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Desde tiempos inmemoriales, arguyó Kennan, los zares habían intentado extender su territorio. Trataron de subyugar a Polonia y convertirla en una nación dependiente. Vieron a Bulgaria como parte de la esfera de influencia rusa, y buscaron un puerto de aguas cálidas en el Mediterráneo imponiendo su dominio en los Dardanelos.
En el fondo de la neurótica visión que tiene el Kremlin de los asuntos mundiales se encuentra el tradicional e instintivo sentido ruso de inseguridad. Originalmente, ésta fue la inseguridad de un pacífico pueblo de agricultores que intentaba vivir en una vasta e indefensa llanura rodeada de feroces pueblos nómadas. A esto se añadió, al entrar Rusia en contacto con el Occidente económicamente avanzado, el temor a unas sociedades más competentes, más poderosas y más organizadas en esa zona. Pero este último tipo de inseguridad afligió más a los gobernantes que al pueblo ruso, pues los gobernantes rusos han sentido invariablemente que su gobierno era relativamente arcaico en su forma, frágil y artificial en sus fundamentos psicológicos, incapaz de compararse o de entrar en contacto con los sistemas políticos de los países occidentales. Por esta razón siempre han temido la penetración extranjera, el contacto directo entre el mundo occidental y el suyo, lo que ocurriría si los rusos conocieran la verdad acerca del mundo exterior o si los extranjeros se enteraran de la verdad de su mundo interior. Así, han aprendido a buscar la seguridad basándose en una lucha paciente, pero mortífera, en la destrucción total de la potencia rival, nunca en pactos y compromisos con ella