898.

En abril de 1954, durante la campaña de Acción Unida de Dulles para salvar Dien Bien Phu, Kennedy, en un discurso en el Senado, se opuso a toda intervención mientras Indochina continuara siendo colonia francesa899. Pero en 1956, después de la retirada de Francia y de la independencia de Vietnam del Sur, Kennedy estuvo dispuesto a creer en la ortodoxia prevaleciente: «Ésta es nuestra creación; no podemos abandonarla.» Al mismo tiempo, reiteró que el conflicto no era tanto un desafío militar cuanto político y moral «en un país en que no tienen sentido los conceptos de libre empresa y de capitalismo, en que la pobreza y el hambre no son enemigos a través del paralelo 17, sino enemigos en el centro [...] Lo que tenemos que ofrecerles es una revolución; una revolución política, económica y social, muy superior a todo lo que los comunistas puedan ofrecer». Estaba en juego nada menos que la credibilidad de los Estados Unidos: «Y si cae víctima de alguno de los peligros que amenazan su existencia —el comunismo, la anarquía política, la pobreza y demás— entonces se hará responsables, con cierta justificación, a los Estados Unidos; y nuestro prestigio en Asia caerá hasta un nivel ínfimo.»900

El remedio, parecía estar diciendo Kennedy, era hacer que la víctima fuese presa menos fácil de la agresión. Este enfoque engendraría un nuevo concepto que antes no se encontraba en el vocabulario diplomático, y que aún hoy nos acompaña: la «formación de naciones». La estrategia predilecta de Kennedy era fortalecer a los survietnamitas para que ellos mismos pudiesen resistir a los comunistas. Se trabajó en acciones cívicas y reformas internas, y se modificó la retórica oficial para sugerir que el prestigio y la credibilidad de los Estados Unidos (no necesariamente su seguridad) se encontraban en la línea de fuego en Vietnam.

Cada nuevo gobierno obligado a tratar con Indochina parecía más profundamente atraído al embrollo. Truman y Eisenhower habían establecido el programa de ayuda militar; la insistencia de Kennedy en la reforma hizo que los norteamericanos participaran cada vez más en la política interna de Vietnam del Sur. El problema era que la reforma y la formación de la nación de Vietnam del Sur necesitarían décadas enteras para dar frutos. En Europa, durante los años cuarenta y cincuenta, los Estados Unidos habían apoyado a países ya establecidos y con sólidas tradiciones políticas, ofreciéndoles el Plan Marshall y la ayuda de la alianza militar de la OTAN. Pero Vietnam era un país recién nacido y no tenía instituciones sobre las que erigirse. El principal problema consistió en ver si el objetivo político norteamericano de introducir una democracia estable en Vietnam del Sur no podría alcanzarse a tiempo para impedir una victoria de los guerrilleros; en lo cual consistía el objetivo estratégico norteamericano. Los Estados Unidos tendrían que modificar sus objetivos políticos o sus objetivos militares.

Cuando Kennedy tomó posesión, la guerra de guerrillas en Vietnam del Sur había alcanzado suficiente nivel de violencia para impedir la consolidación del gobierno de Ngo Dinh Diem, pero todavía sin despertar dudas acerca de su supervivencia. Esta aparente estabilización de la actividad guerrillera hizo creer al gobierno de Kennedy que un nuevo esfuerzo relativamente pequeño le daría la victoria absoluta. Sin embargo, la temporal calma se debió sobre todo a la preocupación de Hanoi por Laos; resultó ser la calma que precede a la tempestad. Una vez abiertas las rutas de aprovisionamiento a través de Laos, la guerra de guerrillas en el Sur volvió a intensificarse, y los dilemas de los Estados Unidos se hicieron cada vez más insolubles.

El gobierno de Kennedy empezó a meterse en la ciénaga vietnamita en mayo de 1961 con una misión del vicepresidente Johnson a Saigón para «evaluar» la situación. Esas misiones casi invariablemente son señal de que ya se ha tomado una decisión. Ningún vicepresidente se encuentra en posición de forjarse, en una visita de dos o tres días, un juicio independiente acerca de una guerra de guerrillas que lleva ya diez años actuando. Aunque suele tener total acceso a las fuentes de información y espionaje (dependiendo del presidente), no cuenta con un personal adecuado para hacer un análisis extenso, y menos para su seguimiento. Las misiones vicepresidenciales al extranjero generalmente pretenden reforzar el prestigio norteamericano o dar más credibilidad a unas decisiones ya tomadas.

El viaje de Johnson a Vietnam fue un ejemplo típico de estas reglas. Antes de anunciar la misión, Kennedy se reunió con el senador J. William Fulbright, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, y le advirtió que tal vez tuviera que enviar tropas norteamericanas a Vietnam y Tailandia. El senador Fulbright le prometió su apoyo, siempre que los países en cuestión hubiesen pedido esa ayuda901. La reacción de Fulbright fue típicamente norteamericana. Un Richelieu, Palmerston o Bismarck habría preguntado a qué interés nacional se estaba atendiendo; Fulbright se preocupó más por la posición jurídica y moral de los Estados Unidos.

Junto con la partida de Johnson, se dio a conocer una directiva del Consejo Nacional de Seguridad, fechada el 11 de mayo, que establecía el objetivo nacional de los Estados Unidos: impedir la dominación comunista en Vietnam del Sur. La estrategia sería «crear en ese país una sociedad viable y cada vez más democrática» a través de acciones militares, políticas, económicas, psicológicas y encubiertas902. El principio de contención había dado paso a un nuevo concepto: la formación de naciones.

Johnson informó que el mayor peligro en Indochina no era el desafío comunista, al que, por razones no explicadas, llamó «momentáneo», sino el hambre, la ignorancia, la pobreza y la enfermedad. Diem le pareció admirable a Johnson, pero «alejado» de su pueblo; la única opción de los Estados Unidos, afirmó, estaba entre apoyar a Diem o retirarse903. Vietnam del Sur se podría salvar siempre que los Estados Unidos intervinieran de inmediato y decisivamente. Johnson no explicó cómo podrían los Estados Unidos erradicar el hambre, la pobreza y la enfermedad en un período que dependería del ritmo de la guerra de guerrillas.

Tras enunciar el principio, el gobierno se vio obligado entonces a establecer una política. Sin embargo, durante los tres meses siguientes estuvo preocupado por la crisis de Berlín. Para cuando pudo volver a centrarse en Vietnam, en otoño de 1961, la situación se había deteriorado hasta tal punto que sólo podría mejorar mediante algún tipo de intervención militar de los Estados Unidos.

El general Maxwell Taylor, asesor militar del presidente, y Walt Rostow, director del Personal de Planificación Política del Departamento de Estado, fueron enviados a Vietnam a desarrollar una política apropiada. A diferencia del vicepresidente, Taylor y Rostow eran miembros del círculo interno de asesores de Kennedy; como Johnson, desde antes de salir de Washington tenían ideas ya arraigadas sobre la política que los Estados Unidos debían desarrollar para con Vietnam. El verdadero propósito de la misión era determinar la escala y el modo en que los Estados Unidos debían incrementar su participación.

De hecho, Taylor y Rostow recomendaron un enorme aumento de los asesores norteamericanos en todos los niveles del gobierno vietnamita. Se enviaría una fuerza logística militar de 8.000 hombres, una parte importante de los cuales eran asesores civiles, para ayudar a contener las inundaciones en el delta del Mekong, pero equipados con suficiente apoyo de combate para defenderse.

El resultado fue, de hecho, un compromiso entre los miembros del gobierno de Kennedy que deseaban limitar la participación norteamericana en Vietnam a un papel de asesoramiento y quienes favorecían la introducción inmediata de tropas. Estos últimos tampoco se mostraban unánimes sobre cuál debía ser la misión de las tropas norteamericanas; sólo coincidían al subestimar enormemente la magnitud del problema. El secretario de Defensa en funciones, William Bundy, calculó que unos 40.000 combatientes, el contingente que recomendaban los jefes conjuntos de estado mayor, tenían un 70 % de posibilidades de «contener la situación»904. Como la guerra de guerrillas no tiene punto intermedio entre la victoria y la derrota, «contener la situación» simplemente aplazaría el desastre mientras ponía en entredicho la credibilidad general de los Estados Unidos. Bundy añadió, proféticamente, que lo que describía como un 30 % de oportunidad de fracaso podría incluir un resultado como el sufrido por Francia en 1954. Al mismo tiempo, el secretario de Defensa, Robert McNamara, y los jefes del estado mayor conjunto calcularon que la victoria requeriría 205.000 norteamericanos si Hanoi y Beijing intervenían abiertamente905. En realidad, éste fue menos de la mitad del número de hombres que los Estados Unidos acabaron por enviar para combatir tan sólo a Hanoi.

El compromiso burocrático a menudo refleja la esperanza subconsciente de que entre tanto suceda algo para que un problema se resuelva por sí solo. Pero en el caso de Vietnam no había una base concebible para semejante esperanza. Entre unos cálculos oficiales que oscilaban entre 40.000 hombres para contener la situación y 205.000 para obtener la victoria, el gobierno de Kennedy tuvo que considerar el envío de 8.000 hombres tristemente inadecuado o como la primera «entrega» de una participación norteamericana cada vez mayor. Aunque un 70 % de probabilidades de «contener la situación» pudiera parecer atractivo, había que sopesarlas contra el impacto global de un desastre como el sufrido por Francia.

La corriente era claramente favorable al envío de mayores contingentes, pues Kennedy no había cambiado su evaluación de lo que estaba en juego. El 14 de noviembre de 1961, dijo a su grupo de colaboradores que la reacción de los Estados Unidos a la «agresión» comunista sería «examinada en ambos lados del Telón de Acero [...] como medida de las intenciones y de la determinación de su gobierno». Si los Estados Unidos preferían negociar a enviar refuerzos, podrían «ser juzgados, de hecho, más débiles que en Laos»906. Rechazó una propuesta de Chester Bowles y de Averell Harriman para entablar una «negociación» que aplicara los Acuerdos de Ginebra de 1954, es decir, un eufemismo para no decir que se renunciaba a todo el esfuerzo en Vietnam del Sur.

Pero si se rechazaba toda negociación y si se consideraba inevitable el refuerzo de las tropas, sólo podría evitarse un interminable compromiso norteamericano si Hanoi retrocedía. Sin embargo, esto habría exigido un único y enorme esfuerzo, suponiendo que pudiera lograrse, y no un envío escalonado y paulatino de tropas. Los Estados Unidos no estaban preparados para comprender que la verdadera elección era compromiso total o retirada, y que el curso más peligroso sería la escalada gradual.

Por desgracia, ésta estaba de moda. Tenía el propósito general de impedir que la planificación militar se independizara de las decisiones políticas, como había ocurrido en vísperas de la Primera Guerra Mundial. La respuesta gradual fue concebida originalmente como estrategia de la guerra nuclear para evitar el holocausto total. Sin embargo, aplicar una fuerza gradual para contener la agresión a la guerra de guerrillas, suponía el riesgo de provocar una escalada interminable. Cada compromiso limitado entrañaba el peligro de ser interpretado como fruto de la inhibición y no de la resolución, alentando así al enemigo a intensificarla escalada, puesto que éste podía razonar que ya habría tiempo para negociar cuando los riesgos fueran excesivos.

Una mayor atención a los antecedentes históricos habría mostrado que los gobernantes de Hanoi no iban a dejarse desalentar por esotéricas teorías de estrategia norteamericana, puesto que además poseían un verdadero genio para superar la tecnología occidental, y la democracia no era uno de sus objetivos ni un sistema que admiraran. El regocijo por la construcción pacífica del país no constituía una tentación para estos endurecidos veteranos acostumbrados por los franceses a la incomunicación y a décadas de guerra de guerrillas. La versión norteamericana de la reforma sólo provocó su desprecio. Habían luchado y sufrido toda su vida por un Vietnam comunista unido y por expulsar toda influencia extranjera. La guerra revolucionaria era su única profesión. En todo el mundo, los Estados Unidos no habrían podido encontrar un adversario más intratable.

El objetivo norteamericano, según Roger Hilsman, entonces director de la Oficina de Información e Investigación del Departamento de Estado, era reducir al Vietcong a unas «bandas de forajidos hambrientos y merodeadores que tuvieran que dedicar todas sus energías a mantenerse con vida»907. Pero ¿qué guerra de guerrillas en toda la historia ofrecía un precedente con ese resultado? En Malasia se habían necesitado 80.000 soldados británicos y el doble de tropas malayas para derrotar, al cabo de trece años, a un adversario de no más de 10.000 hombres que no tenía un apoyo considerable del exterior ni líneas seguras de comunicación, y que contaba con pocas oportunidades de aumentar su número. En Vietnam, el ejército guerrillero estaba formado por decenas de miles de hombres, y el Norte se había organizado como zona de retaguardia para la lucha, había construido bases a lo largo de cientos de kilómetros de frontera y conservaba la opción permanente de intervenir con un experimentado ejército norvietnamita cada vez que los guerrilleros se encontraran sometidos a excesiva presión.

Los Estados Unidos se habían metido en algo que en el mejor de los casos sería un empate, según el cálculo realizado por Bundy, utilizando 40.000 hombres, contingente para el que aún faltaba mucho. Cuando Kennedy tomó posesión del cargo, en Vietnam había unos 900 hombres. A finales de 1961, 3.164; cuando Kennedy fue asesinado en 1963, la cifra era de 16.263, con más en camino. En 1960, el número de muertos norteamericanos fue de cinco; en 1961, de 16; en 1963, de 123; y en 1964, el último año de paz antes de comprometer unidades norteamericanas de combate, el número había ascendido a más de 200. Sin embargo, la situación militar no había mejorado mucho.

Cuanto más aumentaba la presencia militar norteamericana en Vietnam del Sur, más subrayaban los Estados Unidos la reforma política; y cuanto más insistía Washington en el cambio interno, más se americanizaba la guerra. En su primera revisión de la defensa, el 28 de marzo de 1961, Kennedy repitió su tema central, es decir, que por muy poderosas que fueran las armas estratégicas de los Estados Unidos, sin embargo podrían ser carcomidas lentamente en las periferias «por las fuerzas de subversión, infiltración, intimidación, agresión indirecta o no declarada, revolución interna, chantaje diplomático y guerra de guerrillas»908, peligros que, a la postre, sólo se podrían superar mediante una reforma política y social que capacitara a las potenciales víctimas para defenderse por sí solas.

La insistencia en una reforma política y en una simultánea victoria militar estableció un círculo vicioso; éste resultaría ser uno de los muchos dilemas insolubles de Indochina, lo que el gobierno de Kennedy creyó que era de perogrullo. Dentro de unos vastos límites, los guerrilleros se encontraban en posición de imponer la intensidad de la guerra y, por tanto, el nivel de seguridad que, a corto plazo, era muy independiente del ritmo de la reforma. Cuanto mayor fuera la inseguridad, más autoritario se volvería el gobierno de Saigón. Mientras Washington considerara que los triunfos de los guerrilleros eran resultado, aunque fuera parcial, del retraso de la reforma, Hanoi podría maniobrar de tal modo que intensificara la presión norteamericana sobre ese mismo gobierno de Saigón al que estaba tratando de derrocar. El gobierno de Diem, atrapado entre ideólogos fanáticos en Hanoi e idealistas inexpertos en Washington, cayó en la rigidez y finalmente fue derrocado.

Hasta un dirigente político menos formado que Diem en las tradiciones de los mandarines habría encontrado dificilísimo formar una democracia pluralista en medio de una guerra de guerrillas y en una sociedad fragmentada por regiones, sectas y clanes. En toda empresa norteamericana era inherente un atisbo de credibilidad, no tanto porque los gobernantes de los Estados Unidos engañaran al público sino porque se engañaban a sí mismos acerca de su capacidad, incluso en la facilidad con que creían que las instituciones con que estaban familiarizados podían ser transferidas a otras culturas. Básicamente, el gobierno de Kennedy estaba aplicando las viejas suposiciones wilsonianas. Así como Wilson había creído que las ideas norteamericanas de democracia y diplomacia podrían arraigar en Europa en la forma de los Catorce Puntos, también el gobierno de Kennedy trató de dar a los vietnamitas unas reglas esencialmente norteamericanas para gobernarse a sí mismos. Si se podía deponer a los déspotas del Sur para situar a buenos demócratas, sin duda se aplacaría el conflicto de Indochina.

Cada nuevo gobierno norteamericano trató de hacer que la creciente ayuda a Vietnam estuviera condicionada a la reforma. Eso había hecho Eisenhower en 1954; Kennedy fue aún más insistente en 1961, pues prometió un enorme aumento de la ayuda, a condición de que se concediera a los Estados Unidos un papel de asesoramiento en todos los niveles de gobierno. Como era predecible, Diem se negó; a los caudillos de las luchas por la independencia rara vez les gusta sentir una tutela. El senador Mansfield, que visitó Vietnam a fines de 1962, revirtió su juicio anterior (véase el capítulo veinticinco), y convino en que el gobierno de Diem «parece más lejano y no más cercano a la creación de un gobierno popularmente responsable y sensible909.

Ese juicio fue atinado. Sin embargo, la pregunta clave era hasta qué punto esas condiciones se debían a las insuficiencias del gobierno, a una brecha cultural entre Vietnam y los Estados Unidos o a las depredaciones de los guerrilleros. Las relaciones entre el gobierno de los Estados Unidos y Diem se deterioraron durante todo el año de 1963. Los medios informativos de Saigón, que hasta entonces habían apoyado la participación norteamericana, se volvieron hostiles. En sus críticas no se cuestionaban los objetivos norteamericanos, como se haría después, sino cómo se pretendía encajar la creación de un Vietnam del Sur democrático y no comunista con un gobernante represivo como Diem. Hasta se sospechó que Diem estaba pensando en llegar a un acuerdo con Hanoi; el mismo proceder que, pocos años después, condenaría a otro presidente survietnamita, Nguyen Van Thieu, por rechazarlo.

La ruptura final con Saigón fue provocada por un conflicto entre los budistas survietnamitas y Diem, cuyo gobierno había emitido un edicto que prohibía a las sectas, los grupos religiosos o los partidos políticos enarbolar sus banderas. Obedeciendo esta orden, el 8 de mayo de 1963 sus tropas dispararon en Hue contra unos manifestantes budistas que protestaban, matando a varios de ellos. Las quejas de los manifestantes eran legítimas, y pronto fueron recogidas por los medios informativos internacionales, aunque la ausencia de democracia no fuese una de ellas. Los budistas, tan autoritarios como Diem, se negaron a plantear unas condiciones a las que Diem pudiese responder aunque se hubiese sentido inclinado a ello. A la postre, la cuestión no era tanto la democracia cuanto el poder. Paralizado por la guerra de guerrillas y por sus propias insuficiencias, el gobierno de Diem se negó a hacer concesiones. Washington intensificó su presión para que las hiciera, y exigió la dimisión de su hermano, Ngo Dinh Nhu, encargado de las fuerzas de seguridad; Diem interpretó esta démarche como una triquiñuela para dejarlo a merced de sus enemigos. La ruptura final ocurrió el 21 de agosto, cuando agentes de Nhu irrumpieron en muchas pagodas y detuvieron a 1.400 monjes.

El 24 de agosto, el recién llegado embajador Henry Cabot Lodge recibió instrucciones de exigir la dimisión de Nhu y de advertir a Diem que, en caso de negarse, los Estados Unidos «tendrían que considerar la posibilidad de no mantener en su cargo al propio Diem»910. Los jefes militares de Saigón debían ser informados oficialmente de que toda futura ayuda norteamericana dependería de la dimisión de Nhu, lo que los interlocutores vietnamitas de Lodge interpretaron en el sentido de que había que derrocar a Diem. Después, Kennedy y McNamara repetirían esencialmente la misma exigencia en público. Para que los generales no dejaran de comprender la insinuación, se les dijo que los Estados Unidos les darían «apoyo directo en todo el período interino de desplome del mecanismo del gobierno central»911. Los generales survietnamitas necesitaron casi dos meses para armarse de valor y atender las insinuaciones de su insistente aliado. Por fin, el 1 de noviembre, derrocaron a Diem y lo mataron, y a Nhu junto con él.

Al provocar la caída de Diem, los Estados Unidos concretaron su participación en Vietnam. En última instancia, toda guerra revolucionaria es una lucha por la legitimidad gubernamental; socavarla es el principal objetivo de los guerrilleros. La caída de Diem entregó gratuitamente este objetivo a Hanoi. A consecuencia del feudal estilo de gobierno de Diem, su caída afectó a cada parte de la administración civil, incluso la de las aldeas. Había que reconstruir la autoridad a partir de la nada, y la historia nos enseña esta implacable ley de hierro de las revoluciones: cuanto más extensa sea la erradicación de la autoridad, tanto más deberán basarse sus sucesores en la fuerza bruta para consolidarse, pues, a la postre, la legitimidad entraña la aceptación de una autoridad sin coacción. Su ausencia convierte cada pugna en una prueba de fuerza. Antes del golpe siempre había existido, al menos en teoría, la posibilidad de que los Estados Unidos se negaran a participar directamente en operaciones militares, como casi lo hizo Eisenhower aproximadamente diez años antes, cuando retrocedió al borde del abismo de Dien Bien Phu. Pero como se justificó el golpe diciendo que facilitaba un cumplimiento más eficaz de la guerra, toda retirada se desvaneció como opción política.

La caída de Diem no unificó al pueblo tras los generales, como había esperado Washington. Aunque The New York Times aclamó el golpe de Estado como una oportunidad «de rechazar nuevos avances comunistas en todo el sureste de Asia»912, lo que ocurrió fue precisamente lo contrario. El fundamento de una sociedad pluralista es el consenso en los valores subyacentes, que implícitamente ponen un límite a las pretensiones de los grupos o individuos en competencia. En Vietnam ese consenso había sido débil desde el principio. El golpe de Estado destruyó la estructura edificada durante más de una década, dejando en su lugar a un grupo de generales en pugna, sin experiencia ni partidarios políticos.

Tan sólo durante 1964 se sucedieron otros siete gobiernos, ninguno de los cuales tuvo siquiera una apariencia democrática, y todos fueron resultado de golpes militares de una u otra índole. Los sucesores de Diem, carentes de su prestigio nacionalista y de la figura paternal al estilo mandarín, casi no tuvieron más remedio que dejar la guerra en manos de los norteamericanos. A la caída de Diem se había dicho, con justicia, que «el problema no sería cómo alentar a un régimen de Vietnam del Sur que los Estados Unidos pudiesen apoyar, sino cómo descubrir a uno que los apoyara en la lucha contra los triunfantes comunistas»913.

En Hanoi, los agentes del poder saltaron sobre su oportunidad. Una reunión del Comité Central del Partido Comunista, en diciembre de 1963, fijó la nueva estrategia: se fortalecerían las unidades guerrilleras y se aceleraría la infiltración en el Sur. Aún fue más importante la decisión de introducir unidades regulares norvietnamitas: «Es tiempo de que el Norte aumente su ayuda al Sur; el Norte debe hacer pesar más su papel como base revolucionaria de toda la nación.»914 Poco después, la división regular 325 de Vietnam del Norte empezó a penetrar en el Sur. Antes del golpe de Estado, la infiltración desde el Norte había consistido sobre todo en hombres del Sur que se habían reagrupado en 1954; después, el porcentaje de los norteños aumentó continuamente hasta que, tras la Ofensiva del Tet de 1968, casi todos los infiltrados fueron norvietnamitas. Con la introducción de unidades regulares del ejército norvietnamita, ambos bandos cruzaron el Rubicón.

Kennedy fue asesinado poco después de la caída de Diem. El nuevo presidente, Lyndon Baines Johnson, interpretó la intervención de unidades regulares norvietnamitas como una agresión en toda regla. La diferencia fue que Hanoi estaba aplicando una estrategia, mientras que Washington simplemente sopesaba diversas teorías, ninguna de las cuales fue seguida hasta su conclusión.

Entre su afán de obtener una victoria no militar y sus presentimientos de un desastre militar, los Estados Unidos se enfrentaban a un dilema trágico. El 21 de diciembre de 1963, McNamara informó al nuevo presidente que la situación de la seguridad en Vietnam del Sur se había vuelto muy inquietante. Los Estados Unidos ya no podían evitar elegir entre la opción que había estado implícita todo el tiempo: emprender una radical escalada de su participación militar o permitir el desplome de Vietnam del Sur. El gobierno de Kennedy había temido entrar en la guerra junto a un aliado no democrático; el gobierno de Johnson temió abandonar al nuevo gobierno no democrático de Saigón más que participar en la guerra.

En la actualidad, sabemos que el último momento en que los Estados Unidos podrían haberse retirado de Vietnam con un costo tolerable, aunque ya grande, habría sido poco antes o poco después de la caída de Diem. El gobierno de Kennedy acertó al suponer que no podía ganar con Diem. El de Johnson se engañó creyendo que podía ganar con sus sucesores. A la luz de lo que siguió al golpe de Estado, habría sido más fácil para los Estados Unidos retirarse, dejando que Diem cayera por sus propias insuficiencias o, al menos, no obstaculizando las negociaciones que, según se sospechaba, planeaba entablar Diem con Hanoi. El análisis de Kennedy fue el correcto, al rechazar cualquiera de tales planes porque inevitablemente conduciría a una toma del poder por los comunistas. El problema era que los Estados Unidos no querían enfrentarse a las consecuencias del remedio ni aceptar el probable resultado de dejar que las cosas siguieran su curso.

Algunos ex miembros del gobierno de Kennedy han afirmado que, después de la elección presidencial de 1964, su presidente se proponía retirar las fuerzas norteamericanas, cuyo número iba en aumento. Otros, no menos bien enterados, lo han negado. Lo único que puede decirse a esta distancia acerca de la intención última de Kennedy es que cada sucesivo refuerzo a Vietnam hacía más difíciles sus opciones, y más penosas y costosas las consecuencias de cada envío o retirada. Cada mes aumentaba el compromiso norteamericano, primero tan sólo en lo militar, pero pronto también en la posición internacional de los Estados Unidos.

El asesinato de Kennedy dificultó aún más la salida de Vietnam por parte de los Estados Unidos. Si en realidad Kennedy había empezado a percatarse de que los Estados Unidos se habían lanzado en una dirección insostenible, sólo necesitaba invertir su propia decisión; en cambio, Johnson habría tenido que abandonar la evidente política de un predecesor caído y reverenciado. Esto ocurrió especialmente porque ninguno de los asesores que Johnson heredó de Kennedy le recomendó retirarse (con la notable excepción del subsecretario de Estado, George Ball, quien sin embargo no pertenecía al primer círculo). Se habría necesitado un dirigente con una confianza en sí mismo y unos conocimientos verdaderamente extraordinarios para emprender una retirada de tal magnitud, tan poco tiempo después de ascender al cargo. Sin embargo, por lo que respecta a la política exterior, Johnson se mostró sumamente inseguro.

Con la perspectiva actual, se sabe que el nuevo presidente habría hecho bien en encargar un análisis para ver si eran alcanzables, por qué medios y en qué tiempo, los objetivos militares y políticos en que los Unidos ya habían invertido tanto; en realidad, el análisis debía verificar si eran siquiera correctas las premisas que habían creado estos compromisos. Dejando aparte el hecho de que todos los doctos asesores que Johnson había heredado de Kennedy se mostraban unánimemente a favor de tratar de vencer en Vietnam (una vez más, con excepción de George Ball), puede dudarse de que, si se hubiese emprendido dicho análisis, el resultado habría sido considerablemente distinto. El personal del Departamento de Defensa de McNamara y el de la Casa Blanca de Bundy adoraban los análisis. Ambos eran hombres de inteligencia extraordinaria; lo que les faltaba eran normas para evaluar un desafío tan ajeno a la experiencia y a la ideología de los Estados Unidos.

El motivo inicial de los Estados Unidos al obligarse a participar había sido que la pérdida de Vietnam daría lugar a la caída del Asia no comunista y a un acuerdo de Japón con el comunismo. Según este análisis, al defender Vietnam del Sur los Estados Unidos estaban luchando por sí mismos, sin importar si Vietnam del Sur era democrático o podía siquiera llegar a serlo. Sin embargo, para los norteamericanos, semejante análisis era demasiado geopolítico y orientado al poder, y pronto fue combatido por el idealismo wilsoniano. Un gobierno tras otro habían intentado una doble tarea, cada parte de la cual ya habría sido difícil de lograr: vencer a un ejército guerrillero con bases seguras a su alrededor y una extensa periferia y la democratización de una sociedad carente de una tradición de pluralismo político.

En el caldero de Vietnam, los Estados Unidos tendrían que aprender que hasta las más sacrosantas creencias tienen sus límites, y habrían de enfrentarse al abismo que puede surgir entre el poder y los principios. Precisamente porque los Estados Unidos eran reacios a aceptar lecciones tan contrarias a su experiencia histórica, también tuvieron extraordinarias dificultades para reducir sus bajas. De este modo, el dolor por ambas frustraciones fue el resultado de sus mejores y no de sus peores características. El rechazo del interés nacional por parte de los Estados Unidos como base de la política exterior había dejado al país indefenso en un mar de moralismo indiferenciado.

En agosto de 1964, un supuesto ataque del Vietnam de Norte contra el destructor Maddox provocó una represalia norteamericana contra Vietnam del Norte, que fue apoyada casi unánimemente por el Senado, por medio de la llamada Resolución del Golfo de Tonkín. A su vez, esta resolución fue utilizada para justificar los ataques aéreos de represalia emprendidos pocos meses antes. En febrero de 1965, un ataque a un cuartel de los asesores norteamericanos en la ciudad de Pleiku, en la meseta central, desencadenó un ataque de represalia contra Vietnam del Norte, que pronto se convirtió en una sistemática campaña de bombardeo llamada en clave «Trueno Rodante». En julio de 1965, se enviaron unidades completas de combate, y la presencia de las tropas norteamericanas empezó a aumentar, hasta llegar a 543.000 hombres a comienzos de 1969.

Después, la cuestión de si el gobierno de Johnson había sido absolutamente franco con el pueblo norteamericano al hablar del ataque al Maddox se convertiría en un debate cada vez más enconado a causa de Vietnam. Fue utilizado para desacreditar tanto la Resolución del Golfo de Tonkín como la participación de los Estados Unidos en los combates. Desde luego, la Resolución de Tonkín no se basaba en una presentación completa de los hechos, ni aun teniendo en cuenta la confusión de los combates. Pero tampoco fue un factor importante en la participación de los Estados Unidos en los combates de Vietnam. Antes bien, representó un breve paso a lo largo de un camino que habría llevado a los Estados Unidos al mismo destino, dadas las convicciones de todas sus personalidades principales.

Los métodos que se emplearon para llegar a la Resolución de Tonkin no serían aplicables hoy, y más vale así para la democracia norteamericana. Al mismo tiempo, ni las tácticas de Johnson ni su franqueza fueron muy distintas de las de Franklin Delano Roosevelt cuando fue llevando a los Estados Unidos a participar en la Segunda Guerra Mundial; por ejemplo, la versión no enteramente franca de Roosevelt sobre cómo había sido torpedeado el destructor Greer, que sirvió de pretexto para llevar a los Estados Unidos a la guerra naval en el Atlántico en 1941. En cada caso, un presidente definió unilateralmente lo que el país no podría tolerar: la victoria de Alemania en la década de los cuarenta, la toma de Indochina en la de los sesenta. Ambos presidentes estuvieron dispuestos a exponer las fuerzas militares de su país y a responder por ello, en caso de sufrir bajas, como era probable. En cada caso, la decisión última de entrar en guerra se basó en consideraciones que dejaban muy atrás los incidentes inmediatos.

La pesadilla de Vietnam no fue el modo en que los Estados Unidos entraron en guerra, sino por qué lo hicieron sin haber hecho una evaluación más cuidadosa de los costos probables y de los resultados potenciales. Una nación no debe mandar a medio millón de sus jóvenes a un continente lejano ni arriesgar su posición internacional y su cohesión interna a menos que sus gobernantes puedan explicar sus metas políticas y ofrecer una estrategia realista para alcanzarlas, como después lo hizo el presidente Bush en la guerra del Golfo. Washington debía haberse hecho dos preguntas básicas: ¿era posible establecer la democracia y lograr una victoria militar más o menos simultáneamente? Y, lo que es aún más importante: ¿los beneficios justificarían los costos? Los presidentes o los asesores presidenciales que obligaron a los Estados Unidos a combatir en Vietnam dieron por sentada una respuesta afirmativa.

La buena dirección de una guerra de guerrillas requiere una mezcla sutil de estrategias militares y políticas. Sin embargo, los jefes militares norteamericanos nunca se han sentido a sus anchas uniendo los objetivos militares a los políticos. Durante toda la guerra de Vietnam, los medios fueron insuficientes para los objetivos declarados, y los objetivos sólo habrían sido alcanzable, en el mejor de los casos, corriendo riesgos que Washington no estaba dispuesto a aceptar.

Una de las principales lecciones de la guerra de Corea debió haber sido que las guerras prolongadas y no decisivas quebrantan el consenso interno de los Estados Unidos. Sin embargo, Washington pareció haber obtenido justo la lección opuesta, es decir, que la causa de la frustración en Corea había sido el avance de MacArthur sobre el Yalú y su intento de obtener una victoria total. Desde esta perspectiva, el resultado de la guerra de Corea fue reinterpretado como el logro por haber impedido una victoria china. La participación norteamericana en Vietnam fue conscientemente limitada a una meta similar: sin desencadenar una intervención china, demostrar a Vietnam del Norte que no se le permitiría tomar Vietnam del Sur y que, por tanto, sólo le quedaba negociar. Pero la negociación... ¿con qué fines, especialmente con un enemigo que equiparaba el compromiso con la derrota? Los gobernantes norteamericanos habían olvidado, sin duda, que los dos últimos años de la guerra de Corea y el período de McCarthy casi habían escindido una sociedad norteamericana impaciente por tan prolongado estancamiento.

En teoría, sólo dos estrategias tienen alguna oportunidad de triunfar en una guerra de guerrillas. Una es esencialmente defensiva y trata de impedir que el adversario domine a la población. Esta estrategia exige establecer una seguridad casi total para gran parte de la población, de modo que los triunfos de los guerrilleros sean insuficientes para establecer una base política coherente. El general Maxwell Taylor parece haber pensado en esa estrategia cuando recomendó establecer una serie de enclaves protegidos por las fuerzas norteamericanas mientras el ejército survietnamita intentaba impedir la consolidación de una zona comunista claramente definida, pero sin tratar de conservar cada distrito día y noche. La segunda estrategia posible era atacar unos blancos que los guerrilleros tuvieran que defender, como los refugios, depósitos de suministros y bases; por ejemplo, obstaculizando el Sendero de Ho Chi-Minh con fuerzas de tierra y bloqueando los puertos norvietnamitas y camboyanos por los que se aprovisionaba a los refugios. Esta estrategia, al menos conceptualmente, podría haber causado esa guerra de desgaste, relativamente rápida, que con tal ansia buscaban los militares norteamericanos, y habría impuesto un acuerdo negociado.

Lo que no podía funcionar bien era la estrategia que en realidad adoptaron los Estados Unidos, es decir, el espejismo de establecer una seguridad absoluta en todo el país, y tratar de desgastar a las guerrillas mediante operaciones de «búsqueda y destrucción». Por muy grande que fuese la fuerza expedicionaria, nunca habría sido suficiente contra un enemigo cuyas líneas de abastecimiento se hallaban fuera de Vietnam y que poseía extensos refugios y una tenaz resolución. A fines de 1966, el primer ministro de Vietnam del Norte, Pham Van Dong, dijo a Harrison Salisbury, de The New York Times, que aunque los Estados Unidos eran mucho más poderosos en lo militar, a la postre perderían, porque estaban dispuestos a morir por Vietnam más vietnamitas que norteamericanos, y a luchar todo el tiempo que fuera necesario915. Tal afirmación resultó cierta.

Johnson rechazó sin ambages toda «expansión» de la guerra. Washington se había convencido de que los cuatro Estados indochinos eran entidades separadas, aunque los comunistas los utilizaron como un solo teatro de acción durante dos décadas y estaban aplicando una estrategia coordinada con respecto a todos ellos. Además, la evaluación de Washington de todo el marco internacional les habría llevado a preocuparse demasiado por una intervención china, pasando por alto la declaración de Lin Piao de que no saldrían ejércitos chinos al extranjero, manifestación que fue reiterada por Mao a Edgar Snow, periodista norteamericano simpatizante de los comunistas chinos. Mao dijo a Snow que China no tenía tropas fuera de sus fronteras, ni intenciones de combatir contra nadie, a menos que su propio territorio fuese atacado916. De este modo, en dos guerras separadas por una década y media, los Estados Unidos pagaron el precio de no tomar en serio las declaraciones chinas; en Corea se desentendieron de las advertencias chinas y avanzaron hasta el Yalú, desencadenando así la intervención china; en Vietnam no escucharon a los chinos cuando éstos dijeron que no intervendrían, y los Estados Unidos rechazaron la única estrategia que podría haberles dado la victoria.

Johnson, preocupado por una intervención china, resuelto a mantener abierta la opción de una relajación de tensiones con la Unión Soviética e impaciente por lograr un consenso de su programa interno de la Gran Sociedad, optó por unas medidas intermedias que sólo comprometieron la posición internacional de los Estados Unidos, sin alcanzar ninguna de sus metas declaradas. Al tratar de reconciliar el objetivo de frustrar una conspiración mundial con el deseo de evitar un conflicto global, la política norteamericana sólo logró anularse por sí sola.

El desgaste no podía funcionar mientras las guerrillas pudiesen elegir dónde y cuándo entablar combates. Las operaciones aéreas contra Vietnam del Norte, destinadas a causar cada vez mayor dolor, no resultaron definitivas porque el sistema de transporte norvietnamita era demasiado rudimentario para poder anularlo, y poco importante para ser un blanco neurálgico. El estancamiento sirvió a los fines de Hanoi; en especial, un estancamiento que podía limitarse al territorio de Vietnam del Sur y causar grandes bajas norteamericanas. Todas estas frustraciones dieron lugar en los Estados Unidos a una creciente oposición a la guerra, cuyo punto inicial fue el clamor por detener la campaña de bombardeos que, supuestamente, convencería a Hanoi de que no podía ganar.

Washington estaba tratando de demostrar que la agresión no rinde frutos, y que la guerra de guerrillas no sería la «ola» del futuro. Lo que no comprendió fue cómo calculaba su adversario los costos y beneficios. Johnson creyó que la solución consistiría en demostrar moderación, tranquilizar a Hanoi y ofrecerle un acuerdo. Sin embargo, era mucho más probable que todas estas tácticas alentaran a Hanoi a persistir y, de paso, a enseñar a los Estados Unidos que no hay premios por perder con moderación. Así explicó Johnson los objetivos norteamericanos:

No estamos tratando de borrar del mapa a Vietnam del Norte. No estamos tratando de cambiar su gobierno. No estamos tratando de establecer bases permanentes en Vietnam del Sur [...].

[...] estamos allí porque intentamos hacer que los comunistas de Vietnam del Norte dejen de disparar contra sus vecinos [...] demostrar que la guerra de guerrillas, inspirada por una nación contra otra, nunca podrá triunfar [...]. Debemos seguir adelante hasta que los comunistas de Vietnam del Norte comprendan que el precio de la agresión es excesivo

[...] o bien que acepten un acuerdo pacífico o cesen en su lucha [...]

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