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A pesar de todo, Shuválov no reflejaba la opinión pública rusa. Aunque el propio zar no llegara tan lejos como su prensa patriotera y exaltada o sus paneslavistas radicales, tampoco él quedó plenamente satisfecho con los resultados del congreso. En las décadas siguientes, la perfidia alemana demostrada en Berlín se volvería proverbial en muchos documentos de la política rusa, incluyendo algunos poco antes de que estallara la Primera Guerra Mundial. No era posible mantener ya la Liga de los Tres Emperadores, basada en la unidad de monarcas conservadores. En lo sucesivo, si tenía que haber una fuerza de cohesión en asuntos internacionales, tendría que ser la de la propia Realpolitik.
En la década de 1850-1859 Bismarck había propuesto una política que era el equivalente continental de la propia política inglesa de «aislamiento espléndido». Había pedido mantenerse libre de compromisos antes de arrojar todo el peso de Prusia donde le pareciera más apropiado para servir, en un momento dado, los intereses nacionales prusianos. Este enfoque evitaba las alianzas, que limitaban la libertad de acción y, ante todo, daban a Prusia más opciones que a ningún otro rival. Durante el decenio de 1870-1879, Bismarck intentó consolidar la unificación de Alemania volviendo a la alianza tradicional con Austria y Rusia. Pero en la década siguiente surgió una situación sin precedente. Alemania era demasiado poderosa para mantenerse al margen, pues ello podría unir a toda Europa en su contra; y tampoco podía confiar ya en el apoyo histórico, casi reflejo, de Rusia. Alemania era un gigante necesitado de amigos.
Bismarck resolvió el dilema invirtiendo por completo su anterior enfoque de la política exterior. Si ya no podía mantener el equilibrio del poder teniendo menos compromisos que ningún adversario potencial, establecería más relaciones con más países que ningún otro posible adversario, y con ello podría escoger entre muchos aliados, según lo exigieran las circunstancias. Bismarck abandonó la libertad de maniobra que había caracterizado su diplomacia durante los veinte años anteriores, y empezó a preparar un sistema de alianzas diestramente concebido, por una parte, para impedir que los potenciales adversarios de Alemania se unieran y, por otra, para contener las actividades de los asociados de Alemania. En cada una de las coaliciones, a veces contradictorias, Alemania siempre estaba más cerca de sus diversos socios de lo que ninguno de ellos lo estuviera de otro; por tanto, Bismarck siempre tuvo un veto sobre la acción común, así como la opción de actuar por su cuenta. Durante una década logró mantener pactos con los adversarios de sus aliados, de modo que pudiese atenuar la tensión en todos los bandos.
Bismarck inició su nueva política en 1879 estableciendo una alianza secreta con Austria. Consciente del resentimiento de Rusia después del Congreso de Berlín, esperaba levantar una barrera contra toda nueva expansión rusa. Sin embargo, como tampoco quería permitir que Austria se aprovechara del apoyo alemán para desafiar a Rusia, también obtuvo un veto sobre la política austríaca en los Balcanes. El entusiasmo con que Salisbury recibió la alianza austro-alemana, con las bíblicas «noticias de gran alegría», demostró a Bismarck que no era el único que deseaba contener la expansión rusa. Sin duda, Salisbury esperaba que en lo sucesivo Austria, apoyada por Alemania, soportara la carga que había soportado Gran Bretaña al oponerse a la expansión rusa sobre los Dardanelos. Pero entablar batallas por los intereses nacionales de otros países no era la especialidad de Bismarck. Detestaba hacer esto especialmente en los Balcanes, porque sentía un profundo desdén por las querellas de esa región. «Haremos entender con toda claridad a esos ladrones de ovejas —murmuró en una ocasión, hablando de los Balcanes— que los gobiernos europeos no necesitan cargar con sus codicias y sus rivalidades.»204 Por desgracia para la paz de Europa, sus sucesores olvidarían esta advertencia.
Bismarck se propuso contener a Rusia en los Balcanes mediante la alianza y no con el enfrentamiento. Por su parte, el zar se detuvo en seco, ante la perspectiva de verse aislado. Considerando que Gran Bretaña era la principal adversaria de Rusia y que Francia aún era demasiado débil y, sobre todo, demasiado republicana para ser buena aliada, el zar aceptó resucitar la Liga de los Tres Emperadores, esta vez siguiendo las directrices de la Realpolitik.
El emperador de Austria no vio, al punto, los beneficios de una alianza con su principal adversario. Habría preferido una asociación con Gran Bretaña, con la que tenía un interés común en bloquear el avance de Rusia hacia los Dardanelos. Pero la derrota de Disraeli en 1880 y el ascenso de Gladstone habían puesto fin a esa perspectiva. Ya no cabía la posibilidad de pensar en la participación de Gran Bretaña, ni siquiera indirectamente, en una alianza proturca y antirrusa.
La segunda Liga de los Tres Emperadores ya no simuló tener intereses morales. Expresada en las condiciones precisas de la Realpolitik, comprometía a sus signatarios a mantener una plácida neutralidad en el caso de que uno de ellos entrara en guerra con un cuarto país; por ejemplo, Gran Bretaña con Rusia, o Francia con Alemania. De este modo, Alemania quedó protegida contra una guerra en dos frentes, y Rusia contra la restauración de la coalición de Crimea (de Gran Bretaña, Francia y Austria), mientras permanecía intacto el compromiso alemán de defender a Austria contra toda agresión. La responsabilidad de resistir al expansionismo ruso en los Balcanes recayó sobre Gran Bretaña, al impedir que Austria ingresara en una coalición frente a Rusia... al menos sobre el papel. Al haber equilibrado unas alianzas parcialmente desequilibradoras, Bismarck logró tener casi la misma libertad de acción de que había gozado en su anterior fase de aislamiento diplomático. Ante todo, había suprimido los motivos que pudiesen convertir una crisis local en guerra general.
En 1882, el año que siguió a la segunda Liga de los Tres Emperadores, Bismarck echó sus redes aún más lejos, pues convenció a Italia de que se uniera a la Doble Alianza entre Alemania y Austria. En general, Italia se había mantenido alejada de la diplomacia de la Europa central, pero esta vez se irritó por la conquista francesa de Túnez, que se había adelantado a sus propios designios en el norte de África. Así mismo, la vacilante monarquía italiana pensó que cierta demostración de diplomacia de gran potencia podría servirle para resistir mejor la creciente oleada de republicanismo. Por su parte, Austria buscaba mayor seguridad por si la Liga de los Tres Emperadores fuera incapaz de contener a Rusia. Al formar la Triple Alianza, Alemania e Italia se comprometían a ayudarse mutuamente contra un ataque francés, mientras que Italia pactaba su neutralidad ante Austria-Hungría en caso de una guerra con Rusia, disipando así las preocupaciones austríacas por una guerra en dos frentes. Por último, en 1887, Bismarck animó a sus dos aliadas, Austria e Italia, a concluir los llamados Acuerdos Mediterráneos con Gran Bretaña, por los cuales todos los firmantes acordaron mantener conjuntamente el statu quo en el Mediterráneo.
La diplomacia de Bismarck había producido toda una serie de alianzas entrelazadas, que en parte se solapaban y en parte competían. Estos pactos aseguraban a Austria contra un ataque ruso, a Rusia contra el aventurerismo austríaco, y a Alemania contra un cerco general, e indujeron a Inglaterra a resistir a la expansión rusa en el Mediterráneo. Para paliar los desafíos a su intrincado sistema, Bismarck hizo todo lo que pudo por satisfacer al máximo las ambiciones francesas, salvo en Alsacia-Lorena. También favoreció la expansión colonial francesa, en parte para desviar del centro de Europa las energías de Francia, pero más para enfrentar a Francia contra sus rivales coloniales, especialmente Gran Bretaña.
Durante más de una década, tales cálculos resultaron atinados. Francia y Gran Bretaña estuvieron a punto de chocar por Egipto, Francia se apartó de Italia por causa de Túnez, y Gran Bretaña siguió oponiéndose a Rusia en el Asia central y en las vías de acceso a Constantinopla. Bismarck, deseoso de evitar todo conflicto con Inglaterra, eludió la expansión colonial hasta mediados del decenio de 1880-1889; limitando la política exterior alemana al continente, donde su meta era mantener el statu quo.
Pero, a la postre, las exigencias de la Realpolitik resultaron demasiado complejas para poder mantenerlas. Con el paso del tiempo, el conflicto entre Austria y Rusia por los Balcanes se volvió incontrolable. Si el equilibrio del poder hubiese actuado en su forma más pura los Balcanes se habrían dividido en esferas de influencia rusa y austríaca. Pero la opinión pública ya estaba demasiado enardecida para aplicar semejante política, aun en los Estados más autocráticos. Rusia no podía aceptar esferas de influencia que cedían poblaciones eslavas a Austria, mientras que Austria no estaba dispuesta a fortalecer las que consideraba dependencias eslavas de Rusia en los Balcanes.
La diplomacia de gabinete de Bismarck, al estilo del siglo XVIII, era incompatible con una época en la que cada vez adquiría más importancia la opinión pública de las masas. Los dos gobiernos representativos de Gran Bretaña y Francia respondieron a sus opiniones públicas como cosa natural. En Francia esto significó ejercer una creciente presión por recuperar Alsacia-Lorena. Pero el ejemplo más notable del vital papel que ahora desempeñaba la opinión pública ocurrió en Gran Bretaña, donde Gladstone derrotó a Disraeli en 1880, en la única elección británica que en gran parte se decidió por cuestiones de política exterior, y entonces se invirtió la política de Disraeli en los Balcanes.
Gladstone, acaso la figura dominante de la política británica en el siglo XIX, consideraba la política exterior casi como lo hicieron los norteamericanos después de Wilson, de acuerdo con normas morales y no geopolíticas. Declaró que las aspiraciones nacionales de los búlgaros eran legítimas y que, por tratarse de otra nación cristiana, Gran Bretaña debía apoyar a Bulgaria contra los turcos musulmanes. A los turcos había que meterlos en cintura, arguyó Gladstone, mediante una coalición de potencias que luego asumiría la responsabilidad de la administración de Bulgaria. Gladstone planteó el mismo concepto que llegaría a ser conocido, en tiempos del presidente Wilson, como la «seguridad colectiva»: Europa necesitaba actuar conjuntamente; de otra manera, Gran Bretaña no actuaría en absoluto.
Debe hacerse, y sólo puede hacerse con seguridad mediante la acción conjunta de las potencias de Europa. Vuestro poder es grande; pero lo esencial, por encima de todo, es que el cerebro y el corazón de Europa actúen al unísono en este asunto. Sólo necesito hablar de las seis a las que llamamos grandes potencias: Rusia, Alemania, Austria, Francia, Inglaterra e Italia. La unión de todas ellas no sólo es importante, sino casi indispensable para lograr un éxito y satisfacción totales