Los pioneros
Forzosamente, los pioneros de la pantalla cómica salieron de los recién creados estudios europeos. Desde la primera proyección de los hermanos Lumière hasta 1914, fecha en que se inició la Primera Guerra Europea, los cineastas europeos habían tomado la iniciativa en el desarrollo del nuevo arte cinematográfico.
El intento de Thomas Alva Edison de monopolizar la industria americana motivó la guerra de las patentes ya que si las imágenes animadas fueron descubrimiento suyo, su invento se quedó obsoleto con la aportación de los Lumière. En 1913, un grupo de pioneros americanos como Cecil B. De Mille, Samuel Goldwyn, Jesse Lasky y otros emigraron a California instalándose en un despoblado suburbio de Los Angeles, naciendo así Hollywood.
Al cabo de un año, los recién llegados pudieron enterarse por la prensa del estallido de la Primera Guerra Europea (luego convertida en Mundial), que favorecería a sus intereses porque eliminaría de un plumazo a sus competidores del otro lado del Atlántico.
A lo largo del siglo XX, Estados Unidos se ha convertido (y no por casualidad) en la industria dominante del cine mundial, contando con los mejores elencos tanto técnicos como artísticos. Cineastas o actores que triunfaban en sus respectivos países enseguida eran fagocitados por las productoras de Hollywood, donde contaban con mayores medios no sólo de producción sino de distribución.
En los años ochenta y noventa, este predominio se ha convertido en desleal gracias a la Motion Pictures of America, cuyo jefe Jack Valenty, ha intentado eliminar la competencia del otro lado del Atlántico.
De hecho este enfrentamiento actual del cine europeo contra el cine americano no debe entenderse, tal como suelo leer en la prensa española, especializada en la desinformación, como una cruzada contra las películas de Hollywood sino contra la política de las multinacionales dueñas de los mercados que utilizan su poder para asfixiar a todas las cinematografías nacionales.
Sino veamos un ejemplo. En julio de 1991 se estrenó en el cine Publi de Barcelona la producción catalana "Un submarino en el mantel" (1990) de Ignasi P. Ferré. Durante un mes, esa película consiguió llenar la sala de público que disfrutaba con la proyección de esta comedia autóctona, pero inesperadamente y sin causa que lo justificase, fue sustituida por un mediocre subproducto de John Candy que obtuvo menor aceptación.
Las multinacionales se han apoderado del mercado audiovisual, imponiendo su imperio de forma poco ética, aunque aparezcan cartas desinformadoras en la prensa cuya procedencia es muy sospechosa. Todas las distribuidoras importantes son americanas, protegen sus películas y si cogen títulos hispanos, se debe a la Ley de Cuota de Pantalla. El cine español les estorba, ésta es la verdad, y si un film del país tiene éxito automáticamente lo hunden para evitar que el dinero del público vaya a parar a las arcas de una productora nuestra y sea reinvertido en otra película que tal vez les quitase aún más espectadores.
Por ésto, no es de extrañar que la lucha por la supervivencia de los profesionales europeos sea tergiversada para hacer creer al ciudadano medio que se intenta expulsar al cine americano para sustituirlo por cine español, y no para que haya una auténtica libertad de empresa que en la actualidad brilla por su ausencia.
Por eso, éstas líneas sirven para reivindicar aquí y ahora la supervivencia de un cine nacional conjuntamente con las producciones de Hollywood porque entendemos que en nuestras pantallas hay sitio para todos.