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Los filósofos confundían el resultado con la intención. Durante todo el siglo XVIII, los príncipes europeos entablaron innumerables guerras sin que haya la menor prueba de que la intención consciente fuera aplicar algún concepto general de orden internacional. En el momento preciso en que las relaciones internacionales llegaban a basarse en el poder, surgían tantos factores nuevos que los cálculos eran cada vez más difíciles.
En lo sucesivo, las diversas dinastías se dedicaron a reforzar su seguridad por medio de la expansión territorial. Y en este proceso se alteraron radicalmente las relativas posiciones de poder de varias de ellas. España y Suecia empezaban a ser potencias de segundo orden. Polonia se deslizaba hacia la extinción. Rusia (del todo ausente en la Paz de Westfalia) y Prusia (que allí desempeñó un papel insignificante) eran incipientes grandes potencias. Ya resulta bastante difícil analizar el equilibrio del poder cuando sus componentes son relativamente fijos, pero la tarea de evaluarlos y hacer concordar las evaluaciones de las diversas potencias es intrincada a más no poder cuando las fuerzas relativas de las potencias se encuentran en flujo constante.
El vacío creado en la Europa central por la Guerra de los Treinta Años tentó a los países vecinos a entrometerse. Francia seguía presionando desde el oeste. Rusia estaba en marcha en el este. Prusia se expandía en el centro del continente. Ninguno de los principales países continentales sintió ninguna obligación especial para defender ese equilibrio del poder tan elogiado por los filósofos. Rusia se consideraba demasiado lejana. Prusia, la más pequeña de las grandes potencias, aún era demasiado débil para incidir en el equilibrio general. Y cada rey se consolaba pensando que la mayor contribución a la paz general era fortalecer su propio gobierno, y confiaba a la omnipresente mano invisible la tarea de justificar sus esfuerzos sin limitar sus ambiciones.
La naturaleza de la raison d'état como cálculo esencial de riesgos y beneficios se demostró por el modo en que Federico el Grande justificó haber arrebatado Silesia a Austria, pese a las relaciones hasta entonces amistosas que Prusia mantenía con Austria y a estar obligada por un tratado a respetar la integridad territorial austríaca:
La superioridad de nuestras tropas, la prontitud con que podemos ponerlas en movimiento; en pocas palabras, la clara ventaja que tenemos sobre nuestros vecinos nos da en esta inesperada situación una superioridad infinita sobre todas las demás potencias de Europa [...] Inglaterra y Francia son nuestras enemigas. Si Francia se entrometiera en los asuntos del Imperio, Inglaterra no podría tolerarlo, por lo cual yo siempre podré hacer una buena alianza con una u otra. Inglaterra no puede envidiarme por haber tomado Silesia, lo que no le causará ningún daño, y necesita aliados. A Holanda no le importará, tanto más cuanto que los préstamos del mundo de los negocios de Amsterdam asegurados en Silesia quedarán garantizados. Si no podemos entendernos con Inglaterra y Holanda, ciertamente podremos hacer un trato con Francia, que no puede frustrar nuestros designios, y verá con júbilo la humillación de la Casa Imperial. Sólo Rusia podría crearnos dificultades. Si la emperatriz vive [...] podremos sobornar a los principales consejeros. Si muere, los rusos estarán tan ocupados que no tendrán tiempo para los asuntos extranjeros [...]