586.
La razón de que tan pocas veces se haga caso a los profetas en su tierra es que su papel consiste en trascender los límites de la experiencia e imaginación de sus contemporáneos. Sólo se les reconoce cuando su visión ya ha pasado a ser experiencia; en suma, cuando es demasiado tarde para aprovecharla. El destino de Churchill fue ser rechazado por sus conciudadanos salvo durante un breve período de tiempo, cuando la supervivencia misma de éstos estaba en juego. Durante los años treinta había pedido a su país que se armase mientras sus contemporáneos intentaban negociar; en los años cuarenta y cincuenta pidió un encuentro diplomático mientras sus contemporáneos, hipnotizados por la idea que ellos mismos se habían formado de su debilidad, estaban más interesados en reforzarse.
A la postre, la órbita de satélites soviéticos fue surgiendo paulatinamente, en parte por falta de oposición. Al analizar el discurso en que Stalin había pedido los tres nuevos planes quinquenales, George Kennan describió en su célebre «Telegrama Largo» cómo vería Stalin una seria presión extranjera: «La intervención contra la URSS, aunque sería desastrosa para quienes la emprendieran, también causaría un renovado retraso al avance del socialismo soviético, y por tanto, se la debe impedir a toda costa [las cursivas son mías].»587 Stalin no habría podido reconstruir la Unión Soviética y simultáneamente arriesgarse a una confrontación con los Estados Unidos. La tan anunciada invasión soviética de Europa occidental era una fantasía; lo más probable es que Stalin hubiese retrocedido ante una seria confrontación con los Estados Unidos, aunque, seguramente, no sin llegar lo bastante lejos para poner a prueba la resolución de Occidente.
Stalin había logrado fijar las fronteras de Europa oriental sin correr un riesgo excesivo, porque sus ejércitos ya ocupaban esas regiones. Pero cuando se trató de imponer regímenes al estilo soviético en esos territorios, se volvió mucho más cauteloso. En los dos años posteriores a la guerra, sólo se establecieron dictaduras comunistas en Yugoslavia y Albania. Los otros cinco países que después serían satélites soviéticos, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia y Rumania, tenían gobiernos de coalición en que los comunistas eran el bando más fuerte, pero no carecían de oposición. Dos de esos países, Checoslovaquia y Hungría, celebraron elecciones al cabo de un año, de las que surgieron auténticos sistemas pluripartidistas. Desde luego, ya existía un acoso sistemático a los partidos no comunistas, sobre todo en Polonia; pero los soviéticos aún no intentaban abiertamente suprimirlos.
Todavía en septiembre de 1947, Andrei Zhdanov, que durante un tiempo se consideró el más cercano colaborador de Stalin, identificaba dos categorías de Estados en lo que él llamó «frente antifascista» de Europa oriental. En el discurso en que anunció la formación del Cominform, agrupación formal de partidos comunistas del mundo entero, y que sucedió al Comintern, dijo que Yugoslavia, Polonia, Checoslovaquia y Albania eran «las nuevas democracias» (lo que es un tanto extraño en el caso de Checoslovaquia, donde aún no había tenido lugar el golpe comunista). Bulgaria, Rumania, Hungría y Finlandia quedaron englobados en otra categoría todavía por identificar588.
¿Significaba esto que la posición de repliegue que Stalin asignaba a Europa oriental era, en realidad, un status similar al de Finlandia, democrática y nacional, pero respetuosa de los intereses y preocupaciones soviéticos? Mientras no se abran los archivos soviéticos, seguiremos limitados a conjeturar. Sin embargo, sí sabemos que aunque Stalin dijo a Hopkins en 1945 que deseaba un gobierno amigo, pero no necesariamente comunista en Polonia, sus procónsules estaban ya preparando todo lo contrario. Dos años después, cuando los Estados Unidos se habían comprometido con el programa de ayuda greco-turco y estaban diseñando las tres zonas de ocupación occidentales en Alemania, en lo que después se conocería como República Federal (véase el capítulo dieciocho), Stalin sostuvo otra conversación con un secretario de Estado norteamericano. En abril de 1947, tras dieciocho meses de reuniones, casi siempre estancadas y cada vez más tensas entre los ministros de Exteriores de las cuatro potencias, y de toda una serie de amenazas y jugadas unilaterales soviéticas, Stalin invitó al secretario de Estado Marshall a una prolongada reunión, en el curso de la cual subrayó que atribuía gran importancia a un acuerdo general con los Estados Unidos. Los estancamientos y confrontaciones, arguyó Stalin, «sólo eran las primeras escaramuzas y encuentros de unas fuerzas de exploración»589. Stalin afirmó que era posible llegar a un acuerdo en «todas [las cursivas son mías] las cuestiones principales», e insistió en que «era necesario tener paciencia, y no volverse pesimista»590.
Si Stalin hablaba en serio, el maestro del cálculo había calculado mal. Pues una vez destruida la confianza de los norteamericanos en su buena fe, no le sería fácil recuperarla. Stalin había llegado demasiado lejos, porque nunca comprendió realmente la psicología de las democracias, en especial la de los Estados Unidos. Los resultados fueron el Plan Marshall, la OTAN y la preparación militar de Occidente, ninguno de los cuales pudo estar entre sus planes.
Churchill había acertado: el mejor momento para alcanzar un acuerdo político habría sido inmediatamente después de la guerra. El que Stalin hubiese hecho entonces algunas concesiones importantes habría dependido en gran medida del momento y de la seriedad con que se le presentaran las propuestas y las consecuencias de un rechazo. Cuanto antes se hubieran presentado las propuestas, al terminar la guerra, mejores habrían sido las posibilidades de éxito con un costo mínimo. Al acelerar los norteamericanos su retirada de Europa, también empezó a declinar la posición de fuerza de Occidente para negociar, al menos, hasta el advenimiento del Plan Marshall y la OTAN.
Cuando Stalin conversó con Marshall, en 1947, el dictador soviético ya había llevado las cosas demasiado lejos. Entonces, en los Estados Unidos se desconfiaba tanto de él cuanto antes había gozado de su buena voluntad. Aun aceptando que el cambio de actitud de los Estados Unidos, de la pura buena voluntad a la desconfianza indiscriminada, acaso fuera excesivo, no obstante reflejó las nuevas realidades internacionales. Teóricamente, habría sido posible consolidar un frente unido entre las democracias mientras se llevaban a cabo negociaciones con la Unión Soviética acerca de un acuerdo general. Pero los dirigentes norteamericanos y sus colegas de Europa occidental estaban convencidos de que la cohesión y el ánimo de Occidente eran demasiado frágiles para soportar las ambigüedades de una doble estrategia. Los comunistas representaban los segundos partidos políticos de Francia e Italia. La República Federal de Alemania, entonces en proceso de formación, se estaba planteando buscar la unidad nacional mediante la neutralidad, y en Gran Bretaña, como en los Estados Unidos, vociferantes movimientos pacifistas rechazaban la incipiente política de contención.
En un discurso transmitido por radio el 28 de abril, el secretario de Estado Marshall indicó que Occidente había llegado a un punto sin retorno en su política respecto de la Unión Soviética. Rechazó la insinuación de pactar un acuerdo con Stalin aduciendo que «no podemos pasar por alto el factor tiempo. La recuperación de Europa ha sido mucho más lenta de lo esperado. Se han manifestado unas fuerzas desintegradoras. El paciente se agrava mientras los médicos deliberan,
Por ello, creo que la acción no puede esperar a un compromiso por puro agotamiento, y cualquier acción que sea posible para resolver estos problemas apremiantes deberá emprenderse sin demora»591.
Los Estados Unidos habían preferido la unidad de Occidente a unas negociaciones entre Este y Oeste. En realidad no habían tenido opción, porque no se atrevían a correr el riesgo de seguir las insinuaciones de Stalin sólo para descubrir que éste estaba valiéndose de las negociaciones para socavar ese nuevo orden internacional que los Estados Unidos intentaban construir. La contención se volvió el principio rector de la política occidental, y así continuaría siendo durante los cuarenta años siguientes.