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Gorbachov lo había apostado todo a dos ideas: que la liberalización modernizaría la Unión Soviética, y que entonces ésta podría sostenerse internacionalmente como gran potencia. Ninguna de estas esperanzas cristalizó, y la base interna de Gorbachov se desmoronó tan ignominiosamente como la órbita de satélites.
El filósofo y matemático griego Arquímedes dijo: «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo.» Las revoluciones devoran a sus hijos porque rara vez los revolucionarios comprenden que, más allá de cierto punto de desintegración social, ya no hay puntos de apoyo arquimédicos desde los cuales poder hacer palanca. Gorbachov partió de la convicción de que un Partido Comunista reformado podría proyectar la sociedad soviética al mundo moderno. Pero no pudo convencerse de que el comunismo era el problema y no la solución. Durante dos generaciones, el Partido Comunista había suprimido todo pensamiento independiente y destruido toda iniciativa individual. Para 1990, la planificación central se había fosilizado, y las diversas organizaciones destinadas a regir cada aspecto de la vida estaban, en cambio, concluyendo tratados de no agresión con los mismos grupos a los que, en teoría, vigilaban. La disciplina se había convertido en rutina, y el intento de Gorbachov por liberar la iniciativa individual desencadenó, en cambio, el caos.
Las dificultades de Gorbachov comenzaron en el primer nivel de intentar que aumentara la productividad e introducir algunos elementos de la economía de mercado. Casi al instante fue evidente que en un sistema planificado nadie asume la responsabilidad y, por tanto, falta el requisito más esencial para que una economía sea eficiente. La teoría estalinista postulaba el predominio de un plan central, pero la realidad era muy distinta. Lo que se llamaba «el plan» era, en realidad, una generalizada connivencia entre inmensas burocracias, que equivalía a una enorme simulación para engañar a las autoridades centrales. Los administradores responsables de la producción, los ministerios encargados de la distribución y los planificadores que, supuestamente, emitían directivas estaban, todos ellos, volando a ciegas, pues no tenían ni la menor idea de cuál sería la demanda, ni manera de adaptar a ella sus programas, una vez establecidos. Como resultado, cada unidad del sistema sólo se fijaba metas mínimas, compensando toda insuficiencia mediante tratos privados con las demás unidades, a espaldas de la maquinaria central. Todos los incentivos iban contra la innovación, y no era posible corregir este estado de cosas, pues a los supuestos dirigentes les era casi imposible ver la auténtica situación de su sociedad. La Unión Soviética había vuelto a la temprana historia del Estado ruso; se había convertido en una gigantesca aldea de Potemkin.
Los intentos de reforma se desplomaron bajo el peso del arraigado statu quo, como ya les había ocurrido antes a Jruschov y después a Kosigin. Puesto que al menos el 25 % del presupuesto nacional era para subvencionar precios, no existía ningún sistema objetivo para medir la eficiencia o para calcular la demanda económica. Como los artículos eran asignados y no comprados, la corrupción se convirtió en la expresión única del mercado.
Gorbachov reconoció el estancamiento general, pero no tuvo imaginación ni habilidad para suprimir la ya arraigada rigidez. Además, con el transcurrir del tiempo, los distintos mecanismos de supervisión del sistema se habían convertido en parte del problema mismo. El Partido Comunista, que en un tiempo fuera el instrumento de la revolución, no tenía función alguna en un elaborado sistema comunista, como no fuese la de supervisar algo que no comprendía (problema que resolvió confabulándose con lo que supuestamente estaba controlando). La elite comunista se había convertido en una clase de mandarines privilegiados; en teoría, a cargo de la ortodoxia nacional, aunque en realidad se dedicó a cuidar sus prebendas.
Gorbachov había basado su programa de reforma en dos elementos: perestroika (reestructuración económica) para obtener el apoyo de los nuevos tecnócratas, y glasnost (liberalización política) para ganarse a la siempre acosada intelligentsia. Pero como no había instituciones que encauzaran la libre expresión y propiciaran un auténtico debate público, la glasnost se volvió contra sí misma. Como tampoco había presupuesto disponible, aparte del reservado a los militares, las condiciones de vida no mejoraron. De este modo, Gorbachov fue perdiendo gradualmente su apoyo institucional sin obtener más apoyo del público. La glasnost chocó cada vez más fuertemente con la perestroika. Hasta los ataques a dirigentes anteriores tuvieron sus pegas. En 1989, un joven miembro del equipo de Gorbachov a quien encargaron acompañarme al Kremlin me dijo: «Lo que todo esto significa es que cada ciudadano soviético de más de veinticinco años ha desperdiciado su vida.»
Los únicos grupos que comprendieron la necesidad de emprender reformas, aunque sin estar dispuestos a aceptar el remedio, fueron los servicios de seguridad. El KGB sabía, por su red de espionaje, hasta qué punto se había quedado atrás la Unión Soviética en la competencia tecnológica con Occidente. Las fuerzas armadas tenían un interés profesional en determinar las capacidades de su principal adversario. Sin embargo, comprender el problema no resolvió nada. Los servicios de seguridad compartieron gran parte de la ambivalencia de Gorbachov. El KGB sólo apoyaría la glasnost hasta el punto en que ésta no socavara la disciplina civil; y el estamento militar sólo se sentiría a gusto con la perestroika mientras Gorbachov no intentara obtener nuevos recursos para su programa de modernización mediante una reducción de las fuerzas armadas.
La primera reacción de Gorbachov, a saber, convertir el Partido Comunista en instrumento de reforma, tropezó con el escollo de los intereses creados; su siguiente paso, a saber, debilitar, pero aún mantener, la estructura comunista, destruyó el instrumento fundamental del régimen soviético. Esto incluyó dos pasos: sacar el centro del poder de Gorbachov fuera del Partido e introducirlo en la estructura paralela de gobierno, y facilitar la autonomía regional y local.
Gorbachov calculó mal en ambos casos. Desde Lenin, el Partido Comunista había sido el único organismo encargado de la política. El gobierno era el órgano ejecutivo que aplicaba la política, pero no la planificaba.
El puesto clave soviético siempre fue el de secretario general del Partido Comunista. Desde Lenin hasta Bréznev, el jefe comunista rara vez ocupó una oficina de gobierno. Como resultado, los ambiciosos y los emprendedores fueron gravitando hacia la jerarquía comunista, mientras la estructura gubernamental sólo atraía a administradores sin olfato político y sin siquiera interés en planificar la política. Al trasladar su base del Partido Comunista al lado gubernamental del sistema soviético, Gorbachov había confiado su revolución a un ejército de burócratas.
El impulso que Gorbachov dio a la autonomía regional produjo un empantanamiento similar. Debido a su desconfianza leninista de la voluntad popular le fue imposible reconciliar su deseo de crear una alternativa popular al comunismo. Por tanto, inventó un sistema de elecciones esencialmente locales en las que los partidos nacionales (excepto el Partido Comunista) estaban proscritos. Pero cuando, por primera vez en la historia rusa, pudo haber gobiernos locales y regionales de elección popular, los pecados de la historia de Rusia encontraron su castigo. Durante trescientos años Rusia se había anexionado nacionalidades de Europa, Asia y Oriente Medio, pero no había sabido hacerlas compatibles con el centro de poder gobernante. No es de sorprender que la mayoría de los recién elegidos gobiernos no rusos, que incluían casi la mitad de la población soviética, empezaran a rebelarse contra los que durante buena parte de su historia habían sido sus amos.
Gorbachov no tenía partidarios de confianza. La enorme red de intereses creados, característica del Estado leninista, provocó que los afectados por las reformas se le echaran encima, pero no pudo ganarse nuevos partidarios porque no se animó a plantear una alternativa viable, ya fuese al comunismo o al concepto del Estado centralizado. Gorbachov había reconocido atinadamente los problemas de su sociedad, pero con las anteojeras de este sistema inhumano, así que la solución siempre estuvo fuera de su alcance. Gorbachov, como un hombre encerrado en una habitación con ventanas irrompibles y perfectamente transparentes, podía observar con bastante claridad el mundo exterior, pero estaba condenado por las condiciones de la habitación a no comprender exactamente lo que estaba viendo.
Cuanto más duraban la perestroika y la glasnost, más aislado quedaba Gorbachov, y más confianza perdía. La primera vez que lo vi, a comienzos de 1987, era un hombre desenvuelto e irradiaba confianza en que la remodelación que estaba buscando permitiría a su país reanudar su marcha hacia la supremacía. Un año después, se mostraba menos seguro: «Sea como fuere —me dijo—, la Unión Soviética nunca volverá a ser la misma», declaración extraña y ambivalente acerca de tan hercúleo esfuerzo. Cuando nos entrevistamos a principios de 1989, me dijo que, en algún momento de la década de los setenta, él y Shevardnadze habían llegado a la conclusión de que el sistema comunista se debía modificar de arriba abajo. Yo le pregunté cómo, siendo comunista, había llegado a esa conclusión. «Saber lo que estaba mal fue fácil —replicó Gorbachov—. Saber lo que estaba bien fue lo difícil.»
Gorbachov nunca encontró la solución. Durante su último año en el poder fue como un hombre atrapado en una pesadilla que ve venir una catástrofe pero no puede desviarla ni apartarse de ella. Por lo general, el propósito de las concesiones es crear un cortafuego para conservar algo que es considerado esencial. Gorbachov logró lo contrario. Cada nueva esporádica reforma equivalía a una medida a medias y, por tanto, sólo aceleraba la decadencia soviética. Cada concesión creaba el umbral para la siguiente. En 1990, los Estados del Báltico se separaron, y la Unión Soviética empezó a desintegrarse. En la que sin duda fue la ironía suprema, el principal rival de Gorbachov aprovechó el proceso a través del cual se disgregó el Imperio ruso, que duró más de tres siglos, para derrocar al propio Gorbachov. Como presidente de Rusia, Yeltsin afirmó la independencia de su país (y así, por implicación, de las demás repúblicas soviéticas), abolió de hecho la Unión Soviética, y con ella el cargo de presidente de la Unión Soviética que ostentaba Gorbachov. Éste sabía cuáles eran sus problemas, pero actuó a la vez demasiado rápido y demasiado lento: demasiado rápido para la tolerancia de su sistema; demasiado lento para contener un desplome que iba acelerándose.
Durante los años ochenta, las dos superpotencias necesitaban tiempo para restaurarse. Las medidas políticas de Reagan liberaron las energías de su sociedad; las de Gorbachov sacaron a la luz las disfunciones de la suya. Los problemas de los Estados Unidos eran susceptibles de hacer cambios de política; en la Unión Soviética, la reforma produjo una acelerada crisis del sistema.
En 1991, las democracias habían ganado la Guerra Fría. Pero en cuanto lograron mucho más de lo que hubiesen creído posible, volvió a estallar el debate original acerca de la Guerra Fría. ¿Había sido realmente una amenaza la Unión Soviética? ¿No se habría disuelto aun sin todos los esfuerzos de la Guerra Fría? ¿Había sido la Guerra Fría un invento de desconfiados políticos que sólo estaban interrumpiendo la armonía subyacente en el orden internacional?
En enero de 1990, la revista Time nombró a Gorbachov «Hombre de la década», y aprovechó la ocasión para publicar un artículo en que expresaba la esencia de esa tesis. «Las palomas en el Gran Debate de los últimos cuarenta años tuvieron razón todo el tiempo», afirmaba el autor1050. El Imperio soviético nunca había sido una verdadera amenaza. La política norteamericana había sido, o bien improcedente, o sólo había retrasado la caída soviética. La política de las democracias durante más de cuatro décadas no merecía ningún crédito, ni siquiera por los cambios de la política exterior de los soviéticos, y si en realidad nada se había logrado y los hechos habían ocurrido por sí solos, no podía extraerse ninguna lección del desplome del Imperio soviético; en particular, ninguna lección que implicara la necesidad de un compromiso norteamericano con la creación de un nuevo orden mundial, que el fin de la Guerra Fría estaba haciendo necesario. El debate norteamericano había trazado un círculo. Volvía el viejo canto de sirenas del aislacionismo norteamericano, es decir, que los Estados Unidos no habían ganado en realidad la Guerra Fría, sino que la Unión Soviética la había perdido y que, por consiguiente, habían sido innecesarias cuatro décadas de esfuerzos porque las cosas habrían resultado igualmente bien, o tal vez mejor, si los Estados Unidos las hubiesen dejado en paz.
Otra versión del mismo tipo sostuvo que en realidad sí había habido una Guerra Fría, y que en ésta se había ganado, pero que la victoria correspondía a la idea de democracia, la cual habría prevalecido cualesquiera que fuesen las medidas geoestratégicas que hubiesen rodeado al conflicto entre el Este y el Oeste. Ésta también era una versión del escapismo. Sin duda, la democracia política y la idea de libertad constituían un punto de unión para los disconformes, especialmente en la Europa del Este. La represión de los creyentes se volvía cada vez más difícil conforme se debilitaba el ánimo de los grupos gobernantes. Pero el desánimo había sido causado, en primer término, por el estancamiento del sistema y por la creciente comprensión entre la elite comunista —cuanto más alto fuese su rango, más probablemente conocería los hechos— de que su sistema estaba, en realidad, perdiendo la lucha que había proclamado como su propósito último durante toda su larga y brutal historia. En el mejor de los casos, era como la adivinanza del huevo y la gallina. La idea democrática había unido a la oposición al comunismo, pero por sí sola no habría podido triunfar con tal rapidez sin el desplome de la política exterior comunista y, a la postre, de la sociedad comunista.
Ésa fue, ciertamente, la opinión de los intérpretes marxistas de los asuntos internacionales, que estaban habituados a analizar la «correlación de fuerzas», y les pareció mucho más fácil descubrir las causas del desplome soviético que a los observadores norteamericanos. En 1989, Fred Halliday, profesor marxista de la London School of Economics, llegó a la conclusión de que el equilibrio del poder se había desplazado en favor de los Estados Unidos1051. Halliday lo consideró una tragedia, pero a diferencia de los masoquistas norteamericanos que no querían dar crédito a su propio país ni a sus gobernantes, él reconoció que durante el mandato de Reagan había ocurrido un gran cambio de la política internacional. Los Estados Unidos habían logrado elevar hasta tal punto el costo de la intervención soviética en el Tercer Mundo que, en un capítulo atinadamente titulado «El socialismo a la defensiva», Halliday interpretó el «nuevo pensamiento» de Gorbachov como un intento de suavizar las presiones norteamericanas.
El testimonio más enérgico en ese sentido provino de fuentes soviéticas. A partir de 1988, los estudiosos soviéticos empezaron a reconocer la responsabilidad soviética por el desplome de la détente. Los comentaristas soviéticos, mostrando mayor comprensión de las premisas de la détente que muchos críticos norteamericanos, indicaron que ésta había sido el recurso aplicado por Washington para impedir que Moscú desafiara el statu quo militar y político. Al violar este tácito entendimiento y buscar ganancias unilaterales, el liderazgo de Bréznev había provocado la reacción de Reagan, que resultó ser más dejo que los soviéticos pudieron asimilar.
Uno de los primeros y más interesantes comentarios «revisionistas» soviéticos fue el de Viacheslav Dashichev, profesor del Instituto de Economía del Sistema Socialista Mundial. En un artículo publicado en Literaturnaya Gazeta, el 18 de mayo de 19881052, Dashichev indicó que los históricos «errores de cálculo y el incompetente enfoque del liderazgo de Bréznev» habían unido a todas las otras grandes potencias del mundo en una coalición contra la Unión Soviética, y provocado una carrera armamentística que la Unión Soviética no pudo permitirse. Por tanto, había que abandonar la tradicional política soviética de mantenerse alejada de la comunidad mundial mientras intentaba socavarla. Dashichev escribió:
[...] como Occidente vio las cosas, el liderazgo soviético estaba explotando la détente para aumentar sus propias fuerzas, buscando la igualdad militar con los Estados Unidos y, en general, con todas las potencias opositoras: hecho sin precedente histórico. Los Estados Unidos, paralizados por la catástrofe de Vietnam, reaccionaron sensiblemente a la expansión de la influencia soviética en África, Oriente Medio y otras regiones.
[...] La operación del efecto de «retroalimentación" colocó a la Unión Soviética en una posición en extremo difícil en los aspectos económico y de política exterior. Se le opusieron las grandes potencias mundiales: los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, RFA, Italia, Japón, Canadá y China. Y la oposición a este potencial tan superior estaba, peligrosamente, muy lejos de la capacidad de la URSS