817.
Estas diferencias nunca se resolverían. El 17 de julio de 1962, Kennedy aún estaba diciendo a Anatoly Dobrynin, el nuevo embajador soviético: «[...] bien podría haber otras cuestiones en que estuviésemos dispuestos a presionar a los alemanes; como, por ejemplo, la estructura de una autoridad de acceso»818. Como Adenauer ya había explicado con todo detalle sus objeciones a la integración y a la función de semejante autoridad, Jruschov debió de saber que él tenía la clave para desencadenar una gran crisis en el seno de la Alianza del Atlántico.
De manera asombrosa, cuando un triunfo soviético parecía inminente, Jruschov cambió de táctica. Tratando de lograr de un solo golpe el avance que no había conseguido durante los tres años anteriores, Jruschov colocó en Cuba unos proyectiles soviéticos de medio alcance. Obviamente, había calculado que, si triunfaba en esa aventura, su posición sería abrumadora en caso de una negociación acerca de Berlín. Por la misma razón, Kennedy no podía permitir semejante extensión del poderío estratégico soviético en el continente americano. Su valerosa y hábil manera de resolver la crisis no sólo obligó a Jruschov a retirar los cohetes soviéticos sino que, además, restó a la diplomacia de éste sobre Berlín cualquier credibilidad que aún le quedase.
Jruschov reconoció que se le habían acabado los recursos y en enero de 1963 anunció que el «éxito» del muro de Berlín había hecho innecesario un tratado de paz por separado con Berlín. Por fin, después de cinco años, había pasado la crisis. Durante este período, los Aliados habían mantenido su posición en casi todas las cuestiones esenciales, aunque con muchas vacilaciones. Por su parte, Jruschov no había logrado más que levantar un muro para evitar que los renuentes súbditos de Alemania Oriental huyeran de la utopía comunista.
Fue una suerte para Occidente que Jruschov exagerara la situación, pues la Alianza había estado peligrosamente cerca de disolverse. La posición norteamericana durante los gobiernos de Eisenhower y de Kennedy se basó en su tradicional máxima de que los Estados Unidos se oponían al cambio intentado mediante la amenaza de la fuerza, y no al cambio como tal. Como declaración especulativa, esto no era excepcional, siempre que hubiese tan sólo el entendimiento general de que el resultado de la crisis sería juzgado por su cuestión principal y no por su método.
En cuestión de sustancia, los diversos planes considerados por los gobiernos de Eisenhower y de Kennedy fueron extremadamente arriesgados. Todos tenían la desventaja común de alterar el marco existente en la dirección que pedían los soviéticos, pero no podría haber sido de otro modo, pues la Unión Soviética no había desatado la crisis, sin duda, para empeorar su posición. Todo quid pro quo propuesto habría obligado a la Unión Soviética a negociar una amenaza que nunca debía haber hecho por lograr alguna mejora objetiva del status de su satélite alemán oriental y la modificación de los procedimientos de acceso. Las dos pesadillas gemelas de Adenauer, que los comunistas de la Alemania oriental adquirieran medios para explotar la vulnerabilidad de Berlín, y que surgiera una brecha entre las obligaciones de Bonn para con la Alianza y su aspiración de una unidad nacional, eran inherentes a cualquiera de los planes de negociación propuestos.
Esto lo vio claramente Dean Acheson, quien según sus propias palabras había estado «presente en la creación» del sistema de alianzas de posguerra. En una carta dirigida a Truman, el 21 de septiembre de 1961, Acheson predijo una humillante derrota para Occidente a causa de Berlín, «disfrazada como arte del estadista del nuevo orden»819. Si resultaba inevitable esa derrota, argüía Acheson, el futuro de la Alianza occidental dependería de quién asumiera la responsabilidad del desastre. «Mejor será —escribió al general Lucius Clay, en enero de 1962— que los seguidores abandonen al jefe, a hacer que el jefe siga a sus seguidores. ¿Quién recogerá entonces los pedazos? ¿En quién confiar para que sirva de guía en un nuevo comienzo?»820 Tal era la estrategia de De Gaulle a la inversa.
Durante la crisis de Berlín cambiaron las prioridades alemanas. A lo largo de todo el período de posguerra, Adenauer había dependido principalmente de los Estados Unidos. Un año después del ultimátum de Jruschov ya no era así. Un informe del Departamento de Estado, del 26 de agosto de 1959, destacaba la consternación de Adenauer por la falta de unanimidad entre los Aliados. Según el informe, Adenauer aún esperaba que se restaurara la unidad aliada. Pero si «una combinación de Estados Unidos-Reino Unido parece estar avanzando hacia un entendimiento con Jruschov, Adenauer tendrá que depender principalmente de Francia»821.
Durante la crisis, Jruschov se comportó como un jugador de ajedrez que, después de haber hecho una apertura deslumbrante, se sienta a esperar que su adversario se rinda, contemplando sus piezas, sin llevar la partida hasta el fin. Según se desprende de los archivos diplomáticos es difícil comprender por qué Jruschov nunca estudió ninguna de las innumerables opciones para negociar que se le ofrecieron, debatieron y que tan a menudo se insinuaron. Entre ellas estaban la Autoridad de Acceso, los dos tratados de paz y el concepto de «ciudad garantizada». Al final, Jruschov nunca cumplió ninguno de sus plazos, ni aceptó las muchas opciones que había tenido para obligar a los aliados occidentales a negociar. Después de tres años de ultimátums y de amenazas espeluznantes, el único verdadero «triunfo» de Jruschov fue la construcción del muro de Berlín, que a la postre llegó a simbolizar el fracaso de la política soviética en Berlín.
Jruschov estaba preso en una red creada por él mismo. Atrapado, descubrió que no podría satisfacer sus demandas sin ir a la guerra. Mas nunca estuvo dispuesto a ello, y sin embargo no se atrevió a aceptar las ofertas de negociación de Occidente para no ser acusado por los «halcones» del Kremlin y sus cohortes chinas de haber aceptado muy poco a cambio. Jruschov, demasiado débil para desviar a sus «palomas» hacia un camino más agresivo, y demasiado inseguro de su situación para exigir concesiones a sus «halcones», dio largas todo el tiempo que pudo, y luego lo arriesgó todo a una desesperada apuesta, colocando misiles en Cuba.
La crisis de Berlín, junto con su culminación, en la crisis de los proyectiles cubanos, constituyó un momento decisivo en la Guerra Fría, aunque entonces no se viera así. Si las democracias no se hubiesen dejado consumir por sus disputas internas, podrían haber considerado la crisis de Berlín como lo que fue, es decir, una demostración de la latente debilidad soviética. A la postre, Jruschov fue obligado a seguir conviviendo con una avanzada occidental situada muy adentro del territorio soviético, sin haber alcanzado ninguna de las metas anunciadas con tanta fanfarria cuando desató la crisis. De este modo, se reafirmó la división de Europa en dos bloques, como lo estuvo durante la Revolución húngara de 1956. Ambos bandos se quejarían de esta situación, pero ninguno intentaría alterarla por la fuerza.
El resultado del fracaso de las iniciativas de Jruschov tanto en Berlín como en Cuba fue que la Unión Soviética no volvió a arriesgarse a desafiar de manera directa a los Estados Unidos, excepto durante un breve estallido al término de la guerra de Oriente Medio de 1973. Aunque los soviéticos reunieron un gran arsenal de misiles de alcance intercontinental, el Kremlin nunca lo consideró suficiente para lanzar una amenaza directa a los derechos establecidos de los Estados Unidos. En cambio, la presión militar soviética se desvió, dedicándose a apoyar las llamadas guerras de liberación nacional en regiones del mundo en desarrollo como Angola, Etiopía, Afganistán y Nicaragua.
Durante una década los soviéticos no volvieron a tratar de impedir el acceso a Berlín, que continuó bajo los procedimientos ya establecidos. Mientras tanto, el reconocimiento del régimen alemán oriental se logró gradualmente como decisión de Alemania Occidental, con el apoyo de todos los partidos alemanes importantes, y no como iniciativa impuesta por los Estados Unidos. Con el tiempo, los Aliados explotarían la impaciencia soviética por lograr el reconocimiento de Alemania Oriental, insistiendo en el requisito de que la Unión Soviética aplicara rigurosos procedimientos de acceso a Berlín, además de confirmar su status de cuatro potencias. Los soviéticos aceptaron formalmente estas condiciones en el Acuerdo Cuatripartito de 1971. No habría nuevos desafíos a Berlín ni a las rutas de acceso hasta que el muro fue derribado en 1989, dando paso a la reunificación de Alemania. Después de todo, la contención había funcionado bien.