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Janeal se dejó llevar por las siguientes horas sin sentir nada más que odio hacia Katie Morgon y el deseo de enfrentarse a su alter ego y acabar con ella para siempre. Compró un teléfono móvil de prepago en Walgreens y una muda decente de ropa en una pequeña boutique antes de inscribirse en el hotel. Solamente se quedaría lo suficiente para cambiarse y hacer la llamada. Esperaba que el desvío no le restase mucho tiempo del que le tomaría estar un paso por delante de Salazar Sanso.
Era una buena noticia que no llegase hasta mañana. Dejó la ropa que había usado hasta ese momento en la papelera detrás del lavabo y se puso la ropa limpia.
El hotel tenía servicio de wifi gratuito, que ella utilizó para localizar las clínicas de urgencias en Las Vegas, en Nuevo México. Solamente había una, lo que haría su tarea mucho más fácil de lo que había imaginado. Buscó la comisaría de policía más cercana y encontró el enlace al número de teléfono de atención las 24 horas. Janeal estaba a punto de llamar desde el móvil desechable cuando le entró una llamada a su teléfono personal.
Contestó.
—Sí.
—Señora Johnson, ¿cómo está?
¿Quién era? ¿Alan?
—¿Qué es lo que…? Te pedí que no llamases.
—Es un asunto urgente…
—Ahora no.
¿Urgente? ¿Qué podría ser más urgente que su propia situación?
—Milan Finch ha puesto una reclamación con la junta y les ha preguntado…
—He dicho que ahora no. No puedo… Tendrá que esperar.
—Pero el señor Sanders…
Janeal cerró el teléfono. ¿Señor Sanders? Ah, Thomas. Realmente no le importaba.
Janeal dejó el pensamiento de Alan a un lado y realizó su llamada a la policía de Las Vegas.
—Sí. Hola. Llamo por el tipo ese que ha salido en las noticias, el de la droga que se escapó hace unos días.
—Salazar Sanso.
—Sí, ese.
—¿Me podría indicar su nombre y su número, por favor?
—Oh, no. A mi marido le ha costado mucho convencerme de que los llamara. No creo que quiera tropezarme con ese hombre.
—¿Qué información tiene?
—Nuestra hija… bueno, habíamos salido a hacer una excursión antes de marchar a Santa Fe de vacaciones. Se hizo una especie de corte en el brazo en una caída, así que la llevamos a la clínica de urgencias de su precioso pueblecito.
—¿A qué hora ocurrió eso?
—Oh, no lo sé. Sobre las nueve o las diez de esta mañana. Pero mientras entrábamos, ya sabe, ese hombre, el de las noticias, salía del centro con una mujer rubia. ¡Así, a la luz del día!
—Está segura de que era él.
—Tan segura como que él no me vio, ya me entiende. Se subió a su precioso cochecito, uno deportivo plateado. ¿Qué me dijiste que era, cariño? —cubrió el auricular con la mano y después siguió—. Un Miata. Un Mazda Miata.
—¿Vio hacia dónde se dirigían?
—Oh, no. Tenía miedo de que se hubiera dado cuenta de que le mirábamos fijamente, ¿sabe? ¿Y después cómo acabaríamos? Como pobres víctimas de algún homicidio documental, estoy segura. No, le he contado todo lo que sé. Ya he hecho mi acto cívico del día.
—Lo investigaremos.
—Bien entonces, ha sido muy amable. Espero que tenga un muy buen día.
Janeal terminó la llamada y arrojó el teléfono sobre el montón de ropa de la papelera. Calculó mentalmente cuánto tardaría en llegar el soplo a la gente de Robert de la DEA y después a Robert. No había forma segura de saberlo.
Supuso que después de todo tampoco importaba. Su primer objetivo era mantener a Robert alejado de Katie, y tenía más de veinticuatro horas para hacer que eso sucediese. Tendría que ser paciente.
De hecho, tendría paciencia al esperar con ellos. Llegados a aquel punto, ¿qué tenía que perder? Si conocía en algo a Robert, ya le habría hablado a Katie de ella.
Y Janeal quería que prevaleciese su versión de la historia.
***
Callista se sentó en el asiento del conductor del Miata y se negó a poner la llave en el contacto.
—Lo estás arriesgando todo por una estúpida, estúpida cría —se quejó ella—. Podríamos haber estado en la frontera al anochecer, pero tú quieres quedarte aquí, donde el mundo está plagado de agentes que saben perfectamente dónde estás, gracias a la cita chapucera de anoche.
Ahora la diatriba de Callista se estaba volviendo rancia. Sanso se dio cuenta de que prefería la manera de discutir de Janeal, que era mucho más calmada y mucho más aguda por su agilidad mental.
Sanso ajustó su asiento para hacerlo más cómodo. El disparo había atravesado limpiamente la parte carnosa de su bíceps, por suerte para él. A la herida del hígado aún le faltaba un poco para curarse, en parte porque la refriega con Robert había agravado el daño.
—No voy a conducir este coche hasta que accedas a abandonar Estados Unidos hoy.
Sanso abrió su puerta y balanceó sus piernas más allá del bordillo del aquel aparcamiento abandonado donde ella le había llevado. Si ella no iba a conducir, él lo haría.
—Ni lo intentes, Salazar.
Ella se giró en su asiento siguiéndolo con los ojos mientras rodeaba el coche por detrás. Había sacado la capota, también a pesar de las objeciones de ella, después de abandonar el servicio de urgencias.
—Tenemos dos días como máximo para sacarte de aquí, y tú vas y le cuentas a ella dónde estamos. ¿Cuánto tiempo crees que tardará en llamar a la policía y continuar con su vida? ¿Una hora? ¿Quizá menos?
Sanso abrió el maletero y se inclinó allí dentro con ambas manos. Tenía que estar por ahí, en algún lugar. Se permitió soltar un gruñido en dirección a Callista. Ella no entendía el lazo que compartía con Janeal. No era capaz de imaginar que Janeal no le traicionaría de tal manera. Janeal le había elegido a él en vez de a Katie, en vez de a Robert, y acabaría siendo suya al final. De hecho, ya lo era.
Sin embargo, era difícil perdonar la ignorancia de Callista.
—No hay tiempo para ser testarudo —decía ella.
Allí estaba el fardo de piel que estaba buscando, guardado apresuradamente bajo la alfombrilla que escondía la rueda de repuesto. La sacó y la desató, y entonces desenrolló la cubierta lentamente.
—Tenemos que irnos —insistió ella—. Ahora.
Sanso se enderezó, cerró el maletero y se aproximó a Callista. Ella se giró para observarle a través del espejo retrovisor.
—Sube al coche, Salazar. Tú descansas. Yo conduzco. A México. ¿Me escuchas?
Se acercó al asiento del conductor y se inclinó sobre ella, besándole la frente.
—Oh, sí que te escucho —dijo él. Sintió cómo ella se relajaba y entonces introdujo en su nuca el cuchillo de quince centímetros que acababa de recuperar—. El problema es que tú no me escuchas a mí.
Callista se desplomó sobre el volante, paralizada, aunque no muerta. No le llevaría mucho tiempo. Él abrió la puerta, levantando su diminuto cuerpo con su brazo bueno y la recolocó en el asiento del copiloto.
—Te daré un buen entierro, querida. Has sido de mucha ayuda todos estos años. Pero creo que te olvidaste de tu lugar. Me disculparás que vaya ahora a hacerle una visita a mi amor.