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El dilema de Gorbachov era que, por una parte, sus declaraciones eran leídas en el contexto de lo que Malénkov y Jruschov habían dicho treinta años antes y que, por otra, eran demasiado vagas para provocar una respuesta precisa. A falta de una propuesta de acuerdo político, Gorbachov se encontró enredado en la ortodoxia de dos décadas durante las cuales la diplomacia entre el Este y el Oeste se había identificado con el control de armamentos.
Éste se había vuelto un tema abstracto que, aun con la mejor intención, necesitaría años para resolverse. Pero lo que la Unión Soviética necesitaba era un alivio inmediato, no sólo de la tirantez, sino también de las presiones económicas, en especial de la carrera armamentística. No había ninguna esperanza de lograrlo mediante los engorrosos procedimientos de establecer niveles de fuerza acordados, de comparar sistemas inconmensurables, de negociar procedimientos de verificación esquivos y luego pasar varios años aplicándolos. De esta manera, las negociaciones de control de armamentos estaban convirtiéndose en un recurso para presionar al tambaleante sistema soviético; medios tanto más efectivos cuanto que no habían sido planeados con ese propósito.
La última oportunidad de Gorbachov para dar un rápido fin a la carrera armamentística, o al menos para aumentar las presiones sobre la Alianza, llegó en Reikiavik, en 1986. Pero, al parecer, Gorbachov se sintió atrapado, como un cuarto de siglo antes se sintió Jruschov por la cuestión de Berlín, entre sus «halcones» y sus «palomas». Bien pudo comprender la vulnerabilidad de la posición negociadora norteamericana, y casi seguramente había captado para entonces los imperativos de la suya propia. Pero probablemente sus asesores militares le dijeron que si aceptaba desmantelar todos los misiles mientras continuaba sin trabas la SDI, algún futuro gobierno norteamericano podría violar el acuerdo, logrando así una decisiva ventaja sobre una fuerza balística soviética muy reducida (o, en caso extremo, desmantelada). Técnicamente, esto era verdad, pero también era casi seguro que el Congreso de los Estados Unidos se habría negado a dar fondos a la SDI si un acuerdo de control de armamentos, basado en la fórmula de Reikiavik, hubiese provocado la eliminación de todos los misiles. También pasaba por alto los beneficios que la Unión Soviética obtendría de la controversia casi inevitable que el plan de Reikiavik habría provocado entre los Estados Unidos y todas las demás potencias nucleares.
La posteridad siempre se inclina a culpar de los fracasos más a las personas que a las circunstancias. De hecho, la política exterior de Gorbachov, especialmente en materia de control de armamento, fue una sutil modernización de la estrategia soviética de posguerra. Estaba en camino de desnuclearizar Alemania y de establecer una premisa para una política alemana más nacionalista, por dos motivos: que los Estados Unidos probablemente no se arriesgarían a una guerra nuclear por un país que retrocedía ante los riesgos de una estrategia nuclear en su propia defensa, y que Alemania podría verse cada vez más tentada a apoyar la desnuclearización con algún tipo de status especial para sí misma.
Gorbachov ofreció un mecanismo para debilitar la Alianza del Atlántico en un discurso pronunciado ante el Consejo de Europa en 1989, cuando expresó su idea de un Hogar Común Europeo, definido como una vaga estructura que se extendería desde Vancouver hasta Vladivostok, en que cada país estaría aliado con todos los demás, diluyendo así la amenaza de una alianza, hasta el punto de hacerla insignificante. Sin embargo, lo que Gorbachov no tuvo fue tiempo, el principal requisito para que su política madurara. Sólo algún cambio súbito le habría permitido modificar sus prioridades. Pero después de Reikiavik se vio obligado a volver al prolongado proceso diplomático de recortes del 50 % de las fuerzas estratégicas y eliminar la opción en misiles de medio alcance, que necesitaría años para completarse y que no tenía nada que ver con su problema básico, a saber, que la carrera armamentística estaba sangrando a la Unión Soviética.
En diciembre de 1988, Gorbachov había abandonado las ganancias a largo plazo que casi estaban ya a su alcance, y no se había atrevido a hacer reducciones unilaterales en las fuerzas armadas soviéticas. En un trascendental discurso pronunciado en las Naciones Unidas el 7 de diciembre anunció recortes unilaterales de 500.000 hombres y 10.000 tanques, incluyendo la mitad de los tanques que había frente a la OTAN. El resto de las fuerzas acantonadas en Europa central sería reorganizado para misiones puramente defensivas. Para tratar de tranquilizar a China, Gorbachov también anunció la retirada de la «mayor parte» de las fuerzas soviéticas que había en Mongolia. Explícitamente afirmó que las reducciones eran «unilaterales», aunque añadió, un tanto quejumbroso: «Esperamos que los Estados Unidos y los europeos también den algunos pasos.»1043
El portavoz de Gorbachov, Gennadi Gerasímov, explicó así el razonamiento: «Por fin estamos disipando el interminablemente repetido mito de la amenaza soviética, de la amenaza del Pacto de Varsovia, de un ataque a Europa.»1044 Pero unos recortes unilaterales de semejante magnitud sólo pueden señalar o bien una extraordinaria confianza en sí mismo o bien una debilidad excepcional. En aquel punto de su evolución, habría sido difícil considerar que la confianza era uno de los atributos soviéticos. Semejante gesto, inconcebible en cualquier momento de los cincuenta años anteriores, también era la confirmación decisiva de la teoría de la contención de Kennan, en su versión original; los Estados Unidos habían alcanzado posiciones de fuerza, y la Unión Soviética estaba desmoronándose interiormente.
Los estadistas necesitan tanta buena suerte como buen juicio, y la fortuna no sonrió a Mijaíl Gorbachov. El mismo día de su trascendental discurso en la ONU tuvo que interrumpir su visita a los Estados Unidos y regresar a la Unión Soviética porque un devastador terremoto había sacudido Armenia, robándole los titulares de los periódicos al dramático anuncio de Gorbachov de que abandonaba la carrera armamentística.
En el frente chino no hubo negociaciones de control de armamentos, ni Beijing mostró ningún interés en ellas. Los chinos seguían con su anticuada diplomacia e identificaban una relajación de las tensiones con algún tipo de acuerdo político. Gorbachov comenzó su apertura a Beijing ofreciéndose a negociar para mejorar las relaciones. «Nos gustaría afirmar —dijo en un discurso, en Vladivostok, en junio de 1986— que la Unión Soviética está dispuesta, en cualquier momento, en cualquier nivel, a discutir con China las cuestiones de unas medidas adicionales para crear un ambiente de buena vecindad. Esperamos que la frontera que nos separa (yo preferiría decir que nos une) pronto sea una línea de paz y de amistad.»1045
Pero en Beijing no había una escuela «psiquiátrica» de diplomacia dispuesta a aceptar un cambio de tono. Los gobernantes chinos pusieron tres condiciones a toda mejora en las relaciones: el fin de la ocupación vietnamita de Camboya, la retirada soviética de Afganistán y la frontera chino-soviética. No era posible acceder con prontitud a estas demandas. Necesitaban la aceptación del gobierno soviético y luego todo un extenso período de negociaciones antes de poder aplicarlas. Gorbachov necesitó más de la mitad de tres años de progresos suficientes en cada una de estas condiciones para que los tozudos negociadores de Beijing lo invitaran a discutir sobre una mejora general de las relaciones.
De nuevo, Gorbachov tuvo mala estrella. Cuando llegó a Beijing en mayo de 1989, las manifestaciones de estudiantes estaban en su apogeo en la plaza de Tiananmen; su ceremonia de bienvenida fue interrumpida por las protestas contra sus anfitriones. Más adelante, los gritos de los manifestantes pudieron oírse en el salón de negociaciones del Gran Palacio del Pueblo. La atención mundial no se fijó en las relaciones de Beijing con Moscú, sino en el drama de los jefes chinos que luchaban por conservar el poder. Una vez más, el ritmo de los acontecimientos había robado a Gorbachov todo espacio para un acuerdo.
Cualquier problema que abordase Gorbachov se hallaba en el mismo dilema. Cuando subió al poder se encontró ante una Polonia inquieta, donde, desde 1980, Solidaridad se había vuelto un factor cada vez más poderoso. Reprimida por el general Jaruzelski en 1981, Solidaridad había resurgido como una fuerza política que Jaruzelski no pudo pasar por alto. En Checoslovaquia, Hungría y Alemania Oriental, el predominio de los partidos comunistas era desafiado por grupos que exigían más libertad e invocaban la Canasta III de los Acuerdos de Helsinki sobre derechos humanos; y periódicas reuniones de revisión de la Conferencia sobre Seguridad Europea mantenían viva la cuestión.
Los gobernantes comunistas de Europa del Este se encontraron en una situación que, a la postre, sería insoluble. Para atenuar sus presiones internas necesitaban seguir una política más nacionalista que, a su vez, les obligaba a afirmar su independencia de Moscú. Pero como sus poblaciones los consideraban títeres del Kremlin, no bastaba una política exterior nacionalista para aplacar a sus pueblos. Por eso los gobernantes comunistas se vieron obligados a compensar su falta de credibilidad democratizando sus estructuras internas. Pronto fue obvio que el Partido Comunista, aunque siguiera controlando los medios de información, no había sido creado para las luchas democráticas sino como un instrumento para llegar al poder y conservarlo en favor de una minoría. Los comunistas sabían cómo gobernar con ayuda de la policía secreta, pero no con el voto secreto. De este modo, los dirigentes comunistas de Europa del Este se vieron atrapados en un círculo vicioso. Cuanto más nacionalista fuera su política exterior, mayores serían las exigencias de democratización; y cuanto más democratizaran el país, más intensas serían las presiones por reemplazarlos.
La situación soviética era aún más intratable. Según la Doctrina Bréznev, el Kremlin debía haber sofocado la incipiente revolución que estaba carcomiendo su órbita de satélites. Pero Gorbachov, no sólo por su temperamento, no era el más apropiado para desempeñar este papel, que también habría socavado toda su política exterior, pues la supresión de Europa del Este habría consolidado la OTAN y la coalición de facto chino-norteamericana intensificando la carrera armamentística. Gorbachov se encontró cada vez más inexorablemente ante una elección entre el suicidio político y la lenta disminución de su poder.
El remedio de Gorbachov consistió en intensificar la liberalización. Diez años antes esto podría haber funcionado, pero a finales de la década de los ochenta Gorbachov no pudo alcanzar el máximo poder. Por tanto, su régimen constituyó un gradual retraimiento de la Doctrina Bréznev. En Hungría, los comunistas liberales subieron al poder, y en Polonia a Jaruzelski se le permitió tratar con Solidaridad. En julio de 1989, en un discurso pronunciado ante el Consejo de Europa, Gorbachov pareció no sólo renegar de la Doctrina Bréznev, que estipulaba el derecho de los soviéticos a intervenir en Europa del Este, sino dispuesto a abandonar la propia órbita de satélites al renunciar a las «esferas de influencia»:
Los órdenes social y político en un país u otro se modificaron en el pasado, y pueden modificarse en el futuro. Pero esta modificación es asunto exclusivo del pueblo de ese país, y es elección suya [...]. Toda intervención en los asuntos internos y todo intento por limitar la soberanía de los Estados —amigos, aliados u otros— es inadmisible [...]. Ha llegado el momento de archivar los postulados del período de la Guerra Fría, cuando Europa fue vista como escenario de enfrentamiento, dividida en «esferas de influencia»