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Janeal Mikkado irrumpió en la casa de reunión. Por fuera, el edificio se parecía más a lo que una vez había sido: un enorme y viejo granero abandonado décadas atrás por un excéntrico ranchero que murió sin herederos. El bisabuelo de Janeal había adquirido por diez mil dólares en una subasta aquella remota propiedad, demasiado árida para poder ser una hacienda próspera. La kumpanía gitana liderada por Jason Mikkado regresaba allí cada primavera y se quedaba durante el verano haciendo negocios con la gente de Albuquerque, entreteniendo a los turistas estrechos de miras que pensaban que los gitanos no tenían identidad o cultura más allá de la adivinación y los trucos de magia.

Por eso mismo Janeal odiaba a los de fuera, los ingenuos gajé. Y aun así amaba el mundo exterior, la promesa de libertad, alternativas y oportunidades. Cada día, cada hora, jugueteaba en su mente con la idea de abandonar ese lugar.

Si no hubiera sido por su padre, se habría marchado justo entonces; le habría dejado allí, junto con su novio Robert y su mejor amiga Katie, que decían que tenían tanta curiosidad por el mundo como ella, pero en cuanto se les presionaba mostraban sólo fingido interés por él. Se burlaban de su fascinación como si no fuera más que la fantasía infantil de una niña, aunque nunca fueron crueles a propósito.

Su padre no tenía idea de las esperanzas que albergaba, ni tampoco de la amargura con la que ella a veces se envolvía; con aquello acallaba la soledad de su ser más aventurero. Confiarle aquellos pensamientos a él hubiera sido lo mismo que darle la espalda después de todo lo que había sufrido. De toda la gente que ella conocía, él era el único al que de verdad amaba. En el sentido más profundo y sincero de la palabra amor, ella entendía que eso era algo que no podía definir ni identificar más allá de su relación con él.

Ni siquiera el amor que tenía por Robert Lukin se le acercaba.

No, aún no había encontrado el valor necesario para marcharse. No hubiera podido irse y volver en vacaciones, como había escuchado que los gajé de su edad hacían. Abandonar la kumpanía hubiera sido lo mismo que repudiarla (y con ella a todos sus integrantes). Así ellos, también, hubieran sido libres para repudiarla a ella. Finalmente. Janeal no tenía ninguna duda de lo que la gente de aquella comunidad pensaba de ella.

No es que lo necesitase, pero eso le proporcionaba una razón más para odiarles. No la hubieran dejado pertenecer al grupo aunque hubiese querido.

Algún día se marcharía. Algún día, cuando supiera que podía soportar no volver a ser bienvenida allí nunca más, cuando fuera consciente de que su padre también era capaz de soportarlo.

Dentro del edificio, Janeal dudó cuando vio a la señora Marković, que había aparecido ayer cuando la kumpanía se preparaba para el festival anual y había pedido su hospitalidad para el fin de semana. Tenía noventa y ocho años, decía, aunque uno de los ancianos comentó que la había visto entrando en el campamento directamente desde el desierto y no creía que tuviese más de setenta. Animados por Jason, se había quedado con una familia joven en el límite del campamento, pero pasaba las horas más cálidas del día al fresco de aquel edificio. Desde la mecedora de roble macizo junto a la ventana delantera tenía una vista perfecta del pasillo entre las tiendas y observaba las entradas y salidas de todo el mundo.

Las manos de la mujer, del color del papel de embalar, descansaban cruzadas sobre su falda dorada y fucsia. Tenía la larga cabellera gris echada sobre los hombros y no había dejado de sonreír desde que llegó, enseñando una dentadura extraordinariamente sana.

Pero cuando Janeal llamó su atención aquella tarde, la señora Marković sólo le ofreció un brusco asentimiento de cabeza. Un gesto breve y ligero que parecía que tiraba de la manta de los pensamientos de Janeal, poniéndolos al descubierto. Sobresaltada, Janeal cerró de lleno aquella parte de su mente.

Giró a la derecha y subió de dos en dos las escaleras que llevaban a la sala de juegos. Si tenía suerte, Robert ya habría terminado su trabajo y ella podría descargar su frustración sobre él mientras obtenía toda su atención.

A diferencia del exterior de la estructura, de la que su padre había dicho que era mejor dejar en su estado ruinoso para evitar atraer a los alborotadores mientras la kumpanía pasaba el invierno en California, el interior se había renovado y reconstruido para convertirse en un espacio comunitario práctico y agradable, que incluía un área social, una sala de conferencias, una cocina y los despachos de su padre. En el ala norte de la construcción Jason Mikkado le había añadido unas habitaciones privadas.

En la parte de arriba, había transformado un viejo desván en una sala de juegos que ahora ocupaba todo el espacio entre el frente y la trasera del granero. El tejado se inclinaba hacia ambos lados.

Janeal dejó de subir escaleras cuando sus ojos cruzaron el plano del suelo. Echó una rápida mirada.

Contra la pared de la izquierda, en el suelo que servía de techo a la cocina y al comedor, había tres viejos juegos de arcade amañados para poder jugar sin tener que introducir monedas o fichas.

Extendidos en el centro de la sala había un billar, un futbolín y una mesa de ping-pong. El resto estaba ocupado por sillas de café que rodeaban unos tableros de ajedrez y de damas.

La lámpara de Tiffany que se suspendía encima de la mesa de billar llenaba la habitación de una deprimente atmósfera roja.

Robert no estaba. Janeal suspiró y giró la planta del pie para bajar las escaleras. Puso la mano sobre el pasamanos de hierro forjado y sintió una descarga eléctrica que le golpeó con violencia el brazo.

Se estremeció, se dejó llevar y escuchó al mismo tiempo el aire chasqueando tras su oreja derecha. También cerró los ojos, aunque no se dio cuenta de eso hasta que los abrió.

Su sombra se alargaba frente a ella y se derramaba sobre las escaleras alfombradas de verde, balanceándose como un fantasma aferrado a sus tobillos sacudido por un extraño resplandor rojizo. Janeal se dio la vuelta.

La lámpara de Tiffany oscilaba con suavidad.

Miró fijamente los objetos durante unos cuantos segundos, intentando adivinar qué podía haberla puesto en movimiento. Ni idea. Su arco se acortaba con cada vuelta hasta que al final volvió a quedarse casi quieta.

Sin tocar la barandilla Janeal bajó las escaleras frotándose la palma de la mano. Todavía sentía el cosquilleo.

Pasó de largo frente a la señora Marković sin mirar a la vieja mujer, aunque Janeal sintió sus extraños ojos sobre ella. Trotó por la sala de reunión, dando grandes zancadas hacia la puerta trasera y atravesando el vestíbulo hasta la oficina de su padre. Irrumpió allí dentro.

Su novio saltó en su asiento cuando ella entró y volteó su vaso de plástico con café sobre su mano derecha.

—Santo cielo, Janeal. Me gustaría que dejaras de hacer eso.

—Lo hago tan a menudo que deberías estar acostumbrado —sonrió ella para quitarle hierro a sus palabras y agarró unos pañuelos de una caja. Mientras secaba el escritorio pensó que quizá no tenía que haber dicho aquello—. No quería entrar sin avisar.

—Por supuesto que no querías hacerlo —Robert suspiró profundamente y enderezó el vaso—. Tú irrumpes en todas partes sin pretenderlo porque eso es lo que haces. Eres un tornado.

Se preguntó porqué se molestaba en refrenar lo que decía mientras que Robert no vigilaba nada sus propias palabras. Ella frunció el ceño y dio un paso hacia la puerta. Él la alcanzó y la agarró del brazo.

—Lo siento. No es la mejor metáfora para lo que le ha pasado a tu familia —dijo él sin disculparse del todo—. Lo entiendo. Pero es lo mejor que puedo pensar sobre ti. —Ella se cruzó de brazos—. Tómatelo como un cumplido.

Intentó verle el lado cariñoso a su tono de voz.

—Qué bueno que no quedaba mucho —dijo ella señalando al vaso vacío.

—Qué bueno. Dame eso. —Él alzó la mano para tomar los pañuelos húmedos y desmenuzados y ella le agarró la mano y tiró de él para darle un beso. Él ni protestó ni se rezagó.

Robert se liberó de sus labios y se inclinó sobre ella para echar los pañuelos a la papelera. Janeal se deshizo de sus dedos y se centró en sus pies.

—Así que, ¿qué te encendió hoy?

Ella recopiló sus pensamientos.

—Katie.

Robert se rió de ella. Por supuesto que se reía. A los ojos de Robert, Katie no podía equivocarse.

—¿Qué habrá podido hacer Katie para molestar a cualquiera?

—Nada. Precisamente por eso. Katie nunca hiere la sensibilidad de nadie.

—Pareces un poco alocada.

—No estoy alocada, Robert.

Él le tomó las manos, prendiendo de nuevo su atracción por él.

—Así que dime qué es lo que Katie no ha hecho para que tú estés tan disgustada.

Janeal suspiró y pensó que una de las razones por las cuales no se podía resistir a Robert era porque él tenía aquel extraño poder para desactivarla cuando ella quería salir ardiendo. Eso, y probablemente porque la amaba incluso aunque todos en la kumpanía le habían dicho que no debía hacerlo.

No se había parado a pensar en la posibilidad de que su amor por ella no fuera otra cosa que su propia rebelión contra la kumpanía. Eso hubiera podido explicar su comportamiento titubeante de los últimos tiempos.

Dejó aquella inquietante idea a un lado sin rechazarla del todo y se inclinó sobre la mesa de su padre. Robert le rodeó los pies con los suyos y esperó a que ella se explicase.

Era igual de alto que ella, pero el doble de ancho. Su piel morena hacía que la de ella luciera tan blanca como el alabastro, aunque también había un montón de color en la suya. El áspero cabello negro de Robert caía descuidadamente por su frente y le cubría las cejas. Tenía los labios carnosos y la cara cuadrada: un auténtico y guapo romaní.

—Tenías que haber visto la cola que había junto a su caseta en la feria.

—¿Sí? ¿Lo hizo bien, entonces? Esta mañana estaba nerviosa.

—Nerviosa. Si la hubieras visto habrías pensado que nació leyendo la buenaventura.

—Así que es algo innato. —Su sonrisa parecía innecesariamente risueña.

—¡Es un fraude, Robert! Todo lo que hacemos en esos eventos es un fraude.

Robert soltó sus manos y dio un paso atrás.

—Ya hemos hablado de esto. No es un fraude. Es entretenimiento. Los gajé siempre están dispuestos a pagar con su dinero un poco de divertimento cultural. Así es como nos ganamos la vida.

—Nuestra cultura no va de leer la buenaventura. Es música, arte e historia. ¡Los gajé también pagarán por eso!

—No tanto —Robert empezó a amontonar los papeles que había desparramado cuando ella entró. Tenía diecinueve años y le habían puesto a cargo de la administración de las cuentas de la kumpanía: una enorme declaración de la fe de su padre en la madurez y la habilidad de Robert—. ¿Y desde cuándo sientes tanto aprecio por nuestra «cultura»?

Janeal frunció el ceño.

—Katie siempre dijo que nunca se rebajaría a hacer algo así.

—No se está rebajando haciendo esto. Katie es guapa y tiene la voz de una sirena. Es toda una modelo. —Janeal odiaba que Robert hablara así de Katie, aunque ella misma admiraba su belleza. Pero él no tenía por qué señalarlo todo—. Nadie en esta kumpanía ha tenido jamás algo malo que decir de ella. Salvo…

Salvo ella. Por lo menos él tuvo la entereza de callarse. Golpeó el filo de los papeles para enderezarlos.

—Está haciendo su parte para conseguir recursos para el grupo —terminó Robert.

—No tiene por qué hacerlo tan bien —murmuró Janeal.

Robert se puso derecho y miró a Janeal a los ojos.

—Tú lo odias de todas maneras. ¿Qué te importa si Katie lee la buenaventura por diversión?

—Porque eso refuerza la idea que tienen los gajé de nosotros. Que somos unos timadores. Unos estafadores. Unas víboras.

—¡Escúchate! Tú no tienes mejor impresión de tu propia gente. Defiendes una cosa y la contraria, Janeal.

—Puede que me gustara más «mi gente» si ellos no reforzaran sus propios estereotipos con esa clase de comportamiento.

—Si tu caseta de comida hiciera tanto dinero como la de la adivinación no creo que estuvieras tan disgustada.

El calor encendió las mejillas de Janeal.

—Eso no es cierto.

—Sabes que tengo razón.

—Estás muy equivocado.

Janeal se giró hacia a la puerta, incómoda por el rumbo que había tomado la conversación. Todo lo que Janeal quería era un poco de simpatía, un poco de compasión.

—Me hice un tatuaje hoy —murmuró, sin estar segura de por qué se molestaba en contárselo en ese momento. Poco antes había pensado que él lo encontraría seductoramente atrevido.

Las cejas de Robert se alzaron.

—Sí que has tenido que ofenderte para hacer eso.

—¿Puedes parar ya?

—Veamos, pues.

Giró la pierna a un lado y se alzó el bajo del pantalón vaquero. Sobre su tobillo, justo donde su esbelta canilla comenzaba a curvarse, había un tatuaje de un sol en llamas. Robert silbó de la sorpresa y se inclinó para tocarlo. Ella apartó la pierna.

—Tu padre nunca va a enterarse, ¿verdad?

—No si tú no se lo dices —susurró ella dejando caer el bajo.

Robert se incorporó.

—Tal vez deberías dejar de ir a estas cosas si tanto te molestan. No vayas a la feria. Hay mucho trabajo que hacer aquí en el campamento.

—Si yo no voy, ¿quién cocinará el sármi?

Las coles rellenas de Janeal se conocían incluso en otras kumpanías. Su trabajo en la cocina era la fuente de los únicos elogios que había recibido de su gente.

Robert se apoyó en el marco de la puerta y se cruzó de brazos. Ella intentaba leer su expresión, pero cuando creyó ver enfado miró para otro lado. Aquella conversación no había resultado ser lo que ella había planeado. Él se aclaró la garganta.

—¿Trajiste algo nuevo para mí hoy?

Janeal se marchó sin estar segura de si estaba más disgustada con ella misma o con él. «Mañana», le había dicho. Mañana seguramente tendría sobras. La caseta de Katie había atraído hoy tres veces más clientela, y cinco veces más dinero en efectivo.