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Janeal estaba bastante segura de que había dormido a ratos, aunque no lo podía asegurar sin una indicación más clara del tiempo. Durante un rato no se atrevió a abrir los ojos para mirar el reloj, ni girar la cabeza, ni mover ni un solo dedo del pie. Pero la palpitación agónica parecía haber disminuido. Verificó su impresión. Movió el brazo y no le dolió; después movió las piernas; entonces giró la cabeza unos centímetros y ya no tuvo la sensación de que un cuchillo se la traspasara.

Al cabo de unos minutos (aunque quizá fuera una hora), también abrió los ojos.

No pudieron atravesar la negrura total que había en la habitación. El pesado aire la aplastaba como si la oscuridad pesara, y ella no luchó.

La toalla mojada se había deslizado de su cara y ahora yacía al lado de su mejilla en un húmedo montón. Alargó el brazo para apartarla, tomando aire profundamente. Hasta ahora todo iba bien. Janeal pensó en abrir una ventana, pero vaciló por alguna razón que no alcanzó a identificar.

Era el olor del aire, al que no podía poner nombre.

Un sonido difuso que no podía identificar.

Tembló, aunque no tenía frío, y las palmas de sus manos se empaparon. Su cabeza estaba clara, pero ansiaba un nuevo nivel de calma (como la calma de una zarigüeya cuando presiente su muerte).

Respirar. Oler. Escuchar.

Janeal empezó a sudar involuntariamente. Había otra persona sentada en la habitación con ella.

Tragó saliva.

—Puedo aguantar más que tú en esta competición, si es eso lo que te preguntas —susurró un hombre.

Sanso.

Optó por no responder, sin saber si era el miedo o la emoción lo que había hecho que el corazón se le subiera a la garganta.

Definitivamente había sido el miedo.

Y algo de emoción.

Durante la visita que le hizo a Sanso en el hospital había tenido la ventaja de la sorpresa y la seguridad de un guardia al alcance de su voz. Pero ahora era un pájaro herido que se había caído del nido para ser acechado por una serpiente. ¿Cómo había conseguido abrir el cerrojo? Se estremeció al imaginarlo.

—¿Tienes hambre? —preguntó él. La estaba provocando—. Puedo llamar al servicio de habitaciones.

—No me encuentro bien.

Sentía la garganta seca, rasposa e hinchada.

—A veces la comida ayuda. Come conmigo. Nunca hemos comido juntos. Propiamente dicho.

—No deberías estar aquí.

—¿Por qué? ¿Porque soy un fugitivo internacional o porque no quieres que piensen que escondes a un fugitivo internacional?

—Porque no deberías entrar nunca en la habitación de una mujer sin invitación.

—No lo he hecho.

Ella no tenía fuerzas para discutir.

Sanso había tenido que acercar la silla en la que se sentaba a la cama, porque ella le oyó moverse y poner un pie en el suelo, y cuando él habló de nuevo su cálido aliento le acarició la frente.

—Tu trato, nuestro trato, mi preciosa niña, me da un acceso completo y total a ti. Hace quince años renunciaste a tu derecho de limitarme. Te vendiste a mí.

—No lo recuerdo del mismo modo.

—En realidad no importa, ¿no crees?

Sus dedos le quitaron el cabello de la frente y tiñeron su piel de terror. Su húmeda transpiración la dejó helada.

—Nunca vendí ni una sola parte de mí —intentó alegar ella, sin estar del todo convencida de que fuera verdad—. Especialmente a ti. Tú me robaste a mi padre, mi vida entera. Me pagaste lo que me debías. Nuestras deudas quedaron saldadas.

El comentario golpeó algo en Sanso que le hizo ponerse en pie con brusquedad, apartando la silla de en medio de un empujón con un sonoro golpe seco.

—Vamos a dejar claro quién es el ladrón. —El desdén sustituyó la seducción que emanaban sus palabras—. Parece que has olvidado quién eres, Janeal Mikkado. Y quién soy yo.

—Tú eres un matón que asusta a las jovencitas; no, eres peor que eso. Eres un asesino que valora más sus propios derechos que la vida humana.

Como la cabeza no le dolía demasiado, ella se incorporó sobre sus codos. La claridad de su mente la envalentonó y le dio a su ira una oportunidad para florecer.

—¿Qué es un millón de dólares para ti? Nada. Es tu orgullo al que parece que no puedes poner precio.

Ella le escuchó respirar hondo y acompasadamente a través de su nariz.

—Es cierto —murmuró finalmente—. Todo lo que dices es cierto. Y aún te diré algo más.

Él se movió alrededor de la cama. Aunque los ojos de Janeal se habían adaptado a la oscuridad un rato antes, sólo podía distinguir sombras tenues. Le percibió de pie ante ella.

Sanso encendió una cerilla tan cerca de su cara que Janeal sintió que una chispa le rozaba la nariz. Emitió un grito cuando la llama brilló entre sus ojos y los de Sanso. El reflejo del fuego bailando en sus refulgentes iris le demonizaba.

—Tú me admiras —dijo él. El hedor de la ignición de la cerilla le llenó la nariz. Janeal se apartó, temiendo que el pánico la venciera—. Admiras mi obstinación, mi confianza y mi habilidad para hacerme con lo que quiero en esta vida con precisión. —Él agitó la cerilla delante de los ojos de ella. Ella giró bruscamente la cabeza en otra dirección, buscando apartarse de la luz parpadeante—. Te has pasado cada día de los últimos quince años intentado ser como yo. Y eso es todo lo egoísta a lo que puede llegar una mujer.

La llama llegó al final de la pequeña cerilla de madera y Sanso la dejó caer sobre el pecho de Janeal. Ella chilló. La luz se apagó antes de tocar la piel de su cuello, pero ella sintió su calor punzante.

Entonces las lágrimas se escaparon de sus párpados fruncidos: una suerte que finalmente surgieran cuando Sanso no podía verlas. Controló su voz.

—¿Qué quieres?

Sanso puso un puño en la cama a ambos lados de los hombros de Janeal y se inclinó sobre ella.

—Quiero a Robert Lukin.

—No sé dónde está.

—Sabes dónde estaba. Eso me vale.

Los oídos de Janeal se llenaron con sus lágrimas saladas. Su garganta palpitaba y obstaculizaba sus palabras.

—N… no puedo. Era mi amigo.

—El presente mata al pasado, niña. Él es mi enemigo. No descansará hasta que consiga meterme en un agujero hasta que me pudra. Ergo, debo hacer algo similar con él.

—¿Por qué debería hacerlo? ¿Por qué debería ayudarte?

La risa de Sanso sonó con fuerza en su cabeza y amenazó con desencadenar otro episodio de migraña.

—¡Mírala! ¿Quieres saber qué puedes sacar de todo esto? Es cierto lo mucho que te pareces a mí. Ah, me encanta, ¡es tal como lo había imaginado!

—¡Para!

Janeal instintivamente apuntaló sus puños para empujarle. Las palmas de sus manos se encontraron con el pecho de él, una pared de hormigón.

—Lo que hay para ti es la continuación de una pequeña y bonita vida sin interrupciones. Si eres buena chica, otra década y media de mi silencio y tu lastimoso falso sentido de seguridad, que yo puedo convertir en realidad para ti. —El volumen de su voz disminuyó tanto que ella apenas podía oírle—. No hay nada que no pueda hacer por ti.

Él se levantó de la cama y ella respiró hondo: para llenar sus pulmones, para asentar su corazón y para centrar su mente. La cercanía de la llama de aquella cerilla encendida estaba impresa en lo más profundo de su mente. Le había costado varios años de terapia superar su pirofobia, y le llevaría días poner aquella minúscula llama en la perspectiva correcta.

—Si tú fueras la única persona responsable de mi seguridad, sopesaría tu oferta seriamente —dijo ella.

La tardanza de la respuesta de Sanso le indicó a Janeal que le había pillado desprevenido.

—¿Y quién más, si se puede saber, puede tener tanto poder sobre ti como el que tengo yo?

El centro de la cuerda en aquel juego de tira y afloje se había desplazado unos milímetros hacia el lado de ella.

—Dame veinticuatro horas para pensar en tu… propuesta. Y entonces puede que te lo diga.

En la negrura que les envolvía, donde ella no podía ver ni el lenguaje corporal ni la expresión de la cara, su silencio la preocupaba más que sus amenazas verbales. Ella esperaba que le siguiera la corriente. El humo de la cerilla extinta aún estaba presente en su nariz.

Oyó el chirriar metálico del pomo de la puerta girar, el pasador deslizándose de nuevo hasta su lugar inicial. Un rayo de luz amarilla se deslizó en la habitación y atravesó la cama, aunque sin tocarla a ella.

—Veinticuatro horas —dijo él—. Esto es mucho más emocionante de lo que te creía capaz, querida.

Entonces salió de la habitación y dejó que la puerta se cerrara sola.

Janeal rodó sobre sí misma para ver los grandes números rojos del reloj del hotel: las 21:47.

Miró cara a cara a otra noche de insomnio.