21
De la nuca de Robert goteaban ríos de sudor. A 42 grados a la sombra, y subiendo, el sol del desierto de Chihuahua era capaz de convertir la piel en cuero. Robert y su colega Harlan Woodman llevaban allí seis horas; no mucho para lo que solían ser las operaciones de vigilancia, pero aquel viernes por la tarde en particular se estaba haciendo eterno.
Su sombra era artificial, generada por un cobertizo de lona blanca apuntalado dentro de una maraña de viejos arbustos de creosota.
Robert estornudó por enésima vez, abrumado por el acre olor de la planta, y Harlan dijo:
—Si no nos dan la orden en cinco minutos, te mandaré fuera.
—Eso fue lo que dijiste hace cinco minutos.
Harlan enfocó sus prismáticos hacia una piedra a cincuenta metros de distancia.
—Esa clase de alergias tienen que ser contagiosas.
—Considérate inoculado.
La piedra no parecía más que un trozo de roca, pero era el marcador de la entrada de un túnel que se introducía seis metros bajo tierra y después recorría más de un kilómetro hacia el sur, saliendo de Arizona e introduciéndose en México.
Aquel túnel era uno de la extensa red que conectaba México con el sur de Estados Unidos. Kilómetros y kilómetros de túneles horadados y aprovechados por cualquiera, desde coyotes solitarios, pasando por bandas organizadas, hasta carteles con la intención de evitar las aduanas. Nadie a este lado de la frontera sabía con precisión su longitud exacta. A Robert le gustaba imaginar que el sistema de túneles estaba tan explotado que uno de aquellos días toda la inestable frontera se derrumbaría y convertiría la ruta en un infranqueable barranco.
Tres días atrás el equipo de Harlan había recibido un chivatazo de la policía federal de México diciendo que el célebre Salazar Sanso estaría involucrado personalmente en un traspaso de droga en algún momento de aquel día. El genio criminal estaba siendo buscado en doce países por la venta y distribución de miles de millones de dólares en sustancias ilegales. Sanso vivía como un lagarto nómada, nunca se quedaba lo suficiente en el mismo hoyo para no ser atrapado.
Harlan era el único hombre que entendía perfectamente la consagración personal de Robert a arrinconar a aquel hombre y llevarlo ante la justicia.
—Así que cuando esto acabe, ¿qué harás después? —preguntó Harlan bajando los prismáticos y dándose la vuelta. Sus botas rompieron un montón de ramas quebradizas.
Robert se frotó los ojos.
—Siempre hay algún otro Sanso.
—De alguna manera, para ti, no creo que eso sea cierto.
—Tiene que serlo. Soy demasiado joven para retirarme.
La radio de Harlan hizo interferencias y la voz del comandante del destacamento llegó a través de las ondas.
—Sanso y compañía están dentro. El oficial encubierto está con ellos. Tiempo estimado de llegada a tu localización, diez minutos.
—Tomo nota —respondió Harlan. El resto de equipos de vigilancia se hizo eco de su advertencia. Robert comprobó su reloj.
—¿Cuánto crees que nos va a costar detenerlo? —preguntó Harlan.
—Si la AFI hace su trabajo, no deberíamos tener ninguna baja.
—Optimista.
—Lo digo por decir. Su agente ha puesto a Sanso en nuestro punto de mira más rápido que ningún otro informante al que hayamos reclutado —Robert estornudó de nuevo.
—Lo que hace que me pregunte si es verdad que Sanso no sabe nada.
—Bueno, el conejo está ahora en el túnel y hay zorros esperando en ambas salidas.
—Conejo no se ajusta mucho a su perfil.
—¿Cuándo dejaste de ser mi entusiasta mentor, oh gran sabio?
Robert comprobó su GPS de bolsillo para verificar las posiciones de los otros seis equipos de vigilancia de la zona. Había dos helicópteros al acecho, pero manteniendo las distancias. Con la entrada del lado mexicano del túnel de Sanso a menos de un kilómetro, todas las operaciones tenían que ser muy sigilosas hoy.
—Tú nunca has necesitado un mentor. Estás más hambriento de justicia que ningún otro que haya conocido. Eso es todo lo que has necesitado siempre para hacer bien este trabajo.
—¿Qué pasa con el miedo? Debería tener un poco, siempre me dices eso.
—Sí, bueno, eso lo dije por mí.
—Mal de muchos, consuelo de tontos.
—Retuércelo todo lo que quieras, Lukin. Cuanto más consciente seas de que la arrogancia nos matará a todos…
—Más oportunidades tendré de seguir vivo —dijo Robert imitando la voz de Harlan—. Pareces demasiado vivo para mis estándares. Deberías revisar esa pequeña regla tuya.
—Si sigo vivo cuando me retire, pensaré en ello.
Los dos amigos cayeron en un cómodo silencio y dirigieron su atención hacia la pequeña e irregular losa de piedra caliza que cubría la entrada del túnel mientras los minutos pasaban y la nariz de Robert se crispaba por la necesidad de estornudar de nuevo.
La AFI mexicana (su Agencia Federal de Investigación) llevaba los últimos doce años trabajando con la DEA estadounidense en un esfuerzo cooperativo para acorralar a Salazar Sanso. El chivatazo de que hoy Sanso haría un extraño viaje para acompañar un cargamento hasta Arizona provenía de Javier Alanzo, un agente especial de la AFI que había dedicado dos años a infiltrarse en el cartel de Sanso. Debido a que la nacionalidad estadounidense de Sanso era lo único auténtico que tenía entre decenas de pasaportes falsos, la AFI había accedido al arresto en suelo estadounidense para ser después extraditado a México: y después a la larga lista de países que querían un trozo de su cabellera.
La posibilidad de que el hombre que había asesinado a la familia de Robert estuviera tan cerca provocaba que el segundero del reloj anduviese a cámara lenta.
Cuando ya habían pasado once minutos Robert se secó el sudor de la frente.
—Algo va mal.
Harlan se comunicó por radio con su oficial.
—No hay señales del objetivo.
—Manténganse en posición.
Robert hizo el ademán de enderezarse, pero en vez de eso permaneció en cuclillas, estudiando la piedra caliza, por si se movía. Una mosca le picó en la nuca. Se dio un manotazo y maldijo.
—Paciencia —dijo Harlan.
—Me quedan unos treinta segundos de paciencia.
—Él se dejará ver en treinta y dos.
Se escuchó un golpe que hizo que Robert se pusiera de pie. La radio de Harlan se iluminó con los gritos de los equipos de vigilancia pidiendo que Robert siguiera escondido.
Otro golpe seco atravesó el parloteo. El sonido de un techador lanzando tejas viejas desde un tejado a tres bloques de distancia. Pero no había ningún barrio residencial en aquel desgarbado erial. Tonc, tonc. El sonido de una pistola de pintura descargando su munición.
Tampoco había un campo de juegos por allí.
O el sonido de disparos bajo tierra. Robert se lanzó bajo la creosota y esquivó la mano de Harlan, extendida para sujetarle. La punta de una rama espinosa de ocotillo le rasgó la mejilla, haciendo brotar la sangre mientras se escapaba.
—¡Mantén tu posición! —silbó Harlan.
—No va a salir —gritó Robert—. Voy a bajar. Lo quiero en mi territorio, Woodman.
—Agente, regrese.
Pero Robert no regresó. Alcanzó la cubierta de piedra en cuatro segundos y apartó la entrada en dos. Tardó dos segundos más en deslizarse por el agujero vertical con su pistola y una linterna, se aseguró de que estaba vacío y empezó a descender los escalones de una escalera metálica.
Cuando estaba a mitad de camino, el destello de la linterna de Harlan parpadeó sobre la cabeza de Robert.
—Te vas a cargar los últimos quince años en quince minutos.
Robert descendió los últimos cuatro escalones de un salto y golpeó el suelo; después miró hacia arriba.
—En menos de un kilómetro estará de nuevo en México. No me retengas.
Robert echó a correr por el pasillo.
Aquel túnel en particular era uno de los más elaborados en los que Robert había estado. Estaba cubierto de losas de hormigón iluminadas por algún generador fuera de la vista. Un sistema de filtración impulsaba aire fresco sobre su cara, y unas bombas de agua colocadas a intervalos en el piso se zarandeaban y vibraban, enviando las lluvias veraniegas de nuevo a la superficie.
Robert supuso que un multimillonario como Sanso, que dormía en ratoneras en vez de en haciendas, invertiría en su confort allá donde pudiera.
El túnel era más o menos recto durante ciento cincuenta metros y después giraba hacia el oeste unos treinta grados. En la curva, una de las luces fluorescentes instaladas en lo alto de la pared se había fundido, sumiendo el ángulo en la oscuridad.
Robert se sumergió en ella y de repente se vio volando por los aires antes de que su mente se hubiera percatado del tropiezo. Se derrumbó, asumiendo sus manos y su barbilla la mayor parte del golpe sobre el hormigón, y después volvió a ponerse en pie con la agilidad de un gato.
No se habría parado a ver qué le había tirado al suelo si no hubiera sido porque su sexto sentido le advirtió que aquella información era importante. Se giró, usando la linterna para atravesar las sombras hasta que se encontró con la forma de unas botas de trabajo y el bajo de unos pantalones vaqueros desgastados.
Un cadáver. Su linterna recorrió la figura hasta dar con la cara del hombre.
El cadáver de Javier Alanzo, con un agujero sangrante de bala en la mejilla derecha. Un charco de sangre bajo su cabeza. No muy lejos del cuerpo había un par de botas de cowboy caídas de lado, estropeadas por las salpicaduras de la sangre y con sangre seca endureciéndose en las suelas.
Robert alzó la linterna hacia el panel de luz de la pared. Su cubierta de plástico estaba hecha añicos. De uno de los disparos que había escuchado, tal vez, lanzado allí en la refriega.
No tuvo tiempo para nada más que valorar los hechos básicos mientras salía corriendo de nuevo hacia México, sin tiempo para especular qué podía haber ido mal, porque cuando apenas llevaba recorridos setenta metros el túnel se bifurcó.
Aquella era información nueva. Javier nunca había mencionado nada acerca de ramas en aquel túnel en particular; quizá no lo sabía. Quizá aquella falta de información había sido su ruina, la sorpresa que le había puesto al descubierto.
¿Qué camino? Si Sanso era el conejo a quien esperaban los zorros a ambos lados del agujero, y los zorros no sabían nada de aquellos dos senderos, el conejo iría a donde no hubiera zorros.
Robert dobló por la ramificación que se dirigía al oeste. Intentó establecer contacto por radio con Harlan, pero no obtuvo respuesta. En aquel lejano subterráneo no tenía más apoyo que su propia intuición. El suelo de cemento por el que Robert corría terminaba en un camino de tierra y en otra bifurcación más. La tierra que revestía aquella ramificación parecía más oscura, recién removida, pero también podía ser un efecto óptico causado por el destello pasajero de unas bombillas de bajo voltaje esparcidas en jaulas cada dos o tres metros. El aire de aquellos pasillos era rancio en vez de fresco, y Robert se dio cuenta de que no había visto una bomba de agua en los últimos doscientos cincuenta metros.
Creía que aún se estaba dirigiendo al oeste. Quizá al noroeste.
Robert paró para controlar su respiración y poder escuchar. Buscó pasos, una conversación, el roce de los pantalones de un hombre caminando. Cerró los ojos. Nada.
Sacó la linterna de su cinturón y enfocó el rayo de luz hacia el suelo, buscando huellas o alguna otra alteración. Cinco ratoncillos de campo se escabulleron de su luz en fila india.
Sin ver nada, se centró en las paredes, aún con el oído atento. A medio camino de la pared más lejana del sendero de la izquierda, a la altura del hombro, vio un borrón más oscuro que la tierra roja seca. ¿Sangre?
¿Sanso había salido herido del enfrentamiento con Javier? ¿Ya no estaba Robert persiguiendo a Sanso, sino a otra persona? Convencido de que el señor de la droga no habría salido de los túneles por el mismo lugar, Robert siguió la mancha de sangre como una señal de tráfico, tomando aquel camino por el centro del pasillo tan sigiloso como una serpiente. Giró a la izquierda (hacia el sur) y el corazón de Robert empezó a latirle con fuerza ante la posibilidad de perder a Sanso en México y de estar ante otros quince años de búsqueda.
Aún tenía el pulso acelerado cuando dobló la esquina y un puñetazo metálico le pilló justo entre las cejas. Robert se tambaleó y golpeó la otra pared, pero aún se mantuvo en pie.
Hubo un disparo. No de su pistola. Polvo de roca de la pared le golpeó la cara y se le metió en los ojos. Protestó, intentando localizar a su atacante con sus demás sentidos. Imposible.
Un cuerpo se estrelló de pronto contra él y le agarró la muñeca, haciendo que soltase el arma. Robert la escuchó rebotar. Dejando caer todo el peso de su cuerpo en sus rodillas, se liberó del lazo y aterrizó encima de su pistola. Sus ojos estaban inundados de lágrimas que trataban de aclararle la gravilla, pero no podía hacer que sus párpados se abriesen.
Un objeto pesado y desafilado (¿la culata de la pistola?) cayó sobre su espalda y él gritó. Un fuego le derribó ambas piernas, que al instante estallaron en un frío hormigueo. Rodó, levantándose con su arma. Una voz, que imaginó que pertenecía a Salazar Sanso, maldijo susurrando como si las palabras fueran una oración.
Robert apuntó a la voz y apretó el gatillo, después rodó de nuevo, tres veces hasta que golpeó la pared. Sus botas resbalaron por la tierra, empujándolo a deslizarse pared arriba y a ponerse en pie, con los nervios de las piernas aún zumbando, una mano en la pistola y otra intentando con furia limpiarse los ojos. Tenía que ver a su objetivo.
Las maldiciones se intensificaron, después se desvanecieron. Robert parpadeó hasta que se formaron sombras en el oscuro túnel.
Tres metros más allá su atacante se había doblado sobre sus rodillas como un niño agobiado por el dolor, agarrándose el estómago y mascullando. Una débil bombilla alumbraba sus calcetines, y Robert se acordó de las botas que había visto junto al cuerpo de Javier, quizá abandonadas para evitar crear un rastro de sangre. El hombre se balanceó sobre sus rodillas y entonces se derrumbó sobre su costado, sudoroso e inconsciente. Robert se abalanzó sobre el cuerpo y le dio la vuelta, tanteándole el pulso. Salazar Sanso estaba frente a él, en el suelo, con la mano inerte al lado de una herida sangrante en su costado.
El enemigo que tanto había odiado se había convertido en un simple hombre.