19
El guardabarros delantero del destrozado Lexus de Jason Mikkado casi rozaba el poste de la cabina. Las páginas amarillas oscilaban desde un cordel amarrado a la base y se balanceaban más allá del farol sobre la brisa, que levantaba un polvo rojo. La puerta del conductor permanecía abierta, lanzando la señal acústica que recordaba que las llaves aún colgaban del contacto.
El interior apestaba a humo. En el asiento trasero la maleta parecía estar rellena de sueños de juventud en vez de un millón de dólares en fajos de billetes.
En el asiento delantero Janeal dejo caer su sucia cara entre sus manos manchadas de hollín y lloró. Lloró por el asesinato de su padre, por su familia muerta, por el anillo perdido de su madre, que se había caído en medio del caos sin que se diera cuenta. Lloró por su mejor amiga, a la que no pudo salvar, por la preciosa belleza de pelo negro que tenía que haber vivido. Lloró por el novio a quien no hubiera podido llevar con ella aunque hubiera sobrevivido, aquel buen chico que nunca se rebajó frente a nadie que mantuviera negocios ilegales con un empresario criminal.
Salazar Sanso había sido justo con ella. Como si se tratara de un profeta, él había visto lo que ella realmente era y había puesto nombre a los deseos de su corazón antes de que ella misma hubiera podido identificarlos. Le odiaba por eso. También le amaba, por entenderla como nadie había podido hacerlo.
Janeal lloró por la niña que ya nunca más podría ser, y por la mujer despreciable en la que se había convertido.
***
Estaba empapada, arrastrándose a cuatro patas sobre el lodo, con la mitad del cuerpo dentro del agua que corría sobre sus canillas. El suelo embarrado le entumecía las palmas de las manos. Levantó una mano para examinar el extraño hecho de que no podía sentirla. Algo en su piel no andaba bien.
Tampoco sus ojos. No podía ver su mano. Parpadeó muchas veces y bizqueó, pero aún así no pudo enfocar nada. De hecho, en realidad no quería ver nada en ese momento. Quería dormir, se sentía ligera. Tan ligera que podía haber sido elevada por una brizna de aire y haber sido arrastrada allí sin haberse percatado, inconsciente. Pero la fuerza del agua y la sensación de los guijarros que se le clavaban en las rodillas la mantenían despierta.
Aparte de la impresión que sentía de aquellas texturas en el suelo, no podía sentir nada. ¿Por qué no podía ver? Alzó una mano y se metió el dedo en el ojo. Picó, pero no se le saltaron las lágrimas. Abrió bien los ojos para ver si aquello podía ayudar, y los párpados parecían alojados bajo las cejas. Se tocó la cara. Tenía las yemas de los dedos pegajosas.
Sus mejillas, su mandíbula estaba pegajosa. Y desigual. Irregular. No se parecían en nada a las suaves líneas de su piel que recordaba.
No sentía dolor y se preguntaba por qué pensaba que debía sentirlo.
Olió a madera quemada y algo más fuerte… humo de goma, o de productos químicos, o algo artificial. Y algo aún más fuerte, un hedor. No podía localizarlo, le parecía que no quería hacerlo.
Un sonido le llegó a los oídos. Un rugido muy leve, como de motores lejanos. Un crujido, como neumáticos rodando por un suelo sin pavimentar. Un grito. Muchas voces gritando. No podía entender las palabras, solamente el tono. Algo bullicioso. Las voces se convirtieron en sorpresa y después en pánico.
Su pánico se convirtió en el suyo, la sorprendió como un virus contagioso y notó que su cuerpo comenzaba a temblar. Giró la cabeza hacia el sonido, temerosa de lo que podría significar. La inclinación de su mandíbula hizo volcar el equilibrio de su oscuro mundo, y la náusea que le siguió la empujó hacia la oscuridad.