17

Robert se despertó boca abajo, con la frente presionando el seco polvo rojo entre sus puños. Alguien tiraba de su hombro y gritaba: «¡Hay uno vivo!»

Escuchó el ruido de pasos corriendo en su dirección.

Robert rodó hacia su izquierda para ponerse boca arriba, protegiéndose los ojos de la luminosa mañana.

—No te muevas.

No deseaba otra cosa más que morirse. Morir como su familia, sus amigos. Podía oler el humo tan fuerte como la noche anterior. Le saturaba las ropas y las fosas nasales. Recordaría aquel hedor persistente durante el resto de su vida.

En una nube de información in crescendo digna de olvidar, los hombres que le habían rodeado en breve se identificaron como agentes de la DEA y le dijeron que era el único sobreviviente que no había necesitado ser trasladado en helicóptero al hospital de Santa Fe. No le pudieron dar ningún nombre hasta que se identificó a las víctimas. No estaban seguros de que aquellos tipos hubieran sobrevivido. Eso tuvo que ser antes de que pudieran evaluar el número de muertos. La policía local y otras agencias con jurisdicción estaban de camino.

Después de un largo interrogatorio, un agente de campo llamado Harlan Woodman le entregó a Robert una tarjeta con instrucciones para no irse muy lejos mientras lo arreglaba todo para proteger a Robert en el proceso de la investigación. Después de enterarse de su conexión con Jason y Janeal Mikkado, escucharon su versión del encuentro de Janeal con Salazar Sanso y decidieron ocultarle a la prensa su supervivencia, para protegerle como testigo. Robert se alegró de aquella intimidad por varias razones.

Un médico se encargó de la cuchillada de la oreja de Robert y después le dejaron a solas para que observase los restos de la casa de reunión.

Las brasas rojas del esqueleto carbonizado del escritorio de la oficina de Jason aún brillaban. Los bomberos husmeaban entre las cenizas, inundando los lugares calientes mientras los investigadores les seguían los pasos, buscando ansiosos, como si los bomberos pudieran destruir pruebas importantes.

En el lado más alejado de la estructura derrumbada tres hombres dejaron de escarbar y se agacharon de espaldas a él para examinar algo. Él se levantó y se dirigió a ellos, poniéndose dentro del alcance de su conversación.

—El superviviente dijo que había tres. Dos mujeres y un hombre.

—Tendremos que tomarle la palabra. Este sitio está calcinado.

—No hay forma de distinguir un hueso de un trozo de leña en este montón de cenizas.

—¿Qué es esto? ¿Una mesa de billar?

—Donde hay tacos de billar…

—Eh, chicos, miren esto.

El que se había apartado sujetaba algo con unas grandes tenazas metálicas.

—Ponlo en el suelo —pidió otro—. Se supone que no debes tocar…

—Relájate, hombre —dijo el tercero—. Ya sabemos lo que pasó aquí.

Robert miró el objeto y se dobló mientras su visión se tunelaba.

—Los mejores diez dólares que esta persona gastó en sus pies —dijo el de las tenazas—. ¿Ahora hacen estas cosas indestructibles o qué?

—No puede ser. ¿Por qué no se han derretido?

Y aunque cerró los ojos, Robert no pudo dejar de ver la forma ligeramente deformada aunque inconfundible de las chanclas que una vez calzaron los pies de Janeal Mikkado.

Salió dando tumbos del campamento y nunca se volvió para mirar.