48
Después de marcharse Katie, Janeal se quedó paralizada en el centro de la habitación. Se estaba volviendo loca. Los dolores de cabeza, o las drogas, o las pesadillas habían finalmente mezclado sus neuronas en una incoherente e ilógica masa de pensamiento y posibilidad. No podía fiarse de sus ojos. De sus oídos tampoco. Nada de lo que Katie dijo tenía posibilidad de ser cierto. La historia era… una locura.
Sí. Katie era la chiflada. Había salido de aquella experiencia transformada en una astuta depredadora, esperando con eterna paciencia la llegada final de su presa para caer finalmente sobre ella y estrangularla con su dulce, delicada, triste y lacrimógena historia. Aquel teatro. Todo el mundo pensó que era una enviada, una mano milagrosa, la santa Princesa Diana Florence Nightingale Ángel de la Guarda, cuando en realidad era una embustera. Una impostora.
Un psicótico pero brillante caso mental que había confeccionado la historia más grande de todas, habiendo escalado en la locura de su propia mente lo suficientemente lejos como para sonar creíble.
No podía ser verdad. No podía. No podía.
La historia era mentira.
No, la historia era tan cierta como si la hubiera contado la propia Janeal… hasta llegar a la parte donde Katie aseguró que fue a rescatar…
¿A Katie?
No puede ser cierto.
¿Qué no podía…?
¡No lo digas, no lo digas, no lo digas!
No puede ser cierto que…
¡No!
No podía ser cierto que ella y Katie fueran la misma persona.
Janeal cayó de sus rodillas y hundió la cabeza en ambas manos, entrelazando los dedos en el pelo y tirando como si el dolor físico pudiera producir más ruido dentro de su cabeza que aquel pensamiento lunático.
Imposible.
No había explicación para aquello. Nada tan absurdo.
Tenía que explicarlo. Necesitaba enfrentarse a todas las posibilidades y dar con una opción razonable, una opción creíble para lo ocurrido en aquella pequeña habitación con una vieja amiga que no sabía a quién estaba hablando. Se dobló hacia delante, con sus manos aún envueltas en el pelo teñido, y dejó caer su frente en la alfombra tratando de respirar. Inhaló el aroma del polvo y los hilos (aquello la obligaba a permanecer en el mundo físico). Respiró profundamente y dejó que la realidad la trajera de vuelta a la cordura.
De algún modo, Katie había sobrevivido al fuego.
Ahí estaba. Janeal exhaló. Un pensamiento razonable que podía sostener. El pensamiento que la había traído a ella y a Robert a aquel lugar.
Un hecho.
Una pieza de realidad objetiva.
Katie había sobrevivido.
Era un pensamiento que podía seguir en línea recta, comparado a la paradoja circular en la que su mente había quedado atrapada.
Era posible que Katie lo hubiera conseguido. Janeal la había visto, después de todo, libre del taburete en los segundos finales antes de que ella misma se marchase. Y aunque Janeal había pasado al menos un año siguiendo las historias antes de llegar a la conclusión de que Katie había muerto en el edificio (o que no había sobrevivido a la explosión consiguiente), en realidad nunca había tenido una evidencia definitiva.
Katie pudo caer a través del suelo, cayendo con el peso de la máquina de refrescos antes de que el fuego la alcanzara, rodando milagrosamente hasta un lugar que aún no hubiera ardido, o que ya hubiera terminado de arder.
Los ojos de Janeal se abrieron medio centímetro más allá de los bucles de la alfombra azul con una idea más alarmante: Sanso había visto a Janeal huir y entró para llevarse a Katie una vez que Janeal se había ido. Él mismo la había rescatado. Hizo de verdugo y de salvador a la vez. Creó un elaborado escenario diseñado para llevar a Janeal hacia el dinero. Hacia él.
Él pudo haberle proporcionado a Katie la historia. Él pudo haberla tatuado y quemado y…
… ¿y por qué?
Sanso ni siquiera sabía que Katie aún seguía viva.
¿Qué significaba eso?
Nada sensato. Y no explicaba cómo Katie había vuelto por el anillo. Su anillo.
Notó que lo había perdido cuando rodeó con sus dedos el volante del Lexus después de que Sanso se marchase. La casa de reunión ardió y arrojó un brillo anaranjado a través de las ventanas tintadas del coche sobre sus mugrientas y carbonizadas manos sin anillo. Janeal se había permitido tres minutos para agarrar una linterna del armario del garaje y desandar sus pasos para buscar su única conexión con su madre antes de determinar que debió resbalar en el incendio.
Justo sobre el dedo de Katie.
Alguien en la habitación adyacente a la suya arrojó un libro sobre la mesa. O sobre el suelo. El sonido era eléctrico, un chasquido que trajo una incómoda imagen a la mente de Janeal: una lámpara roja de Tiffany balanceándose sobre una mesa de billar. Su brazo hormigueó como si hubiera sufrido un shock.
¿Qué ocurrió en aquella habitación el día en que cayó en la red de Sanso? Algo eléctrico. Espiritual. Mágico. Algo que la señora Marković había anticipado y comprendido, y trató de explicar a Janeal, algo sobre dos cámaras en el corazón. Y se refirió a ella como «ustedes dos».
Imposible.
En su pequeña y desierta caja de zapatos Janeal liberó su pelo de sus puños cerrados y se puso a cuatro patas, mirando las fibras azules hasta que se hicieron borrosas.
Se estaba volviendo loca. Estaba loca.
Janeal se puso en pie y se tambaleó hasta el baño para recuperar sus píldoras.
Una dosis triple le ayudaría a disimular hasta la hora de la cena.
***
Janeal Mikkado (la Janeal Mikkado ciega, con cicatrices de la Casa de la Esperanza, que había pasado los últimos quince años aprendiendo a pensar en sí misma como Katie, que se había presentado ante el mundo como Katie) no podía estar más conmocionada por la conversación que acababa de tener con Janice Regan.
«Se lo enseñé a Robert», había dicho Janice. Clara, suave e inequívocamente a los agudos oídos de Katie. Se lo enseñé a Robert. Katie nunca había tenido tanta certeza de lo que había oído. Ni había estado más preocupada por si no lo había entendido bien.
En la superficie la observación no tenía sentido. ¿Qué enseñó a Robert? ¿El tatuaje? ¿Cómo pudo ella haber enseñado a alguien más el tatuaje de Katie (de Janeal)?
¿Conocía Janice a Robert? ¿Acaso era posible que se conocieran y que Robert le hubiera hablado de Janeal y del sol verde en su tobillo izquierdo? Aun dándose el caso, la observación de Janice seguía sin tener sentido para Katie. Se lo enseñé a Robert. Como si ella fuera Janeal Mikkado.
Una idea irracional. Imposible. Seguramente Janice se había referido a otro, no al Robert Lukin que estaba allí, en aquella misma casa en aquel mismo momento.
¡Pero Janice negó haber dicho nada en absoluto!
Se lo enseñé a Robert. Katie se sentó en el borde de la cama en su habitación, reflexionando sobre la emoción que aquella frase había hecho arder en su estómago. ¿Qué fue, exactamente? ¿Curiosidad? ¿Ansiedad? ¿Miedo?
No, miedo no. ¿A qué podía temer después de que su vida hubiera sido literal, física e irrevocablemente purgada por el fuego? No tenía nada que perder, nunca más, y con eso no se refería a cosas materiales, sino también a todos los valores intangibles de su vida; la seguridad que venía de conocer que había hecho lo correcto por una vez, la comprensión de que nada más importaba.
Quince años atrás, quien ahora se hacía llamar Katie permanecía en pie en el cuarto de juegos del centro comunitario de su kumpanía, con las manos extendidas hacia el fuego, e hizo lo que sabía que debía hacer. El aire se dividió en luz y ruido, pero no tenía otra opción. Le dio la espalda al dinero, a Sanso y a la idea de que podría vivir después de abandonar a Katie de aquel modo horrible, imperdonable. Su indecisión, antes tan convincente, se había desvanecido. Tenía que intentar salvar a su amiga.
Aquello era todo en lo que podía pensar. Corrió hacia Katie, que había sido engullida por las llamas, temiendo sólo por un instante el intenso fuego. No tuvo que mentir a Robert cuando le dijo que el curso de los acontecimientos era borroso. Una de las razones por las que la historia era tan difícil de contar era que ella recordaba muy poco de ella. No recordaba ninguna sensación de quemarse; no recordaba si ella y Katie intercambiaron algunas palabras, o si Katie aún estaba consciente; no recordaba imágenes del encuentro.
Lo que sí recordaba era que eligió no tratar de liberar a Katie del taburete. Comprendió intuitivamente que el tiempo perdido separando el cuerpo de la silla era la muerte segura para ambas. Abrazó a Katie y agarró el asiento, y sintió el vinilo fangoso y caliente envolver sus manos mientras lo arrastraba todo hacia el marco de la puerta.
Recordó que primero se dirigió a la entrada, de espaldas, arrastrando a Katie con ella.
Recordó que al salir se vio flotando en el aire, que la escalera se había consumido, y Katie y el taburete cayeron sobre ella.
Cómo sobrevivió a la caída era una pregunta que nunca fue capaz de responder. Ahora parecía irrelevante, comparado a las preguntas que tenía sobre Janice. Cuando Janeal apartó a Katie de encima de ella, el taburete cayó al otro lado. Las cuerdas que habían mantenido a Katie sujeta se desintegraron finalmente, pero no antes de que la bella adolescente muriera.
Lo que sintió Janeal entonces fue la forma más pura de desesperación que jamás había conocido, antes o después de aquel momento. El dolor emocional de su error fue tan hondo que la comprensión de que estaba ardiendo llegó como una reacción retrasada al aroma de pelo quemado. Su pelo quemado.
Que no empezó a correr en ese mismo instante saltaba a la vista, pero no lo pensó hasta más tarde. En aquel momento todo lo que consideró fue cómo alcanzar el río lo antes posible. Lo alcanzó, aunque lo que ocurrió cuando llegó allí no era parte de su memoria.
La corriente debió llevarla río abajo.
Lo siguiente que recordaba fue el despertar a cuatro patas, balanceándose en la fangosa orilla del río rodeada de los gritos de gente sorprendida.
Después le dijeron que había estado balbuceando cuando la encontraron. Katie, Katie, Katie. Pensaron que era su nombre. Ella dejó que lo pensaran, en honor de su amiga. En ese momento mató a Janeal Mikkado y resucitó a Katie Morgon. Hizo un juramento mudo, prometiendo vivir una vida digna de la alegre y decente chica que no había merecido morir.
Ya no importaba que ella hubiera sobrevivido y que la Katie real no, aunque este hecho la había llevado a una crisis personal durante su recuperación. No se preguntó el propósito de las quemaduras (que Dios había usado, con su ceguera, para atraerla a él). Lo que se cuestionaba era por qué no había podido salvar a Katie también.
¿Qué importaba perderlo todo si no podía obtener el premio más importante: la vida de su amiga?
Katie se dio cuenta tras muchos años que sí tenía importancia, porque había tomado la decisión correcta, sin garantías de los resultados, y salió de la prueba espiritual, mental, y emocionalmente entera. Por eso amaba el fuego del modo en que lo hacía. Para ella representaba la belleza de la libertad… no la ausencia de problemas, de dolor o de tristeza, sino la liberación del miedo, de la auténtica pérdida, del remordimiento.
Hasta aquella noche.
Katie sólo le había hablado de la masacre de Mikkado a una persona en quince años, y sólo después de que su amistad floreciese. Pero aquella noche, en cinco minutos, se encontró a sí misma hablándole a una extraña con la misma libertad como si hablara para sí.
Para sí misma.
Un pensamiento perturbador brotó de las entrañas de Katie. Algo sobre Janice la preocupaba desde la reunión en la oficina de Lucille, y trató de averiguar de qué se trataba. Recordó el extraño modo en que Janice había sujetado su mano durante una inconveniente cantidad de tiempo, soltándola después como si la palma de Katie le quemase. A la luz de sus inquisitivas preguntas sobre el anillo de Katie, quizá Janice lo había notado. Estudiado.
Las madres de ambas murieron en extraños accidentes.
Katie agitó su mente para librarla de aquella coincidencia. Algo más le molestaba. Algo en la manera de hablar de Janice.
Estoy diciendo la verdad…
Esto es muy injusto. Estoy harta…
Se lo enseñé a Robert.
La inflexión era ella misma. La de Janeal.
Era una idea ridícula. No podía ser.
Katie se bajó de la cama y se alisó los pantalones, y entonces hizo un esfuerzo consciente en relajar sus hombros. Alzó la barbilla hacia el techo, estirando el cuello. Se crujió los puños y los estiró tres veces, luego los sacudió sin apretarlos.
Katie abrió la puerta y salió, dando pasos enérgicos hacia la cocina. Después de la comida, le llevaría su hiperactiva imaginación a Donna María y pondría aquellos absurdos pensamientos en su sitio.