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No se necesitaron cien años para que ese sueño se hiciera realidad. A partir de la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña y los Estados Unidos se vieron enlazados por necesidades comunes, pese a que éstas fueron filtradas por experiencias históricas muy distintas.
Un factor importante para forjar una fuerte relación entre las dos naciones fue la extraordinaria capacidad de Gran Bretaña para adaptarse a circunstancias cambiantes. Acaso fuera cierto, como señaló Dean Acheson, que Gran Bretaña se había aferrado demasiado tiempo a la ilusión de su Imperio y no había logrado definir para sí una función contemporánea en Europa824. Por otra parte, en sus relaciones con Washington, Gran Bretaña demostró casi a diario que, por muy vieja que fuese como nación, no se engañaba en las cuestiones fundamentales. Tras haber calculado sagazmente que ya no podían moldear la política norteamericana mediante los tradicionales métodos de compensar beneficios y riesgos, los gobernantes británicos escogieron, sobre todo después de Suez, seguir el camino de buscar una mayor influencia. Los líderes británicos de ambos partidos lograron hacerse tan indispensables para el proceso de toma de decisiones en los Estados Unidos, que los presidentes y quienes los rodeaban llegaron a ver las consultas con Londres no como un favor especial hacia un aliado débil, sino como un elemento vital de su propio gobierno.
Sin embargo, rara vez Gran Bretaña estuvo de acuerdo con la filosofía norteamericana de las relaciones internacionales. Los británicos nunca han compartido la idea norteamericana de la perfectibilidad del hombre, ni han sido muy dados a proclamar categorías morales. Según su propia filosofía, los gobernantes británicos en general han sido seguidores de Hobbes. Al esperar del hombre lo peor, rara vez quedan decepcionados. En materia de política exterior, Gran Bretaña siempre ha tendido a practicar una forma conveniente de egoísmo ético: lo que era bueno para Gran Bretaña fue considerado bueno para el resto del mundo.
Para llegar a semejante concepción se necesitaba una considerable confianza en sí mismo, para no hablar de cierto sentido de superioridad innata. Cuando en el siglo XIX un diplomático francés dijo al primer ministro británico Palmerston que Francia ya se había acostumbrado a que en el último momento Palmerston se sacara de la manga un naipe diplomático, el altivo británico respondió: «Dios puso allí los naipes.» Sin embargo, Gran Bretaña puso en práctica el egoísmo nacional con tan intuitivo sentido de moderación que con frecuencia se justificó su pretensión de representar el bien general.
Con Macmillan Gran Bretaña completó la transición del poder a la influencia. El decidió incrustar la política británica en la política norteamericana y tratar de aumentar las opciones británicas dirigiendo hábilmente sus relaciones con Washington. Macmillan nunca refutó un argumento filosófico o conceptual, y rara vez discutió abiertamente ciertas medidas políticas claves de los norteamericanos. De buena gana cedió el centro del escenario a Washington, mientras trataba de influir tras las bambalinas. De Gaulle a menudo se comportó ruidosamente, para que no se le pudiera pasar por alto. Macmillan facilitó tanto a los Estados Unidos solicitar las opiniones británicas que habría resultado embarazoso pasarlo por alto.
Las tácticas de Macmillan durante la crisis de Berlín ejemplificaron este enfoque. No le pareció que el acceso a Berlín valiera un holocausto nuclear. Por otra parte, arriesgarse a la pérdida de su conexión norteamericana era un anatema aún mayor. El permanecería al lado de los norteamericanos incluso en caso de un choque nuclear, que era más de lo que casi ningún otro aliado podía garantizar. Sin embargo, antes de tener que enfrentarse a esa elección última, Macmillan estuvo dispuesto a explorar las otras alternativas. Haciendo de la necesidad virtud, se propuso presentarse como el primer defensor de la paz en Occidente, para contener toda acción norteamericana precipitada y demostrar a la opinión pública británica que «sus gobernantes han hecho hasta el último esfuerzo por llegar a un entendimiento y un acuerdo»825.
Los medios se convirtieron pronto en fines. Macmillan tuvo la confianza suficiente en su propia destreza para tratar de quitar fuerza al desafío soviético a través de unas negociaciones hábilmente administradas. Según veía las cosas Macmillan, el propio proceso diplomático podría servir para anular la amenaza de los ultimátums de Jruschov mediante una negociación inconclusa tras otra para alargar los plazos que el impetuoso líder soviético estuviera anunciando.
Ante la gran consternación de Adenauer, Macmillan emprendió un viaje de once días a la Unión Soviética entre febrero y marzo de 1959, aunque para entonces Jruschov había reiterado varias veces su ultimátum inicial. Macmillan no logró nada sustancioso, mientras que Jruschov aprovechó su presencia para repetir sus amenazas. No obstante, el primer ministro siguió buscando con toda calma su objetivo de programar una serie de conferencias como el medio más práctico para eludir los plazos de Jruschov. Reflexionó, en sus memorias:
Yo estaba deseoso de promover el concepto de una serie de reuniones que pasaran de un punto a otro, en que la «coexistencia pacífica» (en la jerga del momento), si no la paz, pudiese reinar sin desafíos en todo el mundo