582.
Si el análisis de Stalin era correcto, entonces no existía una diferencia esencial entre Hitler y los aliados de la Unión Soviética en la guerra contra Hitler. Tarde o temprano sería inevitable un nuevo conflicto, y lo que la Unión Soviética estaba experimentando era un armisticio, no una verdadera paz. La tarea que Stalin planteó a la Unión Soviética era la misma de antes de la guerra, es decir, fortificarse lo suficiente para desviar el conflicto inevitable hacia una guerra civil capitalista, alejándolo de un ataque a la patria del comunismo. Toda perspectiva duradera de que la paz aligerara el destino cotidiano de los pueblos soviéticos se había esfumado. Se promovería la industria pesada, continuaría la colectivización de la agricultura y toda oposición interna sería aplastada.
Stalin pronunció su discurso en el habitual tono anterior a la guerra, como un catecismo en que él planteaba sus preguntas y luego él mismo las respondía. A su público, atemorizado, ya le era familiar el estribillo: Stalin estaba amenazando con aniquilar a unos enemigos todavía no identificados por tratar de frustrar el proyecto socialista. Casi cualquier ciudadano soviético sabía por experiencia que aquellas amenazas no eran en vano. Al mismo tiempo, Stalin también estaba fijándose nuevas y ambiciosas metas como la decuplicación de la producción de hierro, la producción de acero multiplicada por 15, y la cuadruplicación de la producción petrolífera. «Sólo en esas condiciones quedará nuestro país asegurado contra toda eventualidad. Tal vez esto requiera de tres nuevos planes quinquenales, si no más. Pero se puede hacer, y deberemos hacerlo.»583 Tres planes quinquenales significaban que ninguno de los supervivientes de las purgas y de la Segunda Guerra Mundial llevaría jamás una vida normal.
Cuando Stalin pronunció este discurso, los ministros de Exteriores de la alianza victoriosa aún se reunían regularmente, las tropas norteamericanas se estaban retirando a toda prisa de Europa y Churchill aún no había hablado del Telón de Acero. Stalin estaba restableciendo una política de confrontación con Occidente porque entendía que el Partido Comunista, forjado por él, no podría sostenerse en un entorno internacional o interior dedicado a la coexistencia pacífica.
Es posible, en realidad creo que muy probable, que Stalin no se propusiera tanto establecer lo que llegaría a conocerse como órbita de satélites, cuanto fortalecer su posición para afrontar el inevitable choque diplomático. En realidad, su dominio absoluto de Europa oriental sólo fue retóricamente desafiado por las democracias, y nunca de un modo que incluyera riesgos que Stalin debiera tomar en serio. Por consiguiente, la Unión Soviética pudo convertir la ocupación militar en toda una red de regímenes satélites.
La reacción de Occidente a su propio monopolio nuclear profundizó aún más el estancamiento. De un modo irónico, los científicos dedicados a evitar la guerra nuclear empezaron a difundir la asombrosa proposición de que las armas nucleares no alteraban la supuesta lección de la Segunda Guerra Mundial, es decir, que el bombardeo estratégico podría no ser decisivo584. Al mismo tiempo, la propaganda del Kremlin acerca de que la situación estratégica no se había alterado empezó a ser aceptada por todos. La razón de que la doctrina militar norteamericana de finales de los años cuarenta aceptara esta opinión tuvo que ver con su propia dinámica burocrática. Al no querer reconocer que alguna arma era decisiva, los jefes de los servicios militares norteamericanos hicieron que sus propias organizaciones parecieran más indispensables. Desarrollaron así un concepto que trataba las armas nucleares como un explosivo poderoso, un poco más eficaz, en una estrategia general basada en la experiencia de la Segunda Guerra Mundial. En el período de mayor fuerza relativa de las democracias, este concepto suscitó el erróneo y generalizado temor de que la Unión Soviética fuese militarmente superior, porque sus ejércitos convencionales eran más numerosos.
Como en los años treinta, fue Churchill, convertido ya en líder de la oposición, quien trató de recordar sus necesidades a las democracias. El 5 de marzo de 1946, en Fulton, Missouri, dio la señal de alarma contra el expansionismo soviético585, al describir un «Telón de Acero» que había caído «desde Stettin, en el Báltico, hasta Trieste, en el Adriático». Los soviéticos habían instalado gobiernos procomunistas en todo país que hubiese sido ocupado por el Ejército Rojo, así como en la zona soviética de Alemania, cuya parte más útil, recalcó, había sido entregada a los soviéticos por los Estados Unidos. Al final, esto «daría a los derrotados alemanes la capacidad de ofrecerse en subasta entre los soviéticos y las democracias occidentales».
Churchill concluyó diciendo que era necesaria una alianza de los Estados Unidos y la Commonwealth para hacer frente a la amenaza inmediata. Sin embargo, la solución a largo plazo era la unidad europea, «de la cual ninguna nación puede quedar permanentemente proscrita». Churchill, primer y principal adversario de la Alemania de los años treinta, se convirtió así en el primer y principal partidario de la reconciliación con la Alemania de los años cuarenta. A pesar de todo, el tema central del discurso de Churchill fue que el tiempo no corría en favor de las democracias, y que era apremiante buscar un acuerdo general:
No creo que la Rusia soviética desee la guerra. Lo que desea son los frutos de la guerra y la expansión indefinida de su poder y de sus doctrinas. Pero lo que hemos de considerar aquí y ahora, mientras aún nos queda tiempo, es la prevención permanente de la guerra y el establecimiento de condiciones de libertad y de democracia tan pronto como sea posible y en todos los países. No desaparecerán nuestras dificultades y peligros si cerramos los ojos ante ellos. No se suprimirán si nos limitamos a esperar a ver qué pasa; tampoco se eliminarán mediante una política de apaciguamiento. Lo que se necesita es un acuerdo, y cuanto más tarde más difícil será, y más aumentarán nuestros peligros