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Aunque era intención de Janeal encontrar allí a Katie, y posiblemente a Robert, no esperaba que fueran las primeras dos personas que viese. Y definitivamente no esperaba verles haciendo algo tan íntimo como besarse. Se quedó parada en la puerta abierta del taxi, agarrando su bolsa de mano barata y sintiéndose más desaliñada, abandonada y fea que nunca. Janeal rastrilló con una mano su pelo oscurísimo y, conscientemente, alisó su blusa arrugada antes de agarrarla. Con algo de suerte había aparecido apropiadamente nerviosa, sin más.

Una ráfaga de luz restalló detrás de sus ojos avisando de un potencial dolor de cabeza.

Por ahora no. Tenía que resistirlo, aunque no tuviese ningún poder real para superar esas cosas. Aun así, lo intentó. Cerró los ojos y los mantuvo así durante varios segundos, y cuando el destello dejó de repetirse lentamente se concentró en sus suspiros.

Cerró la puerta del taxi y se dirigió a la entrada de la casa, arriesgándose con otra mirada hacia la pareja del coche.

Robert era definitivamente Robert, una versión varonil del Robert que había amado. Había engordado, y había escogido una profesión que ensanchaba sus hombros y oscurecía los contornos de su boca y su mandíbula. Él le echó un vistazo y pareció tomarla como una extraña, y entonces devolvió su atención a Katie.

Katie. Janeal no la hubiera reconocido a no ser por la cabellera rizada, la que Janeal había ambicionado de adolescente a pesar de su propio pelo castaño. ¿Era lo que los niños deseaban aquello que no obtenían hasta que se hacían mayores? Pero la manera en que Katie permanecía allí con Robert, no podía ser la manera de nadie más. Una emoción pinchó a Janeal con el matiz de dolor de la sorpresa. Celos.

¿Celos? ¿Después de tantos años? Pero ahí estaban, todos sus antiguos sentimientos hacia Robert en colores vivos.

De todas formas Katie estaba arruinándolo todo. Todo. Un cuchillo de rabia penetró en su corazón junto con los celos. Todos los antiguos sentimientos por Robert se precipitaron hacia fuera. Katie era más alta de lo que Janeal recordaba, y había algo en su complexión que parecía disgustarle de su antigua amiga, aunque no pudo acertar el qué. Quizá fuera la edad, o la ropa. Aquel abrigo que iba de la cabeza a los pies estaba fuera de lugar en una localización tan al suroeste en un día tan despejado, a pesar de la enérgica brisa de la montaña. O quizá se tratase del lenguaje corporal. Katie, además, no hizo signo alguno de reconocer a Janeal o de recibirla como la cita de la tarde.

De hecho, Katie no estaba mirando a Janeal, aunque su cara se giró hacia el taxi. Janeal encontró aquello tan irritante como desconcertante. Deliberadamente evitó la mirada de la pareja, centrándose en alcanzar la puerta principal de la casa. No tenía que perder el hilo.

Vio un timbre y lo presionó.

Tras un espacio razonable de tiempo, una mujer de aspecto severo (en otras circunstancias hubiera sido atractiva de no ser por el ceño) abrió la puerta.

—Soy Janice —dijo Janeal, asegurándose de mirar hacia abajo. Podía pasar por insegura, nerviosa—. Un amigo me concertó una cita.

—Bien. Pase. Soy Lucille —abrió la puerta entreabierta y retrocedió un paso—. Viene un poco pronto. Mejor que tarde. ¿Está enferma?

—Sólo es la garganta dolorida. Suena peor de lo que realmente es.

Janeal se aferró a su bolso, siguiendo a Lucille por un vestíbulo iluminado y embaldosado. Se le ocurrió entonces que quizá requisaran su bolso para una inspección. O que se lo requisaran por completo. De todos los detalles a pasar por alto…

Se mantuvo en su tímido comportamiento.

—¿Tiene un baño?

—Al fondo a la derecha.

Lucille señaló el pasillo.

—La segunda puerta a su izquierda. Regrese aquí cuando acabe. —Lucille pasó a una oficina en el lado delantero de la casa.

El resto de la casa no tenía mucho que ver con la decoración del baño: pintura blanca, deslucidos accesorios de cromo, pequeños azulejos a cuadros blancos y negros.

Janeal supuso que la casa tenía que definir sus prioridades. El lavabo estaba instalado debajo de un cristal resquebrajado. Había dos cuartos de baño, una caseta de ducha y un armario independiente con cerradura pero sin tirador. Cerrado con llave, probablemente.

Janeal probó.

Las puertas se entreabrieron.

Allí dentro dos estantes, cada uno de ellos de veinticinco centímetros de profundidad, guardaban paquetes de toallas de papel, cajas de pañuelos, tampones y almohadillas, y botellas alargadas de plástico con jabón líquido.

Podría funcionar.

Trabajando con rapidez, vació un estante y colocó su portátil contra el fondo del armario. Casi demasiado justo, pero eso mismo lo mantendría erguido. Entonces dudó entre la caja de tampones (más amplia, aunque sólo había una) y una caja de pañuelos. Había seis de estas últimas en el estante superior.

Mucho más seguro.

Levantó parcialmente la tapa perforada de una de las cajas y vació más de la mitad de su contenido en su bolso. Reemplazó los pañuelos con su monedero, su PDA, sus llaves, su medicación y su móvil. Los cubrió con una fina capa de pañuelos, apelotonándolos de nuevo a través del plástico y entonces colocó la cartulina en su lugar original. La dejó en su sitio poniendo la caja debajo del montón.

Arriesgado, pero no tanto como llevarla con ella por ahí. Podría volver después, en cuanto tuviera un momento.

Tiró de la cadena, se lavó las manos y regresó a la oficina de Lucille. Lucille se encontraba sentada tras una mesa de metal bajo una ventana, mirando el aparcamiento.

Katie estaba sentada en un sillón reclinable tapizado y descolorido. Se puso en pie cuando Janeal entró.

—Janice —Lucille miró el calendario que además servía como agenda de mesa—. Janice Reagan. Esta es Katie Morgon, mi codirectora.

Katie sostuvo su mano unos pocos centímetros a la izquierda de donde Janeal se encontraba.

—Me alegro de que estés aquí, Janice.

Desde aquella distancia Janeal pensó que la mujer se parecía más a su vieja amiga de lo que pensaba en un principio. Registró rápidamente unos hechos importantes. La peluca. Las quemaduras, escondidas excepto en un lado de su rostro por todas aquellas ropas. La increíblemente terrible experiencia que Katie debió tener para haber sobrevivido.

La ceguera.

Que Katie no pudiera ver fue tanto un alivio como una devastación. El disfraz de Janeal, o lo poco que quedaba de él, serviría para engañar a una sola persona (Robert) en lugar de a dos. ¡Pero perder la vista después de tantas otras pérdidas! La simpatía de Janeal superó su preocupación.

Por primera vez la realidad de la supervivencia de Katie cortó la respiración a Janeal.

El horror de la decisión que había tomado quince años atrás se impuso en la vanguardia de su mente y empezó a gritarle como si hubiera abandonado a Katie hacía apenas una hora.

Empezó a temblar con miedo, con una subida de adrenalina actuando como un chute de cafeína directo a su corazón.

Apretó la mano llena de cicatrices de Katie y la agitó débilmente, sin decir nada. Sus dedos rozaron el anillo que Katie llevaba, y lo miró para eludir el tener que mirar a Katie a la cara. La cara amplia, amable, sin prejuicios, de Katie. El apretón de Janeal se estrechó en la palma de Katie. Aquel anillo, de seis diamantes en un círculo dorado, era el anillo de boda de su madre. El aro que Janeal había hecho resbalar en su propia mano, el aro que creyó que se había desprendido de su dedo y que había ardido junto a todo lo demás.

Seis diamantes que centellearon como si se tratasen de cosas vivas, un diamante por Jason y Rosa, y por cada uno de los cuatro hijos que siempre planearon tener (y que tuvieron). La prístina joyería representaba una cruel contradicción con la realidad, en la que cinco de las seis piedras habían sido hoscamente sacadas de sus casillas y pisoteadas mientras la sexta permanecía allí obstinada, una pieza solitaria, inútil y descompensada.

Cómo Katie se había hecho con ella era sólo una de tantas preguntas que no podían ser respondidas en aquel momento. Janeal lo dejó ir. La mano de Katie se quedó suspendida en el aire durante un segundo más, y Janeal creyó que ella acababa de comprender lo que estaba ocurriendo allí realmente, creyó que destaparía a Janeal como impostora y una criminal, una asesina en potencia que la había abandonado al humo y las cenizas.

Si Janeal hubiera creído en toda aquella energía cósmica, en el tejido del universo, en aquella sensación de abracadabra sobrenatural tan moderna, hubiera creído que Katie había echado un vistazo a la parte más recóndita de su mente. El hecho de que Katie fuera una vez una adivina, timo o no, provocó un escalofrío en la espalda de Janeal.

Esperaba que Katie alzara un dedo y gritara: «¡No creas que no sé quién eres!»

Su simpatía por Katie se evaporó como gotitas de agua en una sartén caliente de hierro.

Janeal se mantuvo erguida ante el imprevisto de lo que pudiera ocurrir si Katie tenía un momento más para pensar…

—… normalmente no aceptamos a nuevos residentes sin la referencia de un asistente social —dijo Lucille mientras daba golpecitos con su bolígrafo sobre el secante de su escritorio, retando a Janeal a defender su deseo de ser aceptada allí.

—Yo… estoy esperando que un asistente nuevo se haga cargo de mi caso —carraspeó. Puso una mano alrededor de su garganta dolorida—. Dijeron que el lunes debería tener una asignación.

Katie la observaba con aquellos aterradores ojos en blanco. Janeal dudó que su fabricada cuidadosamente historia pasara alguna vez el instinto de detector de mentiras de Katie.

Lucille resolló.

—Así que tienes amigos en lugares importantes. —Una acusación—. Eres afortunada. Sin embargo aquí esos amigos no te servirán de nada. No verás a ninguno de ellos durante los próximos seis meses de tu estancia aquí, en los cuales se esperará que acudas a cada sesión que te programemos, independientemente de que pienses si te incumben o no. Tenemos una lista de turnos de trabajo con una estricta rotación y un estricto toque de queda. Haz tu trabajo sin quejarte y quizá en un año puedas escoger tus tareas. Si piensas ahora que soy el guardián de tu prisión, me verás como tu hada madrina cuando Frankie haya pasado algo de tiempo contigo.

Janeal buscó una silla en la que hundirse y se percató de que estaba de pie frente a un confortable sillón de orejas que miraba hacia la puerta.

—Si (y sólo si) ella aprueba que tú trabajes una vez terminado ese plazo, quizá puedas conseguir un trabajo fuera de la casa, siempre y cuando tu turno te permita estar aquí a las cuatro y media, sin excusas.

Janeal respiró profundamente y decidió que sus oportunidades de escabullirse del radar de Katie habrían sido mejores si ella no hubiera tenido que hablar, aunque su enfermedad convertía su voz en algo prácticamente irreconocible. Eso esperaba.

—Realizamos análisis de orina aleatorios —prosiguió Lucille—. Los harás cuando te lo digamos, o estarás de vuelta en los baños públicos en menos de una hora desde tu renuncia. No se permiten teléfonos móviles. Ni aparatos electrónicos. La hora de televisión es un privilegio que se gana. Igualmente las llamadas telefónicas. Tampoco es que tengas a nadie a quien llamar.

Janeal echó un vistazo a Katie, quien había regresado a su lugar en el sillón y la miraba tan fijamente que Janeal tuvo que desviar la mirada. Sus ojos fueron a la pared junto a la puerta. Había un pequeño estante y una llave colgaba sobre él. Tres de los siete ganchos sujetaban anillas. Van, Kia, Maestra, decían las etiquetas.

—Veamos tu bolso —Lucille fue al otro lado del escritorio. Elevó su mano y agitó los dedos ante Janeal para que se lo entregase.

Lucille levantó el bolso sobre la mesa de café y lo volcó por encima.

—Viajas ligera.

Ya que no era una pregunta, Janeal no tenía respuesta que ofrecer.

—¿Traes maleta?

Janeal negó con la cabeza.

—Bien, creo que hemos tenido gente aquí con menos de una muda y un resfriado.

Lucille tomó algunos de los pañuelos que Janeal había metido en el bolso.

—Al menos tendrás algo que vestir el día de colada. Lo que me recuerda: aquí no se paga, pero tenemos un sistema de puntos que te permitirá hacer «adquisiciones» de nuestra pila de donaciones. Así podrás hacerte con un vestuario a medida que avances.

Janeal estaba a punto de preguntar cómo funcionaba cuando Lucille añadió:

—También tienes la posibilidad de perder puntos con más rapidez de la que tardes en escalar posiciones.

Janeal podía sentir la fría mirada de Katie ardiendo en su alma como los rayos x de un héroe de cómic.

—¿Dónde tienes tu documentación? —preguntó Lucille.

—Robada —dijo Janeal.

—Falso. He oído de todo, Janice. Tendrás que inventarte otra historia.

—Digo la verdad. Me duché en un hotel del centro la semana pasada… alguien entró y la robó.

—¿Tienes dinero?

—Yo… se quedó para pagar la cuenta del taxi.

—¿Y cómo piensas volver a casa si no te permitimos quedarte aquí?

Janeal se quedó estupefacta.

Lucille tiró el bolso a los pies de Janeal.

—Si vas a iniciar esta relación pensando que puedes ir tan campante por donde quieras y que puedes aprovecharte de mí, es que necesitas una revisión mental más que nadie. Juega limpio, chica, o no jugarás a nada.

No era corriente que Janeal se quedara sin palabras, pero la impaciencia de Lucille y el silencio de Katie (¿por qué estaba ella aquí en esta entrevista?) dejó a Janeal indecisa sobre cómo debería responder. ¿Con qué mujer necesitaba jugar más estratégicamente?

Con Lucille, decidió. Por ahora. Definitivamente necesitaba que la permitieran quedarse.

Janeal frotó su mano contra su cara y trató de invocar la cosa más cercana al arrepentimiento que podía. No tenía demasiada práctica con ello.

—Escondí el dinero en el baño. Pensé que me lo quitarían.

—¿Cuánto?

—Cuarenta y dos dólares y setenta y seis céntimos.

—Bueno, era completamente innecesario meternos en esta discusión, entonces. Quédate con lo que trajiste, aunque no hay nada aquí en que gastarlo.

Janeal asintió, con los ojos en sus pies.

—¿Qué hay de la documentación?

—Juro que no tengo ninguna documentación —espetó Janeal.

—¿Y qué hay de ese asistente social?

—Se supone que le veré el jueves. O el viernes, no lo sé —la frustración de Janeal empezaba a levantar su cabeza—. Me da exactamente igual si me consiguen a alguien o no.

—Está mintiendo —dijo Lucille a Katie.

Katie cruzó sus manos sobre el regazo.

—Mejor que algunas, pero no es lo suficientemente buena para decir que nunca he visto a gente de su calaña antes.

Katie no replicó.

—Tengo suficientes mentirosas entre las manos como para mantenerme ocupada los próximos seis años. No tengo interés en adquirir ninguna más.

Estaba yendo aún peor de lo que Janeal había previsto.

—Por favor —hundió la cara en sus manos y trató de fingir lágrimas—, si no puedo quedarme aquí no sé adónde podría ir…

—Cierto. No hay muchos lugares que ofrezcan alojamiento gratis y pensión completa durante seis meses a cambio de una buena actitud.

Janeal no podía encontrar ninguna lágrima auténtica en su repertorio, así que recurrió a una pataleta. No había esperado aquella inquisición.

—Es muy injusto. ¡Estoy harta! Nadie tiene la voluntad de ayudarme a centrarme, ¿por qué? —se puso en pie y levantó de un tirón su bolso del suelo como si quisiera marcharse—. ¿Qué te he hecho? ¿Y te crees que…?

—Janice —dijo Katie—. ¿Por qué quieres estar aquí?

Janeal batió su cabeza para mirar a Katie. Respiró profundamente para centrarse y concentrarse. Rebuscó en su mente un cliché apropiado.

—Porque creo que esta vez puedo hacerlo bien.

Y mientras hablaba se preguntó si había sacado aquello de algún deseo oculto de su subconsciente para disculparse.

O no.

Katie sonrió por primera vez y miró a Lucille.

—Creo que puedo apañármelas con una mentirosa más —dijo.

Lucille sacudió con la cabeza y regresó a su escritorio.

—Entonces toda para ti.