813.
En diciembre de 1961, Bundy trató de tranquilizar a Bonn refiriéndose al «fundamental» propósito norteamericano de asegurar que el pueblo alemán «no tenga ninguna causa legítima para arrepentirse de haber confiado en nosotros». Al mismo tiempo, advirtió contra toda errónea interpretación de que esta garantía fuese un cheque en blanco. «No podemos otorgar —y ningún estadista alemán lo ha pedido— un veto de Alemania a la política de Occidente. Una asociación de hombres libres nunca podrá proceder por la actitud de sólo uno de sus miembros.»814
En realidad, estas frases conciliadoras se anularon entre sí. Puesto que las posiciones declaradas de los Estados Unidos y de Alemania eran irreconciliables, puesto que Alemania dependía totalmente de los Estados Unidos para la defensa de Berlín, negar el veto a Bonn sólo podía dar uno de dos resultados: un riesgo de guerra por una causa en la que el gobierno de Kennedy había afirmado que no creía, o imponer a Bonn unas ideas que habían sido ya rechazadas por los gobernantes alemanes. Lo primero no habría podido sostenerse en el Congreso norteamericano ni en la opinión pública; lo segundo habría arruinado el compromiso de Alemania con Occidente y la cohesión de la Alianza del Atlántico.
Las relaciones entre Washington y Bonn fueron resquebrajándose cada vez más. El Departamento de Estado, temiendo un estancamiento y una ruptura con Adenauer, dio largas al asunto durante varios meses y no aplicó la directiva de Kennedy de exigir negociaciones directas con Moscú, o, mejor dicho, celebró reuniones sin aportar muchas ideas nuevas. Si Jruschov hubiese tenido un sentido de las proporciones, habría podido percatarse de que ése era el momento de ver cuál de las varias sugerencias de Occidente podía convertirse en una dura política de cambio. Sin embargo, siguió aumentando las apuestas y evitó las negociaciones.
Durante este período de diplomacia en suspenso y tensión interaliada, yo me vi en la periferia de la política de la Casa Blanca como asesor del Consejo Nacional de Seguridad. Aunque tuve conocimiento de las cuestiones que se estaban discutiendo y de las diversas corrientes que giraban en torno del presidente, no participé personalmente en las decisiones finales. Los tradicionalistas de la OTAN, en particular Acheson, que actuaba como consultor externo en aquellos intervalos en que su áspera lengua no le había hecho caer en desgracia frente al presidente, se mostraban adversos a toda negociación. Como De Gaulle y Adenauer, no podían ver ninguna mejora concebible en emprender nuevos procedimientos de acceso, y sólo esperaban encontrar acritud en los intentos por negociar la cuestión de la unificación alemana.
Por mucho que yo admirara a Acheson, no creí que pudiera sostenerse una estrategia obstruccionista. Cada vez que Jruschov lo deseara, podría imponer una negociación; ningún gobernante occidental, ni siquiera De Gaulle, podría exigir a su público la necesidad de un choque si antes no demostraba que había intentado por todos los medios evitarlo. A mí me pareció de vital importancia evitarlo, negociar según una agenda soviética, presentando un plan norteamericano para el futuro de Alemania. Yo temía por la cohesión de los Aliados si las decisiones se relegaban a una conferencia o se veían sometidas a plazos. En cuestión de procedimientos, prefería la negociación; en la cuestión principal, estaba más cerca de las posiciones tradicionales de Adenauer y de Acheson.
Mi breve estancia en la Casa Blanca durante los años de Kennedy dio lugar a cierto número de encuentros con Adenauer. Me sirvieron, dolorosamente, para comprender la enorme desconfianza que la crisis de Berlín había despertado entre los que fueran íntimos aliados. En 1958, poco después de publicarse mi libro Nuclear Weapons and Foreign Policy [Armas nucleares y política exterior]815, Adenauer me había invitado a visitarle. Yo era por entonces un joven profesor un tanto desconocido. Durante la conversación, Adenauer me dijo enérgicamente que no me dejara engañar por la apariencia de un monolítico bloque comunista que se extendía desde el Báltico hasta el sureste de Asia: en su opinión, era inevitable una ruptura entre China y la Unión Soviética. Tenía esperanzas, me dijo, de que cuando esto ocurriera las democracias pudieran aprovecharlo.
Yo nunca había oído hablar de esa perspectiva ni creí en ella. Adenauer debió de interpretar mi asombrado silencio como una aprobación, pues cuando se reunió con Kennedy tres años después concluyó una perorata sobre lo inevitable de una escisión chino-soviética diciendo que yo había estado de acuerdo con él. Poco después recibí un mensaje de Kennedy diciendo que me agradecería que, en adelante, yo no sólo compartiera mis ideas geopolíticas con el canciller alemán, sino también con él.
La Casa Blanca me pidió a comienzos de 1962 que tratara de calmar las preocupaciones (expresadas cada vez más ruidosamente) del canciller alemán por la política del gobierno de Kennedy respecto de Berlín. Tal vez suponían que, como resultado de este intercambio de ideas entre Adenauer y Kennedy, yo estuviera más cerca de Adenauer de lo que probablemente lo estaba. Yo debía informar a Adenauer del enfoque norteamericano de las negociaciones, del plan de contingencia militar para Berlín y, como consideración especial, de la capacidad nuclear de los Estados Unidos, que, según se me dijo, nunca habían compartido con ningún aliado, salvo Gran Bretaña.
Aquélla resultó ser una tarea formidable. Apenas había empezado a hablar cuando Adenauer me interrumpió: «Eso ya me lo dijeron en Washington, y no me impresionó allí; ¿por qué creen que me impresionará aquí?» Le contesté con energía que yo no era un empleado del gobierno, que se me había pedido visitarlo para calmar sus preocupaciones y que debía oírme antes de extraer conclusiones.
Adenauer se quedó asombrado. Me preguntó cuánto tiempo pasaba yo trabajando como asesor de la Casa Blanca. Cuando le dije que cerca del 25 %, me respondió con calma: «En ese caso, supondré que usted me está diciendo el 75 % de la verdad.» Esto lo dijo en presencia del embajador norteamericano, Walter C. Dowling, quien, según la fórmula matemática de Adenauer, por lo visto había estado mintiéndole todo el tiempo.
Pero aun en ese triste punto de las relaciones norteamericano-alemanas, Adenauer demostró que, para él, la confianza era un imperativo moral. Aunque la estrategia nuclear no fuera su principal tema de interés, agradeció profundamente la muestra de confianza implícita en la información nuclear que Washington le había enviado a través de mí. Al haber emigrado de Alemania a los quince años (unos veinticinco años antes), yo no consideré que mi vocabulario alemán fuese el más apropiado para hablar de armas nucleares, y expresé en inglés mi parte de la conversación. Nuestro intérprete fue un miembro del personal de la cancillería. Veinticinco años después, ese funcionario, quien para entonces era viejo y estaba retirado, me escribió para decirme que, como cualquier intérprete digno de ese nombre, había llevado un registro de la información nuclear y lo había presentado a Adenauer. La respuesta del canciller fue que había dado su palabra de que esa información se consideraría confidencial, y que, por tanto, conservar aunque sólo fuese un ejemplar en el archivo sería incompatible con su promesa. Dicho esto, ordenó destruir todos los documentos en que se relataba esa parte de nuestra conversación.
No obstante, en abril de 1962, las relaciones norteamericano-alemanas se hallaban fuera de todo control. El 21 de abril se dejó filtrar un plan norteamericano que pedía la creación de una Autoridad Internacional de Acceso para controlar el tráfico de entrada y salida de Berlín. Consistiría en cinco participantes occidentales (las tres potencias occidentales de ocupación más la República Federal y Berlín occidental), otros cinco comunistas (la Unión Soviética, Polonia, Checoslovaquia, la República Democrática Alemana y Berlín oriental) y tres neutrales (Suecia, Suiza y Austria). La unificación sería promovida por cierto número de comités compuestos, a partes iguales, por funcionarios de las dos Alemanias.
Como era de prever, Adenauer se opuso frontalmente a la creación de una Autoridad de Acceso, especialmente si en ésta Alemania Oriental y Occidental tenían el mismo status. Además, la participación de representantes de Berlín oriental y occidental debilitaría el ya frágil status de cuatro potencias de la ciudad, y daría relieve al papel de Alemania Oriental. Como el número de comunistas que habría en la Autoridad de Acceso sería igual al número de representantes de las democracias, la decisión recaería en tres países débiles y neutrales, expuestos al chantaje soviético. Adenauer consideró que éste era un pobre sustituto del hasta entonces vigente compromiso norteamericano.
Adenauer decidió poner el dedo en la llaga, y dio el paso, para él sin precedentes, de criticar en público a su principal aliado. En conferencia de prensa del 7 de mayo de 1962 rechazó categóricamente la Autoridad Internacional de Acceso.
Me parece que no se puede aplicar todo este plan. Ustedes saben bien que, al final, tres países, a saber, Suecia, Austria y Suiza, tendrán el voto decisivo, ya que los votos del Este y los del Oeste quizá se anularán unos a otros. Entonces, quiero preguntar a ustedes si esos países responderían afirmativamente si se les preguntara si les gusta este papel. ¡Yo no lo creo!