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Una luz roja latía como una música de baile estridente detrás de los ojos de Robert, expandiéndose por su cerebro con cada latido. Se dio la vuelta, saboreando el polvo, sujetándose la parte de la cabeza donde había sido golpeado.

Tenía sangre seca y pegajosa en los dedos. Pasaron varios segundos antes de que sus ojos obedecieran la orden de abrirse y examinar la herida.

Su mano era una sombra negra y sin textura en el primer plano de la hoguera. La tienda que estaba junto a él estaba envuelta en llamas y su cuerpo iba a ser su próxima fuente de combustible.

Robert rodó y se puso en cuatro patas, equilibrándose allí por un momento, y después se las arregló para poner los pies bajo su cuerpo. Uno. Dos. Su gran armazón amenazó con volcarse cuando se puso derecho por primera vez, pero cuando las enfermizas olas de su cabeza dejaron de estallar se vio capaz de orientarse.

El pasillo central del campamento estaba vacío. Las ruinas humeantes de las tiendas quemadas brillaban bajo el cielo negro. ¿Dónde se habían ido Sanso y su gente? Ya no estaba allí el coche del traficante. No había gritos ni disparos, ni señales de amigos o enemigos. Robert se preguntó cuánto tiempo había estado inconsciente.

¿Dónde estaba Janeal? ¿Katie? ¿Jason? ¿La familia de Robert? La señora Golubovich… Vio en su mente su cuerpo inerte bajo las estrellas y le rogó a un Dios en el que nunca había creído que hubieran podido salir del campamento con vida.

Tambaleándose por el espacio al descubierto entre la hilera central de tiendas, Robert cayó de rodillas. Todo el campamento estaba ardiendo o en ruinas. Copos blancos de ceniza caían del oscuro cielo sin nubes como nieve perezosa, ensuciándole los brazos y la cara. El hedor a madera y lona quemada le hizo llorar los ojos.

Se inclinó ante la fuerza de la posibilidad de que fuera el único sobreviviente de aquel Armagedón.

A su izquierda, un par de cientos de metros más allá, la casa de reunión estaba casi sumergida en hambrientas llamaradas. La alta construcción coronaba el pasillo en el que se asentaba, y el calor que desprendía latía sobre su cara.

Fieras lenguas salían como flechas de las ventanas y centelleaban hacia arriba, buscando combustible que no hubiera sido consumido aún.

Boom.

La conmoción cerebral, amortiguada e inesperada, golpeó a Robert de lleno. Si no hubiera estado ya de rodillas la fuerza lo habría arrojado bastantes metros hacia atrás. El calor se intensificó y después se retiró, y Robert pensó que estaba oliendo su propio pelo chamuscado.

El tanque de propano.

De un lugar inconexo en lo profundo de su mente se alzó la pregunta de si Janeal estaría aún detrás del garaje.

No creía que siguiese allí, teniendo en cuenta que Katie había aparecido sola hacía un rato: una acción que él interpretaba como prueba de que Janeal se había largado por su cuenta antes de aquel momento. Katie no era cobarde, pero Janeal era la temeraria.

Incluso así, Robert quería que su cuerpo se incorporase. La vieja casa de reunión había sido arrasada por la explosión, reducida de una flamante construcción a un montón de escombros en llamas. Rodeando el edificio demolido lo suficiente para evitar quemarse, dirigió sus pasos hacia el garaje.

La destartalada estructura tenía todas las luces encendidas y sus grandes puertas habían sido abiertas por completo. Con seguridad aquella era la única estructura de la propiedad que no había ardido. La mujer rubia que había visto antes y otro hombre más estaban destrozando el lugar, buscando algo. El dinero de Janeal, lo más probable. El Lexus color marrón de Jason descansaba en el hueco más lejano como un pájaro en pleno vuelo: con el maletero, el capó y todas las puertas abiertas de par en par. Una tercera persona estaba rasgando los asientos de piel.

Aquel hombre era el que se había enfrentado a Jason.

Salazar Sanso irrumpió en la luz, proveniente del cañón, con una estela de hombres con linternas y pistolas detrás de él. Robert se dejó caer detrás de un pedrusco, amparado por la noche.

La mujer rubia dejó lo que estaba haciendo y estudió su cara como si evaluara la razón de su humor. Después volvió al armario en el que había estado buscando y cerró la puerta de golpe.

—Tampoco está aquí —dijo ella.

Sanso maldijo y lanzó su propia linterna al otro lado del garaje. El hombre que cortaba el Lexus a rebanadas había salido, pero agachó la cabeza cuando el rayo de luz le pasó volando por encima antes de estrellarse contra un panel perforado con tuercas y destornilladores.

—Después de cinco horas de búsqueda, ¿todavía están ciegos? ¡Son unos inútiles!

La mujer se encaró a Sanso y cruzó los brazos; era el personaje más calmado del grupo. El resto no dejaba de moverse.

Sanso pareció recomponerse ante la impasible mirada y después de unos momentos dijo:

—Está bien. Si no lo hemos encontrado es porque ya debe estar ardiendo.

—¿No hay ninguna posibilidad de que ella lo haya escondido fuera de la propiedad?

—Nadie ha abandonado la propiedad en toda la noche. Ni ha entrado. ¿Los hombres del póker?

—Ya nos aseguramos de ello cuando entraron a eso de las tres y media. No llevaban nada de dinero excepto el de unas miserables apuestas. —La mujer se acercó para pararse junto a él—. ¿No es posible que lo haya enterrado en un agujero y vaya a regresar por ello más tarde?

Sanso se movió para mirar la casa de reunión.

—Ninguna posibilidad.

—¿Murió en la casa? —preguntó ella.

—Los tres. El viejo y las dos chicas.

Robert cerró los ojos, como si aquello pudiera detener las náuseas que le subían desde el fondo de su estómago.

—Tenías que haberla dejado con vida hasta que hubiéramos tenido el dinero en la mano —dijo ella.

Una viga crujió y se partió.

—Eso no fue lo que sugeriste antes —la furia se escapaba por la jaula de dientes de Sanso—. Tomé mi decisión. Ella tomó la suya —hizo una pausa—. Habría muerto antes de decirme dónde estaba el dinero sin importar cuánto tiempo hubiera esperado yo.

—Así que, ¿cuánto tiempo más tenemos que seguir buscando?

—Lo dejamos ya —dijo Sanso—. La DEA llegará al amanecer. Si nosotros no lo hemos encontrado aún, ellos tampoco lo encontrarán.