10
—¿Dónde está mi padre? —le preguntó Janeal a Robert. Los tres se agazapaban detrás del garaje. Robert intentaba recuperar la respiración.
—No… no lo vi.
—¿Entonces qué fue lo que te mandó tras nosotras como si tuvieras escorpiones en los zapatos? —preguntó ella.
Robert estiró el cuello por la esquina del edificio. Los disparos se habían intensificado.
Se disparó un arma y Katie se estremeció.
—Necesito encontrar a mis padres —susurró ella. Janeal apretó más fuerte a su amiga.
—Robert —dijo Janeal.
Él la ignoró, así que le empujó la espalda con su zapato.
—Contéstame.
—Rajendra —dijo Robert sin girarse. Se escucharon dos disparos más. ¿Qué estaba pasando allí afuera?
—¿Rajendra qué? —demandó Janeal. El temor de que estaba apunto de enfrentarse a la responsabilidad de su horrible, horrible error la perturbó.
Robert se dio la vuelta bruscamente y se encaró con Janeal.
—Rajendra muerto, Janeal. Rajendra en los escalones de la casa de reunión sangrando por la boca. ¿Necesitas más detalles?
Janeal retrocedió y Katie empezó a llorar. Robert blasfemó.
—Tiene dos niños —murmuró Katie.
Janeal soltó a Katie y empezó a ponerse en pie.
—Necesito encontrar a papá.
Robert tiró de ella de nuevo hacia el suelo.
—Tú te quedas aquí. Yo iré a encontrarle para hacerle saber que estás bien. A tus viejos también, Katie.
—Puedo encargarme de buscar a mi padre —dijo Janeal.
Ahora el humo iba en aumento, pero los disparos y los gritos parecían haber disminuido.
—Quédate aquí, Janeal.
—No te preocupes, Robert. Tú márchate y yo haré lo que me parezca.
Robert se frotó los ojos con los dedos índice y pulgar y suspiró.
—Sí que lo harás, ¿verdad? —Dejó caer su mano y la deslizó cerca de Janeal, tomando las suyas—. Sólo por esta vez, ¿podrías hacer lo que yo quiero?
Se inclinó hacia delante y ella pensó que iba a besarla, firme y seguro de sí mismo, de tal manera que le sería imposible seguir siendo así de obstinada. Sin embargo, él pareció pensárselo dos veces y se echó hacia atrás.
Janeal intentó zafarse de sus manos, pero su apretón le pellizcaba los nudillos.
—Por favor. Quédate aquí con Katie hasta que regrese.
Por supuesto. Se trataba de Katie, no de ella.
Frunció el ceño.
—No dejes a Katie sola. Te necesita.
Ella asintió y Robert la soltó. Daba igual.
Apartándose de la pared del garaje, se puso en pie y le tendió la mano a Katie.
—Tenemos que ir a mi coche. Tengo las llaves.
—¿Qué hay en tu coche?
—El dinero. Si tenemos suerte.
Tiró de Katie, que se levantó como una muñeca inerte.
—Por alguna razón, creo que ni el dinero ni la suerte estarán de nuestro lado esta noche. —La expresión de Katie se había reducido hasta la pura incredulidad.
—¿Y qué? —dijo Janeal tirando de ella mientras rodeaban el edificio en dirección contraria a Robert—. Honestamente creo que no eres una vidente muy digna de confianza.
***
Al otro extremo del campamento, tres tiendas estaban totalmente sumergidas en humo y llamas. Una de ellas era la que Katie compartía con sus padres y sus dos hermanos pequeños. Robert no los vio por ningún lado.
A unos cincuenta metros de donde él se encontraba, detrás del centro médico, una gran cantidad de mujeres y niños se apilaban en la parte trasera de una camioneta mientras los hombres se gritaban unos a otros desde las tiendas. Uno de ellos llevaba un cubo de agua hacia una tienda a la que aún no le habían prendido fuego. Robert escuchó un disparo. El hombre se desplomó, el cubo se derramó y el suelo seco se bebió el agua.
Robert podía sentir un hedor como nunca antes había olido ninguno, una especie de putrefacción chamuscada que se elevaba desde el fuego químico. Carne, reconoció sin pensarlo demasiado. Carne humana.
¿Todo aquello sólo por dinero?
Se tapó la nariz y la boca con la camiseta. Tenía que encontrar al rom baro. Tenía que encontrar a su propia familia. No podía ver su tienda desde donde estaba, pero no había humo en aquella dirección.
Los rezagados intentaban saltar dentro de la abarrotada camioneta mientras se marchaba, hasta que alguien empezó a disparar sobre ella. Una mujer se cayó de la parte trasera y una niña empezó a gritar. La camioneta aceleró mientras los disparos persistían. Una de las balas alcanzó una rueda e hizo que la camioneta virase, lanzándola contra una tienda en llamas. Los pasajeros se dispersaron, tropezando y cayéndose e intentando ayudar a los demás antes de que las llamas alcanzasen el tanque de gasolina.
Robert se precipitó hacia la mujer, sin estar seguro de que no le fueran a disparar antes de alcanzarla. Pero nadie pareció notar su presencia. Las llamas acariciaban las lonas de una cuarta tienda, y el caos puesto en acción por aquel enemigo invisible le servía de distracción a todos los demás. Ella estaba tendida boca abajo, con su larga cabellera cubriéndole la cabeza y los hombros. Él la agarró por las axilas y la arrastró hacia la parte baja del porche trasero del centro médico. Estaría protegida allí, al menos hasta que el edificio estallase también en llamas.
El farol que colgaba de un palo junto a la puerta con mosquitera lanzaba un poco de luz a través de los tablones astillados del rudimentario porche y les iluminaba a franjas.
Dio la vuelta a la mujer. Había perdido una bota. Su falda se había rasgado por las rodillas, por donde él la había arrastrado. Su blusa estaba manchada de la sangre que aún rezumaba bajo sus costillas, aunque respiraba. Despacio, y con jadeos poco profundos, pero Robert podía ver su pecho subiendo y bajando como el agua mansa de un lago.
Se le fueron los ojos a su cara.
—¿Señora Golubovich?
Tenía los ojos cerrados y no parecía escuchar a Robert mientras le hablaba. Vivía con los padres de él, una abuela adoptada cuya propia familia la había excomulgado de su kumpanía por haber entablado negocios con los gajé. Jason Mikkado sintió que el juicio de sus parientes había sido demasiado severo.
Robert le comprobó el pulso y tuvo problemas para encontrárselo.
—Señora Golubovich, voy a tratar de encontrar al doctor.
Sacó una navaja de bolsillo de sus pantalones, la abrió y cortó un gran trozo de tela del dobladillo de la blusa de la señora. La utilizó como una gasa, colocándola sobre sus costillas para intentar parar la hemorragia. Él le levantó la mano del mismo lado y se la colocó sobre el vendaje improvisado, aplicando presión.
—¿Puede sujetar esto?
Sus labios se movieron como si estuviera hablando en sueños, pero no salió ningún sonido. Los músculos de su mano no respondían.
—Sujete esto. —Él la ayudó un minuto—. ¿Salieron mis padres?
Sólo podía esperar que lo hubieran hecho. Se escucharon muchos disparos más al otro lado del campamento.
—¿Iban ellos con usted en la camioneta?
Los labios de la señora Golubovich dejaron de moverse.
—¿Sabe dónde están?
Empezaron a dirigirse hacia donde estaban gritos y voces de hombres que no reconocía. Le llegó a los oídos el sonido de un coche moviéndose despacio, con el motor ronroneando, con los neumáticos aplastando los guijarros. Escudriñó más allá del porche pero no vio nada desde aquel lado de la estructura. El olor del humo se había intensificado, y ahora podía oír con claridad el chisporroteo, los dientes del fuego devorando el crujiente festín cercano.
—Quédese aquí.
Robert quitó la mano de su lateral y el brazo de la vieja mujer se deslizó hasta el suelo. Robert intentó contenerlo, cualquier cosa con tal de mantener la sangre a raya, pero ella no respondía. Su pecho había dejado de moverse.
La sangre había dejado de manar.
Malditos. Malditos todos. ¿Quién había maquinado aquella especie de matanza por un dinero que aún no tenían en sus manos? ¿Quién era aquel monstruo de Sanso con el que Janeal se había enredado? ¿Por qué aquel hombre no pedía el dinero? Cualquiera allí se lo hubiera dado con gusto.
La primera explicación que le vino a la cabeza no dejó espacio para ninguna más: Janeal había hecho algo estúpido. Tan estúpido que esta vez todos ellos tendrían que pagar un precio mucho más alto que la típica vergüenza cultural.
Si sobrevivían a esto, cortaría con ella.
Robert abandonó la luz rota del porche y se escurrió hacia la penumbra más segura. Furtivamente, a lo largo de la parte trasera del edificio, llegó hasta la esquina e intentó evaluar la situación. Estudió la zona central del campamento.
Una ventana se hizo añicos sobre su cabeza y le llovieron cristales sobre el cabello. Se escabulló y sintió pequeños fragmentos afilados en la parte de atrás de su cuello y sus manos. Alguien estaba saqueando el centro médico. Intentó sacudirse de encima los cristales con cuidado de no dejar ninguno cerca de los ojos.
Por un momento tuvo miedo de abrirlos. Pero el sonido de la voz de Jason Mikkado hizo que la amenaza de los cristales pareciera insignificante. Robert miró. Pequeñas salpicaduras de diamante cubrían el polvo del desierto alrededor de sus pies.
En el centro del campamento, enfrente de la escuela, el rom baro permanecía de pie, como una barrera, con los brazos cruzados frente a un turismo de chapa brillante. Era imposible ver el color en aquella noche iluminada únicamente por el fuego. La puerta trasera del coche estaba abierta y de allí surgió un hombre alto con cabello oscuro y una chaqueta reluciente.
Los hombres se examinaron el uno al otro durante un momento.
—Nuestro intercambio no estaba planeado hasta mañana —dijo Jason.
—Tenía motivos para venir antes —dijo el hombre.
Robert notó que los disparos habían cesado, aunque el sonido de los saqueos a su alrededor continuaba.
—¿A qué viene esta violencia, Sanso? Tengo tu dinero; confío en que tú tendrás mi producto. Si hubiera algún problema que justificase tan drásticas medidas, tendríamos que ser capaces de discutirlo.
—A partir de ahora tú y yo discutiremos de muy poco, Jason. ¿Dónde está tu hija?
Robert pensó que era una mala señal que los ojos del rom baro parpadeasen lejos de la mirada de Sanso, como si la pregunta llegase por completa sorpresa. Su tono no cambió con la respuesta, sin embargo.
—A salvo fuera de tu alcance. Ella no tiene nada que ver con esto.
—¿De verdad lo crees? A tu hija se la conoce por saber crear problemas que ninguna otra persona tendría imaginación para causar. Tengo que ver a tu hija.
—No.
—Sí. Porque esta es la cuestión: o ella tiene mi dinero (y entenderás que no confío en que me lo entregue sin antes comprender lo que está en juego), o ustedes dos lo tienen, en cuyo caso no me decantaría por negociar con cada uno individualmente.
—Yo tengo tu dinero, Sanso, y si vienes conmigo te lo daré ahora mismo. Pero acaba con esta masacre. Mi gente no ha hecho nada por ofenderte.
Sanso se rió.
—¿Cómo es que los líderes están tan ciegos respecto a sus propias familias? Tu hija te ha engañado, Jason.
—Te llevaré hasta el dinero ahora, antes de que lo hagas arder sin darte cuenta.
—Ya he buscado el dinero, ¡y ha desaparecido! —Sanso sacó un cuchillo de su bolsillo de atrás y lo arrojó al suelo, donde se clavó en mitad del zapato de Jason. El rom baro gritó y se agachó para agarrarlo. Sanso le pateó la barbilla y Jason cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra el suelo. Fue el propio Sanso el que sacó el cuchillo del zapato.
Les hizo señas a dos hombres que estaban apostados junto al coche, que pusieron a Jason de pie y le encaminaron hacia a la casa de reunión.
—Ahora —le dijo Sanso a Jason— vamos a encontrar a tu diabólica hija.