419.
Para asegurarse de que los obtusos dirigentes capitalistas interpretaran bien sus palabras, Stalin repitió casi textualmente el argumento central del artículo del News Chronicle: que, como las democracias y Alemania tenían estructuras sociales similares, las diferencias entre Alemania y la Unión Soviética no eran más insuperables que las establecidas entre cualquier otro país capitalista y la Unión Soviética. En resumen, Stalin expresó su determinación de conservar su libertad de acción y de vender la buena voluntad de Moscú, en cualquier próxima guerra, al mejor postor. En una frase ominosa, Stalin prometió «ser cauteloso y no permitir que nuestro país sea arrastrado a conflictos de belicistas acostumbrados a que otros les saquen las castañas del fuego»420. De hecho, Stalin estaba invitando a la Alemania nazi a hacer una puja.
La nueva política de Stalin difirió de la anterior básicamente en su énfasis. Aun en pleno apoyo a la seguridad colectiva y los «frentes unidos», Stalin siempre había tratado los compromisos soviéticos de un modo que le dejara libre de hacer un trato por separado una vez comenzada la guerra. Pero entonces, en la primavera de 1939, cuando el fragmento restante de Checoslovaquia aún no había sido ocupado por Alemania, Stalin dio un paso más y empezó a maniobrar para tener oportunidad de hacer un trato por separado antes de la guerra. Nadie podría quejarse de que Stalin hubiese mantenido en secreto sus intenciones; la indignación de las democracias se debió a su incapacidad de comprender que Stalin, el apasionado revolucionario, era ante todo el más frío de los estrategas.
Tras la ocupación de Praga, Gran Bretaña abandonó su política de apaciguamiento para con Alemania. El gabinete británico exageró la inminencia de una amenaza nazi, tanto como antes la había subestimado. Se había convencido de que inmediatamente después de la destrucción de Checoslovaquia seguiría otro ataque, algunos pensaban que contra Bélgica, otros que contra Polonia. A finales de marzo de 1939, corrió el rumor de que el blanco era Rumania, que ni siquiera tenía una frontera común con Alemania. Sin embargo, habría sido muy poco característico de Hitler atacar tan pronto un segundo blanco no relacionado con el primero. Más bien, su táctica era permitir que el impacto de un golpe desmoralizara a su siguiente víctima antes de atacarla. Sea como fuere, ahora sabemos que Gran Bretaña tuvo mucho más tiempo del que creían sus líderes para planificar su estrategia. Además, si el gabinete británico hubiese analizado cuidadosamente las declaraciones de Stalin en el XVIII Congreso del Partido, habría podido ver que cuanto más se apresurara Gran Bretaña a organizar la resistencia contra Hitler, más distante se mostraría Stalin para hacer subir su cotización ante ambos lados.
En ese momento, el gabinete británico se encontraba ante una elección estratégica fundamental, aunque no hay pruebas de que tuviera conciencia de ello. Al resistir a Hitler tenía que decidir si su enfoque se basaría en construir un sistema de seguridad colectiva o una alianza tradicional. Si escogía el primero, invitaría al grupo de naciones más numeroso posible a participar en la resistencia antinazi; si optaba por el segundo, tendría que pactar compromisos y armonizar sus intereses con los de aliados potenciales, como la Unión Soviética.
El gabinete inglés optó por la seguridad colectiva. El 17 de marzo se enviaron notas a Grecia, Yugoslavia, Francia, Turquía, Polonia y la Unión Soviética preguntando cómo responderían a la supuesta amenaza a Rumania; la premisa era que todos debían compartir los mismos intereses y representar una actitud común. De pronto, Gran Bretaña parecía estar ofreciendo lo mismo que había rechazado desde 1918, es decir, una garantía territorial para toda Europa oriental.
Las respuestas de las diversas naciones demostraron, una vez más, la debilidad esencial de la doctrina de la seguridad colectiva, la suposición de que todas las naciones (al menos todas las víctimas potenciales) tienen el mismo interés en rechazar una agresión. Cada nación de Europa del Este presentó sus propios problemas como caso especial, y subrayó sus preocupaciones nacionales, no colectivas. Grecia hizo que su reacción dependiera de Yugoslavia, y Yugoslavia se informó sobre las intenciones de Gran Bretaña, retornando las cosas a su punto de partida. Polonia indicó que no estaba dispuesta a escoger entre Gran Bretaña y Alemania, ni a comprometerse a defender Rumania. Polonia y Rumania no aceptarían una participación soviética en la defensa de sus países, y la respuesta de la Unión Soviética consistió en proponer una conferencia, que se celebraría en Bucarest, de todos los países a los que se había dirigido Gran Bretaña.
Ésta era una maniobra hábil. Si se celebraba la conferencia, establecería el principio de la participación soviética en la defensa de países que tenían tanto miedo a Moscú como a Berlín. Si su iniciativa era rechazada, el Kremlin tendría una excusa para mantenerse apartado, mientras practicaba su opción predilecta de buscar un acuerdo con Alemania. En realidad, Moscú estaba pidiendo a los países de la Europa del Este que identificaran a Alemania como la principal amenaza a su existencia, y que la desafiaran antes de que Moscú hubiese declarado sus intenciones. Como ningún país de Europa del Este quiso hacerlo, nunca se celebró la conferencia de Bucarest.
El escaso entusiasmo de las respuestas movió a Neville Chamberlain a buscar otras soluciones. El 20 de marzo sugirió que Gran Bretaña, Francia, Polonia y la Unión Soviética hiciesen una declaración de sus intenciones para consultarse mutuamente en caso de una amenaza a la independencia de un Estado europeo, «con vistas a emprender una acción común». La propuesta, una réplica de la Triple Entente anterior a la Primera Guerra Mundial, no decía nada de la estrategia militar que se aplicaría en caso de que fallara la disuasión, ni de las perspectivas de colaboración entre Polonia y la Unión Soviética, que simplemente se daba por sentada.
Por su parte, Polonia, cuya romántica sobreestimación de sus capacidades militares parecía compartir Gran Bretaña, rechazó toda acción conjunta con la Unión Soviética, obligando a Gran Bretaña a elegir entre Polonia y la Unión Soviética. Si garantizaba a Polonia se reduciría el incentivo de Stalin para participar en la defensa común. Como Polonia estaba situada entre Alemania y la Unión Soviética, Gran Bretaña se comprometería a entrar en guerra antes de que Stalin tuviera que tomar una decisión. Por otra parte, si Gran Bretaña se concentraba en un pacto soviético, era seguro que Stalin exigiría su parte por ayudar a los polacos trasladando la frontera soviética hacia el Oeste, hacia la Línea Curzon.
El gabinete británico, espoleado por la indignación pública y convencido de que una retirada debilitaría aún más la posición de Inglaterra, se negó a sacrificar más países, dictara lo que dictase la geopolítica. Al mismo tiempo, los líderes británicos suponían erróneamente que Polonia, de algún modo, era más fuerte militarmente que la Unión Soviética, y que el Ejército Rojo no tenía ningún valor ofensivo, evaluación bastante comprensible a la luz de las purgas masivas de jefes militares soviéticos que acababan de ocurrir. Ante todo, los dirigentes británicos desconfiaban profundamente de la Unión Soviética. «Debo confesar —escribió Chamberlain— mi más profunda desconfianza por Rusia. No creo, en absoluto, en su capacidad de mantener una ofensiva eficaz, aun si lo deseara. También desconfío de sus motivos, que me parecen casi ajenos a nuestras ideas de libertad, interesados tan sólo en tomar a todo el mundo por las orejas.»421
Gran Bretaña, creyendo que el tiempo se le agotaba, tomó una decisión y anunció el mismo tipo de garantía continental de los tiempos de paz que había rechazado constantemente desde el Tratado de Versalles. Chamberlain, preocupado por los informes de un inminente ataque alemán a Polonia, no hizo siquiera una pausa para negociar una alianza bilateral con Polonia sino que redactó de su puño y letra una garantía unilateral a Polonia, el 30 de marzo de 1939, y al día siguiente la presentó al Parlamento. La garantía pretendía ser un recurso temporal para disuadir a los nazis de agredir a Polonia, pero la amenaza resultó basada en informes erróneos. La garantía sería seguida por un intento menos precipitado por crear un sistema general de seguridad colectiva, y, poco después, siguiendo el mismo razonamiento, se extendieron garantías unilaterales a Grecia y Rumania.
Impulsada por la indignación moral y la confusión estratégica, Gran Bretaña dio así garantías en favor de países cuyos primeros ministros de posguerra habían insistido en que no podría defender y no defendería. Las realidades de la Europa oriental después de Versalles se habían vuelto tan remotas para la experiencia británica que el gabinete ni siquiera se percató de que había tomado una decisión que multiplicaría las opciones de Stalin hacia Alemania y le facilitaría la retirada del propuesto frente común.
Los dirigentes de Gran Bretaña dieron por sentada hasta tal punto la participación de Stalin en su estrategia que creyeron poder precisar a la vez el momento y el alcance de tal participación. El ministro de Exteriores, lord Halifax, pidió que se mantuviera en reserva a la Unión Soviética y que fuera «invitada a echar una mano en ciertas circunstancias, en la forma más conveniente»422. Halifax estaba pensando específicamente en el suministro de municiones; no en llevar tropas soviéticas fuera de sus fronteras. No explicó qué incentivo podría tener la Unión Soviética para desempeñar un papel tan secundario.
De hecho, la garantía británica a Polonia y a Rumania suprimió todo incentivo que los soviéticos pudiesen tener para aliarse con las democracias occidentales. Por una parte, garantizaba todas las fronteras de los vecinos europeos de la Unión Soviética, salvo de los Estados del Báltico y, al menos en el papel, frustraba tanto las ambiciones soviéticas como las de Alemania. (El que Gran Bretaña hubiese podido olvidar esta realidad reveló hasta qué punto el «frente unido de países amantes de la paz» se había arraigado en la mentalidad occidental.) Pero, lo que es más importante, las garantías unilaterales británicas fueron como un presente para Stalin, porque le dieron lo máximo que hubiese podido pedir en cualquier negociación que comenzara, como comienzan casi todas las negociaciones, con la pizarra en blanco. Si Hitler avanzaba hacia el Este, Stalin estaba seguro del compromiso británico de entrar en guerra mucho antes de que nadie llegara a la frontera soviética. De ese modo, Stalin recogió los beneficios de una alianza de facto con Gran Bretaña, sin ninguna necesidad de corresponder.
La garantía de Gran Bretaña a Polonia se basaba en cuatro suposiciones, todas ellas erróneas: que Polonia era una potencia militar importante, tal vez más que la Unión Soviética; que, unidas, Francia y Gran Bretaña se bastaban para vencer a Alemania sin necesidad de otros aliados; que la Unión Soviética tenía interés en mantener el statu quo en la Europa del Este; y que el abismo ideológico que separaba a Alemania de la Unión Soviética era tan imposible de salvar que, tarde o temprano, la Unión Soviética se adheriría a la coalición contra Hitler.
Polonia era una nación heroica, pero no una potencia militar importante. Su tarea resultó aún más difícil porque el alto mando francés la engañó respecto a sus verdaderas intenciones, dando a entender que tenía en perspectiva algún tipo de ofensiva francesa. La estrategia que Francia había adoptado era en realidad defensiva y no ofensiva, y obligaría a Polonia a soportar toda la furia del ataque alemán; los dirigentes occidentales habrían debido saber que esta tarea estaba muy por encima de la capacidad de Polonia. Al mismo tiempo, no se pudo persuadir a Polonia de que aceptara la ayuda soviética, porque sus dirigentes estaban convencidos, y con toda razón, según se demostró, de que cualquier ejército soviético «de liberación» se convertiría en un ejército de ocupación. Además, el cálculo de las democracias fue que por sí solas podrían ganar una guerra contra Alemania, aunque Polonia resultara vencida.
El interés de los soviéticos por mantener el statu quo en la Europa oriental terminó con el XVIII Congreso del Partido... si es que en realidad había existido. Lo decisivo fue que Stalin contó con la opción de buscar a Hitler, y, después de la garantía británica a Polonia, pudo jugar su carta nazi con considerable seguridad. La tarea se le facilitó porque las democracias occidentales no quisieron comprender su estrategia... la cual habría sido muy clara para Richelieu, Metternich, Palmerston o Bismarck. Sencillamente, ésta consistía en asegurarse de que la Unión Soviética fuera siempre la última gran potencia en comprometerse, quedando así con libertad de acción para una subasta en que la colaboración o la neutralidad soviética se ofrecería al mejor postor.
Antes de la garantía británica a Polonia, Stalin había tenido que estar alerta para que las aperturas soviéticas a Alemania no hicieran que las democracias se lavaran las manos en Europa oriental, dejándolo solo frente a Hitler. Después de la garantía, pudo estar seguro no solamente de que Gran Bretaña lucharía por la frontera occidental soviética, sino de que la guerra estallaría mil kilómetros al oeste de allí, en la frontera germano-polaca.
A Stalin ya sólo le quedaban dos preocupaciones. Primera, tenía que cerciorarse de que la garantía británica a Polonia fuese sólida; segunda, debía descubrir si en realidad existía la opción alemana. Paradójicamente, cuanto más demostraba Gran Bretaña su buena fe respecto a Polonia (lo que tenía que hacer para disuadir a Hitler), más espacio obtenía Stalin para maniobrar respecto a Alemania. Gran Bretaña deseaba mantener el statu quo en Europa oriental. Stalin aspiraba al mayor número de opciones posibles para derribar el acuerdo de Versalles. Chamberlain deseaba impedir la guerra. Stalin, que la consideraba inevitable, deseaba los beneficios de la guerra sin participar en ella.
El líder soviético coqueteó decorosamente con ambos bandos, pero a la postre no hubo pugna puesto que sólo Hitler estaba en posición de ofrecerle las ganancias territoriales en Europa oriental que Stalin codiciaba, y por ellas estuvo perfectamente dispuesto a pagar el precio de una guerra europea en que no participara la Unión Soviética. El 14 de abril, Gran Bretaña propuso que la Unión Soviética hiciera una declaración unilateral, de que «en caso de un acto de agresión contra cualquier vecino europeo de la Unión Soviética, al que resistiera el país en cuestión, éste dispondría de la ayuda del gobierno soviético»423. Stalin se negó a meter la cabeza en el lazo y rechazó la unilateral e ingenua proposición. El 17 de abril contestó con una contraoferta en tres partes: una alianza entre la Unión Soviética, Francia y Gran Bretaña, una convención militar que la pusiera en vigor y una garantía para los tres países situados entre los mares Báltico y Negro.
Stalin debió de saber que nunca se aceptaría semejante proposición. Ante todo, los países de Europa oriental no la deseaban; en segundo lugar, negociar una detallada convención militar requeriría más tiempo del que se disponía; por último, Gran Bretaña no había estado aplazando una alianza con Francia durante los últimos quince años para formarla entonces con un país que sólo le había parecido bueno para suministrarle municiones. «No se puede suponer —dijo Chamberlain— que sea necesaria semejante alianza para que los países pequeños de Europa oriental cuenten con municiones.»424
Superando sus temores, los líderes británicos fueron resignándose, semana tras semana, a aceptar las condiciones de Stalin, mientras él no dejaba de subir el precio. En mayo, Vyacheslav Molotov, confidente de Stalin, había reemplazado a Litvínov como ministro de Exteriores, dando a entender con ello que Stalin se encargaría personalmente de las negociaciones, y que las buenas relaciones personales entre los negociadores ya no constituían una prioridad soviética. A su manera brusca y pedante, Molotov exigió que todos los países a lo largo de la frontera occidental de la Unión Soviética recibieran garantías de ambos bandos y que fueran específicamente enumerados (asegurándose así un rechazo formal al menos de algunos de ellos). También insistió en que se ampliara el término «agresión» para cubrir la «agresión indirecta», definida como cualquier concesión a las amenazas alemanas, aunque de hecho no se hubiera aplicado la fuerza. Como la Unión Soviética se reservaba la definición de lo que significaba «ceder», en realidad Stalin estaba exigiendo un ilimitado derecho de intervención en los asuntos internos de todos los vecinos europeos de la Unión Soviética.
Al llegar julio, Stalin sabía todo cuanto necesitaba. Estaba enterado de que los líderes británicos consentirían, aunque de mala gana, en una alianza, casi en las condiciones fijadas por él. El 23 de julio los negociadores soviéticos y occidentales convinieron en redactar un tratado que al parecer era satisfactorio para ambos bandos. Stalin contaba ya con una red de seguridad para determinar exactamente lo que Hitler tuviera que ofrecerle.
Durante la primavera y el verano, Stalin dio a entender, cautamente, que estaba dispuesto a escuchar una propuesta alemana. Sin embargo, Hitler no quería dar el primer paso, para que Stalin no lo aprovechara arrancando mejores condiciones a Gran Bretaña y Francia. Stalin tenía el mismo temor, pero a la inversa. Tampoco él quería dar el primer paso porque, si esto se hacía público, Gran Bretaña podría abandonar sus compromisos en el Este y obligarlo a él a enfrentarse solo a Hitler. Tampoco mostraba ninguna prisa, puesto que, al contrario que Hitler, no tenía un plazo perentorio, y sus nervios estaban bien templados. Así, Stalin esperó, aumentando con ello las angustias de Hitler.
El 26 de julio, Hitler se inquietó. Si iba a atacar Polonia antes de las lluvias de otoño necesitaba saber a más tardar el 1 de septiembre lo que se proponía hacer Stalin. Karl Schnurre, jefe del grupo alemán que estaba negociando un nuevo acuerdo comercial con la Unión Soviética, recibió instrucciones de empezar las tentativas políticas. Aprovechando la hostilidad común al Occidente capitalista, aseguró al negociador soviético que «no había ninguna dificultad entre estos dos países, desde el mar Báltico hasta el mar Negro, o en el Lejano Oriente, que no se pueda resolver»425. Schnurre ofreció llevar estas discusiones a una reunión política de alto nivel con los soviéticos.
Mostrar prisa es algo que rara vez apresura las negociaciones. Ningún estadista experimentado firma un acuerdo sólo porque su interlocutor se siente apremiado; es mucho más probable que aproveche tal impaciencia para tratar de obtener mejores condiciones. En cualquier caso, Stalin no se dejó acosar. Por tanto, hasta mediados de agosto no dio instrucciones a Molotov de recibir al embajador alemán, von der Schulenburg, con una lista de preguntas, para determinar con exactitud lo que Schnurre tenía que ofrecer. ¿Presión a los japoneses para que no amenazaran a Siberia? ¿Un tratado de no agresión? ¿Un pacto sobre los Estados del Báltico? ¿Un acuerdo sobre Polonia?
Para entonces, Hitler tenía tal prisa que, aunque a regañadientes, estuvo dispuesto a ceder en cada punto. El 11 de agosto dijo al alto comisionado de Danzig:
Todo lo que emprendo va dirigido contra Rusia. Si Occidente es demasiado estúpido o demasiado ciego para no comprenderlo, me veré obligado a llegar a un entendimiento con los rusos, a aplastar a Occidente y luego, tras su derrota, a volverme contra la Unión Soviética con todas mis fuerzas unidas