18

Aunque trataba de convencerse de que el dinero se había incinerado, Sanso no pudo descansar por completo aquella tarde, ni siquiera en su habitación preferida de su hotel favorito.

Así que se sintió el doble de molesto cuando Callista irrumpió en la suite acortinada con su teléfono abierto, diciendo:

—Te interesa contestar esta llamada.

—Te dije que no…

Ella lanzó el teléfono con especial puntería, golpeándole en el pecho. El teléfono rebotó en la cama y Callista dejó la habitación.

Adoraba su descaro. No podía evitarlo.

Sanso encontró el teléfono en el fondo de un montón de almohadones y se colocó el receptor en la oreja.

—¿Qué?

—Tengo tu dinero.

Janeal. Se levantó de un salto de la cama y se giró, poniendo ambos pies sobre el suelo, sonriendo.

—Tú no eres gitana. Eres una bruja.

—Seré lo que tú quieras. Todo excepto tu amiga.

—¿Qué pensaste exactamente que era yo la primera vez que nos vimos?

—Un hombre de negocios. ¿Eres un hombre de negocios, Salazar Sanso? Porque si lo eres creo que querrás hacer negocios conmigo.

—La calidad de mis negocios no está determinada por los intereses de las otras partes —dijo Sanso alzándose para caminar.

—Entonces no malgastaré más tu tiempo.

—¡Espera! —Sanso tomó aire, irritado consigo mismo por sonar tan desesperado—. Quiero escuchar tu propuesta.

—Oh, no tengo propuestas. Tengo condiciones. Requisitos.

Sanso dio una zancada hacia la puerta y la abrió de golpe, buscando a Callista para así poder dirigir su furia contra algún objetivo. Ella estaba allí, sentada en un sillón con los pies sobre un reposapiés. Ella levantó una ceja impasible a modo de reconocimiento.

—¿Y cuáles son tus condiciones, pues?

—Un millón de dólares en billetes de cincuenta. Billetes de cincuenta verdaderos. Lo quiero a medianoche.

—¿Y por qué razón querría entregarte un millón de dólares a ti, chiquilla?

—No vas a entregarlos. Vamos a negociar. Un millón por un millón.

—Quédate con tu millón. —Ya averiguaré dónde te encuentras e iré yo mismo a buscarte—. Si no te gusta su valor no puedo ayudarte. No soy un banquero.

—No, eres un falsificador. Y apostaría lo que fuera a que no querrías que nadie se enterase. No fue muy difícil imaginármelo una vez que tuve tiempo para pensarlo.

A Sanso le abandonó la ira y su cuerpo comenzó a temblar… de la emoción. La expectativa. La satisfacción de haber encontrado al final a un adversario digno. Miró a Callista y ella asintió. Ella apreciaba lo que Janeal representaba para él, si no habría contestado ella misma la llamada.

Le lanzó un beso a Callista.

—Quiero un millón de dólares. Uno de verdad. A cambio, te devolveré los tuyos falsificados. No me importa lo que hagas con ellos.

Él podía alargar aquel juego todo lo que quisiese.

—Es demasiado trabajo para un simple intercambio. Pero si estás dispuesta a negociar algunos de los términos…

—Si no me das lo que quiero le llevaré esos billetes al Servicio Secreto. Tienen muchas razones para hacerte uno de sus mejores clientes. Y después dedicaré mi vida a darte caza y…

Sanso se rió tan fuerte que se le escapó un resoplido.

—Bruja o no, tendrás que mejorar tus amenazas. No eres tan buena en esa parte.

Él escuchó la fuerte respiración de una persona tratando de mantener el control de un genio descontrolado.

—Si no te importa, entonces les contaré a la DEA que los billetes son falsos. ¿No era eso lo que intentabas evitar? ¿No era eso por lo que no querías que pusieran sus manos sobre ellos?

Aquello era, precisamente, por lo que él quería los billetes. Si el gobierno estadounidense podaba esa pata del imperio de Sanso no podría permanecer en pie.

—Janeal, corazón, puedo ver el valor de tu proposición: llamemos a las cosas por su nombre, ¿verdad? Yo acepto.

—Todavía no he terminado.

Sanso sonrió y Callista puso los ojos en blanco.

—Tenías que haber cerrado el trato —dijo él—. Soy un hombre ocupado.

—A cambio de los billetes falsos, tú aceptas dejarme libre. Aceptas que nunca me vas a perseguir, nunca vas a hacer negocios conmigo o con mi gente de nuevo, nunca te dejarás ver a menos de cien kilómetros de dondequiera que yo esté.

—No lo sé. Algunas de esas promesas son difíciles de mantener.

—Y yo prometo que nunca te traicionaré.

Sanso se puso serio.

—Se te compra fácilmente. Al final tu personalidad no es más fuerte que la mía, ¿verdad?