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El problema con las mujeres, pensó Sanso mientras le daba la vuelta al cuerpo de Jason Mikkado, era que dedicaban mucho tiempo a pensar en estúpidas fantasías. En concreto, pensaban que eran más inteligentes que hombres como él, lo cual era ridículo, porque ninguna mujer que él hubiera conocido jamás había entendido las cuestiones prácticas en juego en una situación como aquella.
Esperaba que aquella chica gitana hubiera resultado ser una excepción a la regla. Una excepción que hubiera podido ganarle a su querida Callista, que era más lista que el hambre, quizá incluso un genio.
En vez de eso, ahora Janeal estaba lloriqueando y berreando en el suelo, todo por culpa de su propia estupidez. Después de ese episodio tendría que repensarse su teoría de que la gente joven era más maleable que los mayores.
Un crujido en el techo hizo que sus ojos se desviaran hacia arriba. Los paneles brillaban rojos en lo alto, y dedos de fuego hurgaban a través del tejado como si intentaran levantarlo. Sí, se dio cuenta de que Janeal también lo había visto. Eso podría crear una interesante complicación. Jamás habría adivinado que aquel fuego pudiera empezar en el techo e ir bajando. Alguna chispa de las habitaciones privadas habría saltado hacia las viejas tablas del granero.
El suelo estaba caliente. Quizá el fuego también estuviese bajo ellos, o en las paredes, subiendo.
Tal como él hacía. Subiéndose por las paredes buscando su dinero. Necesitando aquellos billetes. Sanso necesitaba un millón de dólares tanto necesitaba un barco en aquel desierto. Y aquello era lo que Janeal Mikkado y el resto de la lamentable banda eran demasiado estúpidos para comprender. Su necesidad no era financiera, sino práctica.
Práctica. Práctica.
Un trozo de tejado se desplomó sobre la mesa de billar, mandando a Janeal lejos de un plumazo. El fieltro ardió primero, vomitando humo hacia el cielo nocturno. Otras piezas del tejado empezaron a caer entre ellos como meteoritos.
El dinero no era suyo únicamente en el sentido de que le pertenecía. Era, tan literal como se pudiera entender, su dinero, su creación. Él había impreso aquellos billetes, y solamente la suerte y la estupidez del gobierno estadounidense habían hecho que aún no se hubiera descubierto el fraude.
En vez de eso, la DEA estaba tan obtusamente centrada en su propia misión que había decidido (así le dijo una de sus fuentes) registrar los números de serie y volver a poner el dinero en circulación. De nuevo en circulación con Jason Mikkado, el jefe de la estación de paso, para intentar rastrear después el dinero hacia otros proveedores de la red.
Como a Sanso, a la DEA no le importaba la cantidad real de dinero. Para ellos, al igual que para él, un millón de dólares era insignificante. Una mota de polvo en los setenta mil millones de dólares anuales del imperio de la droga, un átomo microscópico en el mercado internacional. Pero, ¿un millón de dólares que podría ser puesto de nuevo en circulación y que podría llevar hasta su cártel? No, ése valía mucho más.
Si descubrían que eran billetes falsificados, generados por una de las lucrativas imprentas de Sanso, ese descubrimiento sería el que daría forma al escenario de su última aparición. Al final, quemarse era lo mejor que le podía pasar al dinero aquella noche. La paz mental de Sanso, de todas maneras, requería alguna certeza más de que eso en realidad había ocurrido.
Todo eso era demasiado para que lo comprendiese el cerebro de guisante, diminuto, femenino, e infantil de Janeal.
—¡Hagamos recuento! —gritó él sobre su lamento y el crepitar de las llamas que habían empezado a expandirse por la habitación. Se aproximó a la amiga de Janeal. Karen, ¿era así? ¿Kathy?—. Salazar Sanso, uno; Janeal Mikkado, ¡cero! Esto es un juego para discapacitados, Janeal. Una victoria fácil para ti. Sólo necesitas una respuesta correcta para salir de aquí con vida.
La chica de pelo oscuro (ah, sí, se llamaba Katie) le clavó la mirada con la pasión de un zombi, ya muerta después de que hubieran disparado a su padre. Qué irónico que Janeal fuese la responsable de todas aquellas muertes esa noche, las muertes de hombres mucho más brillantes que ella.
Quizá tendría que haber disparado a la amiga primero.
No importaba ya.
Se dio cuenta de que los gritos de Janeal se habían silenciado, y se giró para mirar en su dirección. Un pequeño muro de fuego se levantaba entre ellos. Sanso levantó el arma contra la cabeza de Katie y miró a Janeal a los ojos.
Lo que vio allí le pilló desprevenido. Un flash de alerta, una luz brillante tras la sombría mirada. Ingenuidad tal vez. Habría esperado desespero, no aquella valentía tras la muerte. Encontró la sorpresa emocionante.
—No te importa el dinero —dijo Janeal.
Sanso tamborileó con los dedos sobre la pistola.
—Me importa mucho más de lo que tú crees.
Ella crispó el borde de su boca.
—Me refiero a que no te importa la cantidad. Dijiste que el dinero tenía un valor simbólico. Es falso, ¿verdad? Hiciste billetes falsos de los que no quieres que sepa el gobierno.
Sanso se vio dominado por el deseo de besar aquella boca descarada y crispada.
—Ven conmigo y lo verás.
—Está en el cañón —dijo ella—. A medio kilómetro hacia el norte, andando quince minutos desde el punto donde el camino se estrecha. Bajo el borde de una roca suelta. Pero yo no voy contigo.
Si le hubiera mirado mientras le respondía, él podría haber dicho que estaba mintiendo y hubiera matado en el acto a aquella belleza de pelo carbón. Pero Janeal miraba fijamente a su amiga, rogando con sus palabras y su corazón que él le perdonara la vida. Aquello era verdad, además de una capa de algo que no podía distinguir.
—Vendrás —dijo él—. Siempre lo hacen.
Empezaron a descender llamas desde el tejado, encontrándose con las que ardían a ras del suelo. El humo se hinchó hacia arriba y hacia fuera de la habitación abierta.
—Vete ya —dijo Janeal—. Ya tienes lo que necesitas.
Dudó una vez más, obsesionado por saber si estaba jugando con él.
—¡Vete! —gritó ella.
Sanso corrió por las escaleras traseras, preguntándose si la cocinera gitana podía leer las mentes.
Si ella podía hacerlo, habría comprendido que él las había dejado a ella y a su amiga vivas solamente para que muriesen. Janeal Mikkado, al final, se merecía arder en una pira de gloria. Con su padre muerto y el dinero fuera de su alcance, en realidad estaba reducida a cenizas. Era lo último que podía hacer para ofrecerle una muerte noble. Una hermosa muerte.