742.
Para que aquello quedase bien claro, Bulganin insertó una frase más amenazadora: «Estamos plenamente resueltos a aplastar a los agresores mediante el uso de la fuerza y a restaurar la paz en el Este.»743 Se hacían similares advertencias a Mollet. Aunque menos específica, la carta enviada a Ben Gurion era aún más amenazadora, porque subrayaba que las acciones de Israel estaban «poniendo en peligro la existencia misma de Israel como Estado»744.
Por último, en su carta a Eisenhower, Bulganin proponía una acción militar conjunta soviético-norteamericana para poner fin a las hostilidades en Oriente Medio. Incluso insinuaba una tercera guerra mundial: «Si no se sofoca esta guerra, habrá el peligro de que se desate una tercera guerra mundial.»745 Viniendo del único otro país que podía desencadenar semejante guerra, esto resultaba realmente ominoso.
Las amenazas soviéticas mostraron esa clase de bravatas que serían habituales de la diplomacia de Jruschov. En el momento preciso en que tropas soviéticas estaban liquidando brutalmente a los guerrilleros húngaros que luchaban por su libertad, la Unión Soviética tenía el descaro de lamentar el destino de las supuestas víctimas del imperialismo occidental. Sólo una naturaleza temeraria pudo permitir a Jruschov lanzar la amenaza de una tercera guerra mundial en 1956, cuando la Unión Soviética era incomparablemente más débil que los Estados Unidos, sobre todo en el terreno nuclear. La Unión Soviética no sólo no se encontraba en posición de resistir un choque, sino que, al hacerse éste inminente, Jruschov se vería obligado a retirarse ignominiosamente, como de hecho lo hizo seis años después, debido a la crisis de los misiles cubanos.
Indignado, Eisenhower rechazó toda acción militar conjunta con la Unión Soviética y advirtió que los Estados Unidos se opondrían a todo movimiento militar unilateral de los soviéticos. Al mismo tiempo, la advertencia soviética intensificó la presión de Washington sobre Gran Bretaña y Francia. El 6 de noviembre, una gran demanda de libras esterlinas cobró proporciones alarmantes. En contra de toda práctica anterior, los Estados Unidos se mantuvieron a la expectativa, negándose a intervenir para calmar el mercado.
Eden, vapuleado en la Cámara de los Comunes, con escaso apoyo de la Commonwealth y totalmente abandonado por los Estados Unidos, arrojó la toalla. El 6 de noviembre aceptó un alto el fuego que entraría en vigor al día siguiente. Las fuerzas llevaban menos de 48 horas en el teatro de operaciones anglo-francesas.
La expedición franco-británica había sido concebida burdamente y aplicada por principiantes; planeada por resentimiento y carente de todo objetivo político claro, estaba condenada al fracaso. Los Estados Unidos nunca habrían apoyado tan deficiente empresa. Sin embargo, queda la pregunta candente de si los Estados Unidos tuvieron que disociarse con tanta brutalidad de sus aliados. ¿No tenían en realidad los Estados Unidos otra opción que la de apoyar la aventura francesa y británica u oponerse categóricamente? En el aspecto jurídico los Estados Unidos no tenían obligaciones con Gran Bretaña y Francia fuera de la claramente definida zona de la OTAN. Pero la cuestión no era estrictamente jurídica. ¿Fue bien defendido el interés nacional de los Estados Unidos al mostrar de manera tan clara a dos de sus aliados más indispensables que habían perdido toda capacidad de acción autónoma?
Los Estados Unidos no tenían la obligación de imponer las deliberaciones de las Naciones Unidas al ritmo vertiginoso con que lo hicieron, ni de apoyar unas resoluciones que pasaban por alto las causas de la provocación y sólo se centraban en las cuestiones inmediatas. Podrían haber llamado la atención sobre todos los diversos planes internacionales hechos para aislar la operación del canal, hacia el ilegal bloqueo árabe del golfo de Aqaba o acerca de los ataques terroristas fomentados por Nasser contra Israel. Ante todo, habrían podido y debido unir su condena a las acciones franco-británicas con una condena a las acciones soviéticas en Hungría. Al actuar como si la cuestión de Suez fuese enteramente moral y jurídica, y como si no tuviese bases geopolíticas, los Estados Unidos eludieron la realidad de que una victoria incondicional de Nasser, en cuyo caso Egipto no daba garantías con respecto a la operación del canal, también significaba la victoria de una política radical fomentada por las armas soviéticas y apoyada por amenazas soviéticas.
El meollo del problema fue conceptual. Los gobernantes de los Estados Unidos plantearon tres principios durante la crisis de Suez, cada uno de los cuales reflejaba verdades de largo alcance: que las obligaciones de los Estados Unidos para con sus aliados estaban circunscritas por precisos documentos jurídicos; que el recurso de cualquier nación a la fuerza era inadmisible, excepto cuando podía definirse precisamente como defensa propia y, aún más importante, que la crisis de Suez había dado a los Estados Unidos una oportunidad de aplicar su verdadera vocación, que era acaudillar a los países en desarrollo.
El primer punto fue establecido en un discurso de Eisenhower del 31 de octubre, en que echó todo el peso diplomático de su país contra Gran Bretaña y Francia: «No puede haber paz sin ley, y no puede haber ley si tenemos que invocar un código de conducta internacional para quienes se nos oponen y otro para nuestros amigos.»746 El concepto de que las relaciones internacionales podrían ser exhaustivamente definidas por el derecho internacional enraizaba profundamente en la historia norteamericana. La suposición de que los Estados Unidos han de actuar como el imparcial árbitro moral de la conducta de las naciones sin dejarse llevar por los intereses nacionales o geopolíticos de las alianzas forma parte de esa nostalgia. Sin embargo, en el mundo real, la diplomacia incluye, al menos en parte, la capacidad de discriminar entre los distintos casos, y de distinguir a los amigos de los adversarios.
El concepto estrictamente constructivo de que la única causa legítima de la guerra es la defensa propia fue planteado en diciembre de 1956 por John Foster Dulles, quien interpretó el Artículo 1 del Tratado de la OTAN en el sentido de que creaba esa obligación:
[...] el caso fue que consideramos que semejante ataque, dadas las circunstancias, violaría la Carta de las Naciones Unidas y el Artículo 1 del propio Tratado del Atlántico Norte, el cual requiere que todas las partes de ese tratado renuncien al uso de la fuerza y resuelvan sus disputas por medios pacíficos. Esa es nuestra queja: que se violó el tratado; no que no hubo una consulta