59

Robert aparcó la camioneta enfrente de la moderna cabaña de madera donde Lucille había traído a Katie, sin estar aún preparado para entrar. La casa se asentaba en una extensión de muchos acres en el Cañón de Taos, en lo alto de una montaña que descendía hasta un estrecho arroyo. Vio a dos alces bebiendo del agua. La intensidad de los sucesos de la noche, la búsqueda de la mañana y la cegadora revelación llamada Janeal habían dejado su cabeza sumida en la niebla. Apenas se sentía aliviado de que Janeal no hubiera tomado el Kia para buscar a Katie.

Todavía estaba furioso con Janeal, ¿y por qué? ¿Acaso algo de lo que Sanso había maquinado era culpa suya? Y aunque lo fuera, la mujer a la que una vez amó tanto le había mentido indiscutiblemente, entrando en juego con aquel pelo teñido y mirándole fijamente sin cesar. Quizá aún estuviera mintiendo. No tenía manera de asegurarlo.

Quince años. Se habían esfumado. ¿Qué había hecho ella en todo ese tiempo? Lo que fuera la había envejecido. No físicamente, pero algunos aspectos de su personalidad se habían vuelto feos. Regresó a la entrevista de la DEA con Janice: el tono de su voz, su postura, la manera en la que esquivaba las preguntas y movía sus manos como si estuviera realizando un truco de magia.

¿Recuperaría todos esos años si alguien se lo ofreciera? Y si Janeal podía ser parte de ellos, ¿querría que ella estuviese?

Era una pregunta estúpida ahora mismo. Robert no confiaba en ella.

Además, a pesar del shock de haber redescubierto a Janeal, la mente de Robert seguía yendo hacia Katie. Se la imaginó resistiendo los primeros días de quemaduras sola, y deseó haber estado allí con ella. Por alguna razón encontró que le resultaba fácil querer recuperar aquellos quince años. No así que ella tuviese que pasar por eso otra vez, sino que no tuviera que pasar por eso junto a gente que nunca la conoció en otra condición.

Toda energía que él invirtió una vez en atrapar a Sanso se había transformado de la noche a la mañana en un deseo impulsivo igual de intenso por proteger a Katie y darle la clase de seguridad que se merecía. No porque ella fuese incapaz o porque tuviera carencias de alguna clase, sino porque…

Sólo había un porqué. Sólo porque él podía y quería hacerlo. Porque sería un modo más gratificante de pasar la vida, mejor que como lo había hecho la última década y media. Esa realidad parecía especialmente profunda ahora que Sanso se había ido de nuevo, habiéndose escapado dos veces entre sus dedos. La posibilidad de que siguiera en la misma situación a los cuarenta y nueve años no tenía ningún atractivo.

Rememoró a Katie enfrente de la escultura de Los orígenes del fuego con las manos levantadas para sentir el calor, sonriendo. Segura de sí misma y feliz de estar con él.

Janeal no necesita esa clase de seguridad de ninguna relación. Él sabía eso porque, ahora que lo pensaba, esa siempre había sido la verdad. Quizá eso fue lo que dividió su corazón. Ella podía protegerse con tal o cual plan sin necesitar nunca nada de nadie más allá de una promesa de ejecutar obedientemente su parte en la producción.

Robert salió de su camioneta y entró en la cabaña. Lucille le recibió en la cocina y le mostró la casa. A pesar de sus protestas, Katie estaba durmiendo. Testaruda como era, dijo Lucille, conocía el valor del descanso.

La modesta casa de tres dormitorios pertenecía a una abuela que normalmente estaría aquí para cacarear con el personal de la Casa de la Esperanza, explicó Lucille, pero que había regresado a California para visitar a su nieto un par de semanas.

Lucille se marchó a los pocos minutos de la llegada de Robert y regresó al refugio, donde se necesitaría su ayuda en ausencia de Katie.

Cuando se fue llamó a Harlan y después el agente se encargó de la investigación de las actividades de Sanso la noche previa, preguntando por aquello que aún no hubiera sido dirigido. Alrededor de las dos caminó hacia la cocina, pensando en encontrar algo de café para preparar y después se pasó a ver a Katie.

—Qué agradable que hayas venido —dijo ella desde el pasillo. Él se giró para mirarla y sonrió.

—No deberías acercarte sigilosamente a un tipo como yo —bromeó él. Ella llevaba un pijama de botones y una camiseta de algodón de manga de tres cuartos que dejaba ver las cicatrices de sus antebrazos, oscuras ristras de tejido mezclado con blanco que parecían un mapa topográfico. Robert cruzó la habitación, la agarró de las manos y la besó en la mejilla.

Ella se retiró y tiró de sus mangas con una mano, bajando la cabeza.

—Haré algo de café.

—Espera.

Él siguió sujetando sus dedos y la empujó de nuevo hacia él, rodeándola en un seguro abrazo. Él sujetó su cabeza contra su hombro suavemente hasta que sintió que ella relajaba los hombros. Cuando él bajó su mano hasta su cintura, ella se quedó allí.

No dijeron nada durante unos cuantos segundos.

—¿Dormiste bien? —pregunté él finalmente.

Ella asintió.

—Tú también podrías tratar de dormir algo.

—Lo intentaré.

—Nunca te pregunté cuánto planeas quedarte —dijo ella mientras iba al armario y alargaba la mano hacia una ancha lata de café que descansaba justo delante.

—Depende —dijo él.

La perspectiva de conducir seiscientos cincuenta kilómetros de vuelta a El Paso le hacían sentir cansado. Ella echó unas cuantas cucharadas en un filtro de papel, de espaldas a él, y no dijo nada. Katie llenó la cafetera de agua, la encendió y escucharon cómo la máquina empezaba a succionar el líquido.

—Pero he estado pensando —dijo Robert.

Katie se giró con los brazos atrapados detrás de ella mientras se apoyaba en la encimera.

—¿Sobre qué?

—Acerca de lo que debo hacer ahora.

—Te refieres a «¿Debería tomar sopa o prepararme un sándwich para el almuerzo?» o a «¿Cómo debería pasar los próximos cuarenta años de mi vida?»

Él se rió.

—Estaba pensando en mi trabajo.

—Prácticamente te has construido una carrera para ti mismo.

—Prácticamente no era lo que esperaba.

Ella esperó a que él se explicase.

—Estoy empezando a pensar que la única razón por la que me uní a la DEA fue para encontrar a Sanso.

—Ah.

—Pero estamos encerrados en este ciclo que no va a dejar de repetirse.

—Me inclino a pensar que en todo este tiempo has hecho algo más que frustrarte por la carrera de un criminal.

Él se encogió de hombros.

—Quizá.

—Quizá —se burló ella, dirigiéndose a una vitrina por unas tazas—. ¿Qué hay de malo en todo el gran trabajo que has hecho?

—En que lo he hecho movido por la ira.

La respuesta le sorprendió; era la primera vez que pensaba en ello conscientemente en esos términos. Se debatía entre intentar volver sobre el tema o no cuando vio que Katie inclinaba la cabeza ligeramente y dejaba las tazas sobre el mostrador.

—¿Por qué estás enfadado?

Su habilidad para sacar la verdad de dentro de él le hacía sentir incómodo. No tenía que haberlo dicho.

—Bueno, doctora Morgon, estoy enfadado por el cajero automático que masticó mi tarjeta bancaria la semana pasada, y por el precio que tuve que pagar para llenar mi camioneta devora-gasolina, y por el hecho de que no consigo que mi compañía telefónica resuelva ciertos cargos…

Se paró ante la expresión de Katie, que estaba defraudada. Cuando él no terminó, ella dijo:

—Ya veo.

—Lo siento —dijo él.

—No tienes que dar explicaciones.

—Pero quiero hacerlo.

Ella arqueó las cejas.

—Antes de que lo hagas, debo contarte…

—No, deja que lo escupa —se lanzó a hablar antes de perder la oportunidad de hablar con sinceridad con alguien que le entendería como nadie más podría—. Todo lo que hice lo hice porque quería justicia contra Sanso. Lo hice por la satisfacción que pensé que sentiría cuando al final cayera. Lo hice porque estaba furioso, y ese era todo el combustible que necesitaba para mantenerme en marcha. La ira es como nitro en una carrera callejera. Hay un montón de poder en ello, suficiente para mantenerte en marcha durante un largo tiempo. Pero cuando se consume… ¿entonces qué? ¿Adónde irás después de esa clase de prisa?

La cafetera gorgoteó.

—¿Sabes de lo que estoy hablando, Katie? ¿Alguna vez has estado furiosa por lo que él nos hizo?

—Por supuesto que sí.

—Pero nunca fuiste de esas que se lanzan a una carrera callejera, furiosa como Janeal y yo pudimos estar a veces.

Katie se giró hacia la cafetera y la manipuló con el agarrador de la garrafa.

Robert continuó:

—Nunca esperé esta… esta completa decepción al conseguir aquello que tanto había deseado, y después perderlo casi en el momento. ¡Dos veces! Sigo pensando: ¿Esto es? ¿Este es el propósito en el que he invertido mi vida? ¿Esta búsqueda que nunca terminará y que realmente no me importa?

Katie se encogió de hombros.

—No creo que tenga una respuesta mágica para ti.

—Quizá no sea mágica, pero tú sabes algo que yo no sé.

Katie se giró bruscamente para enfrentarse a él.

—Robert, la verdad es…

—No, espera. Termina de escucharme. Te veo con esas mujeres en la Casa de la Esperanza y está muy claro. Tú tienes algo que poca gente tiene. Tú has perdido todo lo que el mundo valora: tu familia, tu casa, tu visión; pero continúas dando y dando. ¡Pareces feliz! Y sin embargo ellos siguen tomando. ¿No sientes como si te robasen?

—Para nada.

—¿Por qué no?

—Porque soy feliz. Lo que hago no se trata de mí, Robert. Nunca lo fue. Se trata sobre esas mujeres. Han perdido mucho más de lo que yo nunca tuve.

—Eso parece imposible.

—Es verdad.

—¿Qué es?

—Cuando dejamos de intentar encontrar nuestras propias necesidades, encontramos más satisfacción encontrando las de los demás. Dios nos enseña cuánto tenemos para ofrecer al mundo, y cómo son de insignificantes nuestros propios deseos.

—Yo diría que tú lo has dominado.

—Si supieras la verdad… Trabajo en una cómoda casa con un pequeño grupo de mujeres. No hace falta ser un santo.

Robert se movió por la cocina para servir el café.

—Me gusta tu marca de santidad. —Levantó la garrafa y vertió el líquido hirviendo en las tazas—. Es divertido que tú y yo termináramos trabajando en el problema de la droga de maneras tan diferentes.

Ella asintió y él se arriesgó con una idea sin mirarla.

—Quizá me vea haciendo algo diferente a partir de ahora. Tal vez aquí en Nuevo México. Contigo.

Katie se sonrojó.

—Creo que echarías de menos tu antigua vida. Puede llegar a ser solitario en las montañas, encerrado en una casa con un atajo de mujeres chifladas.

Él sujetó su taza y levantó la mano de ella para colocar sus dedos en el asa, y después paró, estudiando su cara. Su hermosa y fuerte cara.

—Tal vez quitar esa soledad de tus hombros es algo que puedo hacer por ti. Mi primer pequeño acto desinteresado.

No sería un gran sacrificio. Se inclinó y la besó en la boca, y cuando ella puso sus dedos sobre su mandíbula, él insistió. Sólo durante un segundo esta vez, aunque en su mente decidió que nunca, jamás, querría abandonarla.

Ella tenía los ojos vidriosos cuando él se apartó.

—Quiero lo que tú tienes, Katie. Tú eres… Eres el ejemplo más brillante de una vida con propósito que jamás haya visto. ¿Cómo has llegado hasta ese punto después de todo lo que has pasado?

Katie suspiró y aceptó su taza de Robert, dejando que el vapor acariciase su nariz.

—Una parte de mí tuvo que morir primero.

La respuesta confundió a Robert.

—Quieres decir metafóricamente.

Ella le dio un sorbo a la bebida caliente.

—No exactamente.

—Cuéntame más.

Katie frunció el ceño y tocó el anillo de su mano derecha.

—Estábamos juntas en el incendio. Janeal y yo.

—¿Janeal estaba allí? —Le vino a la mente la tez ajada pero inmaculada de Janeal. La historia que había contado de Sanso secuestrándola antes de la muerte de Katie arrojaba muchas cuestiones al montón. Se preguntó si debía revelarle que Janeal estaba viva—. Mencionaste a Janeal la otra noche. ¿Qué querías decir cuando dijiste que ella «lo intentó»? ¿Intentó ayudarte a salir?

—A su manera. No sé qué pretendía decir.

—¿Qué pasó? ¿Te dejó allí?

—¡No! No. Pero no pudo…

Su lucha era tan aparente en su nervioso movimiento de cabeza que él lo hubiera dejado pasar si no hubiera sido por la esperanza de que ella quizá estuviera lista para hablar. Toda la ira que le había conducido a cazar a Sanso se había consumido, y se sentía encallado a un lado de la carretera en mitad del desierto. Katie, creía, era el único coche que podía parar y ayudarle. Tal vez pudieran ayudarse mutuamente.

—Katie. Janeal está viva.

Katie dejó su café sobre el mostrador.

—Lo sé —dijo.

—¿Lo sabes? —Robert dejó caer un poco de café sobre el suelo—. ¿Cuándo…? ¿Supiste siempre que Janice era…? ¿Cuándo ibas a contármelo?

—Hay mucho de lo que no hemos tenido tiempo de hablar.

Katie sacudió la cabeza.

—Hablé con ella. Estoy tocado. ¿Por qué se complicaría con todo el problema del disfraz, y por qué Sanso está detrás de ella? Me refiero aquí, ahora, después de todo este tiempo.

Katie dejó caer las manos a ambos lados y sus labios se abrieron. Robert trató de descifrar su expresión… ¿ansiedad?

—Tal vez tres de nosotros deberíamos sentarnos y hablar —dijo ella. Sonó muy pobre una vez que lo pronunció, suspendiéndose en el aire frente a los ojos vacíos de Katie.

—Robert, hay algo que necesito explicarte.