426.
Ésa fue, sin duda, una declaración precisa de las prioridades de Hitler: de Gran Bretaña deseaba que no interviniera en los asuntos continentales, y de la Unión Soviética deseaba Lebansraum, o espacio vital. Una medida de lo logrado por Stalin es que estuviera a punto de invertir las prioridades de Hitler, aunque sólo temporalmente.
En respuesta a las preguntas de Molotov, von der Schulenburg le informó que Hitler estaba dispuesto a enviar de inmediato a Moscú a su ministro de Exteriores, Joachim von Ribbentrop, con plenos poderes para resolver todas las cuestiones importantes. A Stalin no le pasó por alto que Hitler estaba dispuesto a negociar a un nivel que Gran Bretaña constantemente había evitado, pues ningún ministro británico consideró apropiado visitar Moscú durante todos los meses de negociaciones, aunque algunos hubiesen llegado hasta Varsovia.
Stalin, que no deseaba mostrar su juego hasta saber precisamente lo que se le ofrecía, aumentó un poco más la presión sobre Hitler. Molotov recibió instrucciones de expresar su agradecimiento por el entusiasmo de Ribbentrop, pero se necesitaba un acuerdo de principios antes de poder determinar la utilidad de una visita. Se invitó así a Hitler a hacer una propuesta concreta, que incluyera un protocolo secreto sobre cuestiones territoriales específicas. Hasta el obtuso Ribbentrop debió de captar el propósito de la petición de Molotov. Si algo se filtraba de la propuesta, sólo sería un borrador alemán; Stalin conservaría limpias las manos, y si fracasaba la negociación se diría que los soviéticos se habían negado a hacerse cómplices del expansionismo alemán.
Para entonces, el nerviosismo de Hitler había llegado al paroxismo. Sólo le quedaban algunos días para decidirse a atacar Polonia. El 20 de agosto escribió directamente a Stalin. La propia carta fue casi un desafío para los funcionarios del protocolo alemán. Como el único título de Stalin era «Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética» y no ocupaba ningún puesto de gobierno, no sabían cómo dirigirse a él. Por último, la carta fue enviada simplemente a «M. Stalin, Moscú». Decía: «Estoy convencido de que la sustancia del protocolo suplementario que desea la Unión Soviética podrá aclararse en el más breve tiempo posible si un responsable estadista alemán puede ir en persona Moscú a negociar.»427
Stalin había ganado el juego de mantener abiertas las opciones soviéticas hasta el último segundo, pues estaba claro que Hitler le ofrecería gratuitamente lo que, en cualquier alianza con Gran Bretaña y Francia, sólo habría ganado después de una sangrienta guerra con Alemania. El 21 de agosto respondió Stalin, expresando su esperanza «de que el Pacto de No Agresión Germano-Soviético constituirá un giro decisivo para bien de las relaciones políticas entre nuestros dos países...»428. Se invitó a Ribbentrop a ir a Moscú cuarenta y ocho horas después, el 23 de agosto.
Ribbentrop no llevaba ni una hora en Moscú cuando lo condujeron a la presencia de Stalin. El jefe soviético mostró poco interés en un pacto de no agresión, y menos aún en las declaraciones de amistad que Ribbentrop había incluido en sus observaciones. El punto central de su atención fue el protocolo secreto que dividiría Europa oriental. Ribbentrop propuso que Polonia se dividiera en esferas de influencia a lo largo de la frontera de 1914; la diferencia principal era que Varsovia quedaría del lado alemán. Se dejaba pendiente la cuestión de si se mantendría cierta apariencia de independencia polaca, o si Alemania y la Unión Soviética se anexionarían todas sus conquistas. Respecto a los Estados del Báltico, Ribbentrop propuso que Finlandia y Estonia quedaran dentro de la esfera rusa (dando así a Stalin su codiciada zona de protección alrededor de Leningrado), que Lituania fuese para Alemania y que se hiciera una partición de Letonia. Cuando Stalin exigió toda Letonia, Ribbentrop telegrafió a Hitler, quien cedió... como cedería a la exigencia de Stalin de arrancar Besarabia a Rumania. Ribbentrop, lleno de júbilo, regresó a Berlín, donde un eufórico Hitler lo saludó como a un «segundo Bismarck»429. Sólo habían transcurrido tres días entre el mensaje inicial de Hitler a Stalin y la consumación de una revolución diplomática.
Después vendría el habitual análisis de quién era el responsable de este escandaloso giro de los acontecimientos. Algunos culparon al renuente estilo de negociar de Gran Bretaña. El historiador A. J. P. Taylor ha señalado que, en los intercambios entre Gran Bretaña y la Unión Soviética, los soviéticos, de manera poco usual, respondían a las propuestas británicas con mucho mayor rapidez que los ingleses a los mensajes soviéticos. A partir de este hecho, Taylor llegó a la conclusión, incorrecta a mi parecer, de que el Kremlin estaba mucho más impaciente que Londres por sellar una alianza430. Creo que se trató, más bien, de que Stalin deseaba mantener en juego a Gran Bretaña, y no espantarla prematuramente... al menos hasta que pudiese precisar las intenciones de Hitler.
Es evidente que el gabinete británico cometió una serie de graves errores psicológicos. No sólo ningún ministro visitó Moscú, sino que Londres aplazó su acuerdo de planificación militar conjunta hasta comienzos de agosto. Aun entonces, el jefe de la delegación británica fue un almirante, aunque la guerra en tierra fuese el tema principal, si no el único que preocupaba a los soviéticos. Además, la delegación fue a la Unión Soviética en barco, tardando cinco días en llegar a su destino, lo que no mostraba precisamente mucha urgencia. En último término, por muy dignas que fuesen sus consideraciones morales, la renuencia de Gran Bretaña a garantizar los estados del Báltico tenía que ser interpretada por el paranoico dirigente de Moscú como una invitación a que Hitler atacara a la Unión Soviética, pasando por alto a Polonia.
Sin embargo, no fue la torpe conducta diplomática de Gran Bretaña la que condujo al Pacto Nazi-Soviético. El verdadero problema fue que Gran Bretaña no podía satisfacer las condiciones de Stalin sin abandonar todos los principios que había defendido desde el fin de la Primera Guerra Mundial. No tenía objeto trazar una línea defensiva contra la violación de pequeños países por Alemania si eso implicaba tener que otorgar el mismo privilegio a la Unión Soviética. Unos dirigentes británicos más cínicos habrían trazado la línea en la frontera soviética, y no en la de Polonia, mejorando así muchísimo la posición negociadora de Gran Bretaña ante la Unión Soviética y dando a Stalin un verdadero incentivo para negociar la protección de Polonia. Por cuestiones de crédito moral, las democracias no pudieron decidirse a consagrar otra serie de agresiones, ni siquiera en favor de su propia seguridad. La Realpolitik habría dictado un análisis de las implicaciones estratégicas de la garantía de Gran Bretaña a Polonia, mientras que el orden internacional de Versalles exigía que el devenir de Gran Bretaña se basara en consideraciones esencialmente morales y jurídicas. Stalin tenía una estrategia, pero no principios; las democracias defendieron los principios sin crear siquiera una estrategia.
No era posible defender Polonia estando paralizado el ejército francés tras la Línea Maginot y el ejército soviético aguardando dentro de sus propias fronteras. En 1914, las naciones de Europa habían entrado en guerra porque la planificación militar y la política habían perdido todo contacto mutuo. Mientras el estado mayor de cada nación había perfeccionado sus planes, los dirigentes políticos no los habían comprendido ni tenían unos objetivos políticos proporcionales a la magnitud del esfuerzo militar realizado.
En 1939, la planificación militar y la política volvieron a perder contacto, esta vez por las razones exactamente opuestas. Las potencias occidentales tenían un objetivo político eminentemente sensato y moral: contener a Hitler. Pero nunca lograron crear una estrategia militar para alcanzar esa meta. En 1971, los estrategas fueron demasiado implacables; en 1939, demasiado discretos. En 1914, los militares de cada país ya no podían contener sus ansias de guerrear; en 1939, tenían tantas dudas (hasta en Alemania) que renunciaron a su juicio en favor de los jefes políticos. En 1914, había habido estrategia, pero no política; en 1939, hubo política, pero no estrategia.
Rusia desempeñó un papel decisivo en el estallido de ambas guerras. En 1914, había contribuido a la guerra al apegarse rígidamente a su alianza con Serbia y a su inflexible calendario de movilización; en 1939, cuando Stalin disipó los temores de Hitler de una guerra en dos frentes, debió de saber que estaba haciendo inevitable una guerra general. En 1914, Rusia había entrado en guerra para defender su honor; en 1939 fomentó la guerra para participar en los botines de guerra de las conquistas de Hitler.
Alemania, por su parte, se comportó exactamente del mismo modo antes del estallido de ambas guerras mundiales: con impaciencia y falta de perspectiva. En 1914, había entrado en guerra para quebrantar una alianza que casi seguramente no se habría formado de no ser por las bravatas de Alemania; en 1939, fue incapaz de aguardar su inevitable evolución hasta llegar a ser la nación más decisiva de Europa. Ello habría requerido una estrategia opuesta a la de Hitler: un período de reposo para dejar que se asimilaran las realidades geopolíticas posteriores a Munich. En 1914, el desequilibrio emocional del emperador alemán y su falta de un concepto claro del interés nacional le habían impedido ser paciente; en 1939, un ingenioso psicótico resuelto a iniciar la guerra mientras aún se hallaba en posesión de todas sus facultades físicas dejó de lado todo cálculo racional. Una buena medida de cuán innecesario era para Alemana ir a la guerra en ambos casos se muestra por el hecho de que, pese a sufrir dos grandes derrotas y después de ser privada de casi un tercio de su territorio anterior a la Primera Guerra Mundial, Alemania sigue siendo la nación más poderosa de Europa y, probablemente, la que ejerce mayor influencia.
En cuanto a la Unión Soviética, en 1939, estaba mal equipada para la lucha que ya iba a comenzar. Sin embargo, al término de la Segunda Guerra Mundial fue considerada una superpotencia. Como lo hiciera Richelieu en el siglo XVII, Stalin en el siglo XX aprovechó la fragmentación de Europa central. El ascenso de los Estados Unidos a la categoría de superpotencia se debió al poderío industrial de la nación. El ascenso soviético tuvo su origen en la implacable manipulación de la subasta de Stalin.