sus cincuenta y tres años de vida él no había conocido nunca una compañía tan perfecta para su atormentado corazón. Janeal sería su trofeo. Su conquista inaudita. Si maniobraba como él sabía hacerlo, ella nunca sabría que se había disputado una batalla para obtener su alma.