39
Janeal emprendió su tarde del lunes con normalidad. Excepto que trabajar en el escritorio que Milan solía ocupar aún no se había convertido en algo habitual.
Y el hecho de que sus migrañas estallaran antes y duraran más que hacía seis meses tampoco tenía nada de normal. Todavía.
Sintió los comienzos de un resfriado, un dolor en lo alto de la garganta como un puño pegado, el resultado de una ristra de noches sin dormir y dos aviones rebosando de gérmenes en veinticuatro horas.
Alan le había conseguido el Fioricet antes de la hora de comer. Se lo entregó junto a un severo mensaje de voz de su médico informando de que recibiría sólo la mitad de la dosis habitual de pastillas y que no le renovaría la receta si antes no pedía una cita con él. Le repitió la posología y la exhortó a no tomar más de la cuenta.
Janeal ya se había aumentado la dosis al doble, y aquel día la hubiera duplicado de nuevo si no hubiera sido por la necesidad de tener que permanecer con la cabeza serena. Tomó la cantidad suficiente para mantener a la bestia a raya.
Pasó las horas de la tarde entre sonrisas y aceptando agradecida aquellas necesarias felicitaciones. Aguantó estoicamente las reuniones programadas, que ya le resultaban familiares, aunque ahora ella llevaba un sombrero distinto. Se reunió con la junta y revisó una lista de posibles candidatos para ser tenidos en cuenta como sus sustitutos, y más tarde se encontró a solas con Thomas Sanders, quien le aconsejó que evitara estar sola siempre que fuera posible hasta que el escándalo que envolvía a Milan Finch amainara.
En todos estos eventos Janeal hacía poca cosa por disimular que no se encontraba bien, aunque se aprovechaba todo lo que podía de la compasión de la gente poniendo buena cara.
A las cinco en punto Janeal sacó tres de las diez pastillas de su envase (el que le había prescrito el doctor), las escondió en su bolso y colocó el envase de plástico transparente encima del escritorio a plena vista.
A las cinco y quince llamó a Alan a su despacho para el parte diario. Había bajado todas las persianas y apagado todas las luces excepto la de su mesa, que mantenía encendida por el bien de Alan.
—Hasta que encontremos a un nuevo director ejecutivo tendré un pie en ambos mundos —le dijo a Alan. Se le había enronquecido la voz en las últimas horas de la jornada laboral. Él asintió—. Así que contaré contigo más de lo normal —la sonrisa de Alan brotó de soslayo, cuestionándose la posibilidad de que ella pudiera contar con él más de lo que era habitual— para que seas mis ojos y mis oídos en el departamento editorial.
—Su clon.
—Sé tú mismo. Ciertamente el mundo no necesita a dos personas como yo.
Tal vez eso había sido lo más sincero que jamás había dicho.
—Esta mañana yo era un asistente inútil.
—Era la migraña la que hablaba.
—Supongo que el trabajo extra no irá acompañado de un aumento de sueldo… —Sus bromas indicaban que aceptaba sus desganadas disculpas—. ¿Una prima por Navidad?
Ella ladeó la cabeza.
—Los viernes por la tarde libres a partir de las cuatro durante un mes cuando hayamos contratado a alguien.
—Hecho.
Él sacó un cigarrillo de su bolsillo delantero y se lo llevó a la boca, y entonces tomó un encendedor de sus pantalones.
¿Qué demonios pensaba que estaba haciendo?
—¿Desde cuando fumas?
—Desde los diecisiete años.
—Nunca has fumado aquí.
—Con todas las horas de trabajo que tengo por delante… —mostró una sonrisa infantil—. Parece un buen momento.
Hizo girar el piñón del encendedor con el pulgar.
—¿Ves algún cenicero por aquí?
Ella se dio cuenta de que su voz sonó aguda.
Las cejas de él se arquearon por encima de la llama bailarina. Ella se puso de pie y extendió la mano.
—Dame eso.
—¿El qué?
—Dame el encendedor.
Como un colegial que no entendiera por qué había sido tan mala idea esconder un ratón muerto en su fiambrera, le dio el objeto. Era un Bic barato de plástico.
Ella lo arrojó a la papelera. Él la miró fijamente.
—Bien, primero: calendario editorial.
Los ojos de él se centraron de nuevo, y ella le dio puntos extra por no decir lo que seguramente le pasaba por la mente.
—¿Quiere que vaya a buscar a Max? —preguntó en su lugar.
—No. Desde ahora y hasta nueva orden tú estás por encima de Max. ¿Crees que podrás manejarle?
—¿Qué es un humilde director editorial comparado con usted?
—Exacto. —Ella cerró los ojos y recostó la cabeza, inclinando su silla hacia atrás hasta que los talones dejaron de tocar la alfombra. Giró la pantalla del ordenador hacia él para que pudiera ver el teletipo que cruzaba la parte inferior—. Examinemos los titulares.
Ella le miró disimuladamente por debajo de las pestañas. Él posaba sus ojos sobre el frasco de medicinas. Si hubiera tenido su edad ella habría encontrado su preocupación… seductora.
—Lee.
—Antes de eso… —empezó él.
Ella abrió los ojos.
—Milan Finch —terminó—. ¿Cómo quiere que le trate?
—No hay nada que tratar.
—¿No debo esperar que aparezca de imprevisto…
—Seguridad debería tener eso cubierto.
—… o haga llamadas de teléfono amenazadoras? ¿O deje ratas muertas en el umbral de la puerta?
Janeal levantó una ceja.
Alan bajó la vista al bolígrafo que sostenía en la mano.
—¿O que publique imágenes encarnizadas de usted online? ¿O que las cuelgue en su armario?
Janeal niveló la silla y juntó las manos, inclinándose hacia delante para exigir que Alan la mirara a la cara. Cuando lo hizo, ella dijo:
—No deberías esperarlo. Pero en el caso de que él exceda tus expectativas, deja que yo me encargue.
—Thomas dijo que…
—Thomas ya ha hablado conmigo. Aprecio vuestra preocupación, pero es injustificada. Yo no tuve nada que ver con la cama ardiente que él mismo se preparó para acostarse. Lo sabe. Ahora mismo está loco de furia y necesita una válvula de escape. Esa necesidad se extinguirá pronto.
Si Milan Finch hubiera sido Salazar Sanso, Janeal no hubiera estado tan segura de eso. Pero aquellos dos hombres eran tan parecidos como un pez de colores y un gran tiburón blanco, y ella sabía bien cuál de ellos merecía su cautela.
—Realmente no ha publicado nada online, ¿verdad?
La posibilidad de que Sanso, o Robert, o Katie pudieran reconocerla sobrepasaba cualquier temor a la humillación pública.
Alan negó con la cabeza.
—Bien, entonces —dijo ella—. Ahora, titulares.
—El presidente ha declarado un embargo sobre las importaciones chinas.
—Ya era hora.
—El senado no opina lo mismo.
—Que Douglas se ocupe de ello. Dile que quiero las líneas generales de la historia en mi mesa mañana a las tres. —Ella no estaría allí al día siguiente a les tres, pero aquel era el objetivo de su ejercicio: hacerse la sorprendida y oponerse al giro de los acontecimientos que estaba a punto de suceder—. Siguiente.
—Un ecologista ha sido acusado de disparar y matar al miembro de un grupo de presión que apoyó el último proyecto de ley para perforar en busca de petróleo en la reserva natural ártica de Alaska.
—No se me ocurren nuevas formas de darle la vuelta a ese viejo tema.
—¿Perforar en Alaska o el control de las armas?
—Cualquiera de los dos. Sáltatelo.
—Los educadores en Massachusetts exigen el derecho de añadir la transexualidad a sus clases de educación sexual.
Janeal se rió por lo bajo y apoyó la frente en las palmas de sus manos.
—Dáselo a Sam.
—No, si quieres objetividad…
—Dáselo a Sam.
Se levantó despacio e hizo una buena demostración de balanceos sobre sus pies.
—¿Está bien?
—Sí. —Se agarró a la mesa con una mano y se hundió de nuevo en la silla. Cuando Alan dejó de repasar la lista, ella se figuró que le había causado una impresión. Le miró con el ceño fruncido y le hizo una señal para que continuase.
—Sigamos con esto para que pueda salir de aquí a una hora decente.
Alan volvió a mirar la pantalla.
—Traficante de drogas buscado internacionalmente escapó de la custodia médica esta madrugada, provocando un muerto. Salazar Sanso.
El plan original de Janeal era simular un desmayo, pero el impacto de aquella noticia hizo que el fingimiento fuese innecesario. Si hubiera estado de pie, la caída en picada de su presión arterial la hubiera llevado al suelo por sí sola. Se desplomó encima de su escritorio, con la cabeza a punto de estallarle. No estaba actuando.
Alan saltó, desparramando los papeles por el suelo. Ella le escuchó agarrar el teléfono y marcar algunos números, explicarle a alguien dónde estaba y lo que había sucedido. En aquel momento ella podía haberle corregido; en vez de eso, respiró profundamente y notó que Alan se acercaba, oyó chirriar la base del teléfono sobre el escritorio mientras él tiraba del cable.
Sonaba verdaderamente preocupado, especialmente cuando le dijo al telefonista que era posible que accidentalmente hubiera tomado una sobredosis de su medicamento para la migraña; ella hubiera apostado algo a que él no lo decía sonriendo. Sintió una punzada de remordimiento. Alan no se merecía la mentira.
Pero todas aquellas observaciones fueron eclipsadas por una escalofriante pregunta que convirtió su fingida fragilidad en un miedo real y que la dejó sin aliento.
¿Adónde había escapado Sanso si no a un lugar donde pudiera causarle nuevos estragos a su vida?