28
Brian Hoffer. Arizona Daily Star.
Hasta ahora, que Janeal hubiera visto, había publicado tres entradas sobre Salazar Sanso. A las 15:19 había divulgado una historia afirmando que el señor de la droga había sacado a la luz una teoría estrafalaria, según fuentes cercanas.
Alguien había sobrevivido a la trágica masacre de Mikkado.
Janeal empezó a sudar a pesar de que tenía encendido el aire acondicionado en su oficina. El perro iba a venderla. Después de todos estos años, le habían encerrado en una jaula y le habían engañado con filetes crudos; y la había vendido.
Enfundada en unos tejanos y una chaqueta de seda de color lima, aquel sábado por la tarde Janeal agarró el auricular y se encontraba marcando los números del teléfono de Alan cuando la puerta de su oficina se abrió. Apretó el botón para detener la llamada y sostuvo el aparato. Fulminó con la mirada al intruso. Si Alan hubiera estado allí aquello no habría sucedido. Por lo general, él trabajaba seis días, pero se las había apañado para conseguir tiempo libre.
—Jim Northrup quiere verla —dijo la mujer rubia. Janeal reconoció a la ayudante del director de finanzas.
—Hoy no concedo citas. Y mucho menos a Jim.
—Está aquí.
—¿Por qué debería eso hacerme cambiar de idea?
—Está amenazando con demandarnos.
Eso hizo reír a Janeal.
—¿Sobre qué? Bob puede encargarse de ese cascarrabias. No me necesitan para eso.
—Bob me envió.
—Dígale a Bob que no estoy disponible. Puede mandarle un memorando a Alan. Tengo dos sillas que llenar ahora que Milan ha dimitido.
—¿Qué?
—Milan no va a volver, querida. Ahora yo soy la jefa a la que van a odiar el doble. Si Jim o Bob vienen, les pondré a trabajar empaquetando las cosas de este despacho para poder mudarme un piso más arriba.
La rubia apretó los labios y cerró la puerta.
Janeal liberó el botón y marcó de nuevo. Miró su escritorio y vio una lista bajo un pisapapeles en la bandeja de entrada. Era una página impresa de una agenda diaria; en realidad, pertenecía al horario que Alan le preparaba cada semana. La palabra Sábado llenaba el margen superior.
El teléfono de Alan dio señal.
15:45. Steve Newman, titular: revocación de la ley de armas.
—Señora Johnson, ¿qué puedo hacer por usted? —dijo Alan después del tercer timbrazo.
—No importa. —Y colgó el teléfono.
Su jefe de redacción podría manejar aquella historia.
Ahora tenía otra que investigar, y necesitaba hacerlo en persona.
Janeal revisó los intervalos de treinta minutos que se atropellaban en el recordatorio de su apretada agenda de la tarde y fue delegando aquella lista mentalmente. Los titulares podía endosárselos al jefe de redacción. Habría que cambiar la hora para la grabación de la última controversia sobre inmigración de la CBS. No hacía falta reunirse con el director de producción; le diría a Alan que hiciese el cambio a favor del proveedor de Ontario sin demora. Era algo que Janeal había decidido hacía ya tiempo. Se suponía que debía aparecer en la recepción de la American Freestyle Feminists prevista a las 17:30. Annie Mansfield tenía contactos en Washington que Janeal no podía permitirse no mantener. Alan y su novia podían recoger sus entradas para el concierto: de todos modos nunca se había propuesto asistir.
En este breve lapso de tiempo, Janeal odió su agitada y solitaria vida.
El sentimiento pasó.
Marcó de nuevo el número de Alan y le dijo que necesitaba que se pusiese en contacto con todo el mundo. Él le agradeció lo de las entradas. Tiró el calendario a la papelera y se levantó para cerrar su puerta con llave, se dejó caer en la silla y se giró para no ver a nadie que pasara por allí.
Alguien llamó a la puerta.
Ella no miró.
Desde su iPhone encontró rápidamente la dirección de correo electrónico de Hoffer, publicada al final de un artículo antiguo del Daily Star donde se pedía la opinión de los lectores, y envió una nota.
Por favor, contacte conmigo tan pronto como sea posible. Asunto: superviviente de Mikkado. Posible historia de interés humano y política de control de emergencias, a entregar bajo acuerdo. Jane Johnson, All Angles.
Dejó su número de teléfono privado.
Con la sangre latiéndole con fuerza en su dolorida cabeza, Janeal se puso en pie y colocó sus más queridas pertenencias en la única caja que había traído con ella, manteniendo su espalda contra la ventana de cristal. Milan no habría colgado aún su pretencioso traje de ejecutivo, pero a ella no le importaba. Alan empaquetaría y arreglaría el resto el lunes. Intentó concentrarse en una corta lista de candidatos a quienes podría llamar para que la remplazaran como directora ejecutiva. Nadie de dentro, claro.
Los nombres se le escapaban. No podía pensar en ninguno que no fuera Salazar Sanso, esa serpiente, que se atrevía a incumplir el acuerdo verbal al que llegaron quince años atrás para negociar con los federales y salvar el pellejo.
¿Cuánto valdría ella en el acuerdo al que ese monstruo llegaría con la fiscalía? Seguramente no mucho. Ni siquiera había hecho circular el dinero falso.
Aunque ellos no sabían nada de eso. Sanso tenía los billetes y podía ponerlos en circulación. Lo más probable es que ya lo hubiese hecho. Podría culparla del robo del dinero confiscado de la DEA. Después de todo, ella lo había robado y se lo había entregado a él.
Tal vez, si descubrían que estaba viva, la DEA también la responsabilizara de las muertes.
¿Qué diría Sanso de su papel en la masacre?
Quiten la pena de muerte de la mesa y déjenme entregarles a la mujer que urdió aquella horrible noche, la hija de su amado jefe, cuyo cuerpo nunca encontraron…
¿Cuánto les llevaría seguir su pista desde Nuevo México a Nueva York en aquel mismo momento?
¿Y si su padre…?
Se detuvo en ese pensamiento descarriado. Los condicionales harían de nuevo trizas su corazón si no los mantenía acorralados. Su teléfono móvil estaba sonando. Se dio cuenta de que en la caja sólo había puesto tres cosas.
—¿Sí?
—Con Jane Johnson, por favor.
—¿Quién llama?
—Brian Hoffer. Me dejó un mensaje.
—Ah sí, señor Hoffer. Gracias por devolver la llamada.
—Está interesada en la historia de Sanso y Mikkado.
Escuchar los dos nombres aparejados de ese modo tan despreocupado provocó que a Janeal se le encogiera el estómago. Mantuvo su voz bajo control.
—No es un interés que vaya a comprometer su investigación, se lo aseguro.
—Eso me tranquiliza.
—Estamos trabajando en una historia sobre política pública en relación a las víctimas de crímenes violentos y su obligación de participar (o su derecho a negarse a ello, como dirían algunos) en el juicio contra los acusados. Consecuencias mortales para los testigos, derecho a la privacidad, protección de identidad, esa clase de cosas.
—Ajá.
—Así que, claro, un superviviente de un incidente de esa magnitud que haya permanecido en silencio durante tantos años puede que tenga algo que decir al respecto.
—Ha dado en el clavo.
Janeal sonrió ante la expresión. Sus reflejos verbales revelaban su juventud. Era bueno saberlo.
—¿Cómo puedo serle de ayuda, señora Johnson?
—Me gustaría que considerase escribir una pequeña parte de la historia para nosotros. Algo de interés humano sobre este presunto superviviente.
—La existencia de dicha mujer por ahora sólo es una especulación.
Mujer.
—No me importa demasiado. La historia está al rojo vivo en estos momentos, así que procedamos como si fuera verdad. ¿Le dio Sanso un nombre por donde empezar?
—Señora Johnson, primero necesito darle a mi editor la prioridad…
—No me venga con formalismos, Brian. Yo asigno la historia. Puede escribirla o no, pero no puede hacerlo para su periódico o su blog o su página de MySpace. Si lo hace, tendré su carrera en la bandeja en la que serviré la cena este fin de semana. Si la escribe para mí, no obstante, es posible que la historia dé lo suficiente como para escribir un libro en el futuro. Usted es la persona más indicada para escribirla, contando que pueda encontrar a esa mujer antes que yo, no sé si me entiende. Tengo a varios editores interesados en la gran masacre ahora que Sanso ha sido apresado y que esta nueva información ha salido a la luz. Seis cifras. Si está preocupado por su editor, yo puedo darle trabajo. Hay un montón de preguntas sin contestar flotando allá abajo alrededor de Nuevo México, y no tienen nada que ver con el Área 51.
Escuchó cómo Brian tomaba aire y, según creyó ella, aceptaba su oferta.
—Estamos siguiendo una pista en Santa Fe —reconoció.
—¿Estamos?
—Robert Lukin y yo.
Janeal se enfureció ante la posibilidad de que Brian ya estuviera un paso por delante de ella. Había encontrado a Robert con rapidez. Con Sanso entre rejas, perseguir a un superviviente (perseguirla a ella) sería el siguiente paso lógico que daría su antiguo novio. ¿Cómo había cometido un fallo tan grande y no se había anticipado a un reportero que estaba tan claramente cerca de la noticia?
¿Por qué Robert había malgastado su vida persiguiendo a Sanso? Sabía la respuesta, pero si él hubiera elegido un camino diferente tal vez ahora las cosas serían diferentes.
—Robert Lukin —repitió Janeal—. El oficial de la DEA que hizo el arresto.
—El mismo.
—¿Está con él ahora?
Si estaban juntos, ella colgaría de inmediato.
—Sólo las mujeres van al servicio acompañadas, señora Johnson.
Debía acortar la conversación, entonces.
—¿Cuál es su interés en un posible superviviente ahora que Sanso ya está entre rejas?
—No estoy seguro, pero si va a enviar a algún perro guardián a controlar su propiedad intelectual, mejor dele a seguir su rastro, no el mío.
—¿Tal vez tiene otras conexiones con la masacre?
—No lo sé. Aún no ha publicado ni una sola palabra sobre sus experiencias como agente de la DEA, lo he comprobado.
—Supongo que no lo sabrá hasta que descubra más cosas sobre él, ¿me equivoco?
—¿Qué punto de vista tiene en mente?
—Lo estoy pensando mientras hablamos. La historia del señor Lukin es valiosa en este contexto. Se ha dedicado en cuerpo y alma a una búsqueda excepcionalmente personal de la verdad. Quisiera saber cuáles son sus motivaciones. Respecto a esta otra víctima, bueno, tengo curiosidad sobre su decisión de permanecer en el anonimato. Quizás la elección esté condicionada por cuestiones de género. Esa podría ser una posibilidad interesante…
—¿Así que quiere una perspectiva de comparación y contraste dentro del mismo artículo?
—Eso depende del tema, que en última instancia es el que determina la forma de la historia, ¿no cree?
—Entonces tal vez tengamos dos historias.
—No lo sabré hasta que descubra más cosas de esa mujer. ¿No cree que es un poco extraño que Sanso haya insinuado la existencia de otra persona que podría poner el último clavo en su ataúd? Me gustaría saber por qué lo ha hecho.
—Bueno, por ahora nadie parece saber mucho del asunto.
Janeal se permitió un suspiro de alivio. Quizá Sanso no le había dicho su nombre a nadie. Todavía.
—¿Cuál es su pista? —Janeal se preparó para escuchar la noticia de una pista que les llevaba hacia el este de Albuquerque.
—Una víctima de quemaduras del St. Joseph que actualmente vive en las afueras de Santa Fe. Su nombre es Katie Morgon. Intentaremos verla esta noche.
Las manos de Janeal se humedecieron y el teléfono resbaló. Su mente se le vació de palabras. Pensó que había oído a alguien golpeando de nuevo con fuerza su puerta, allá lejos… o quizá sólo había sido el sonido de su corazón impulsando la sangre hacia sus oídos. Katie. Katie no.