Epílogo

ycho se despertó bruscamente. Consciente de que el sol estaba a punto de elevarse sobre el horizonte y el ungüento del doctor Cuervo estaba abajo, en el camarote de Atilo. Desde que Tycho había sido liberado de su prisión tras el mamparo del Quaja, le torturaba el no saber por qué había sido recluido en aquel lugar. No conservaba ningún recuerdo de lo que ocurrió entre el círculo de fuego de Brazo Seco y el encontrarse emparedado en un barco, enfermo por el movimiento de las olas y con las muñecas abrasadas por los grilletes.

Todo lo que quería era saber quién era.

Es lo que todo el mundo quiere. ¿Por qué no podía saberlo él? Y ahora lo había conseguido. Por lo menos, una parte y este conocimiento le privó de toda felicidad. Y no descansaría hasta contárselo a la muchacha que dormía a su lado.

Alargando la mano cerró el cuello de la túnica de Giulietta para ocultar sus pálidos pechos y ató suavemente la cinta. Luego retiró mechones de pelo de su cara. Dormida parecía distinta, más joven y menos dura. Su pelo rojo se extendía como un halo de fuego alrededor de su cabeza. ¿La miraría Leopold así? Y si así era, se preguntaba Tycho, qué había visto que Tycho ignoraba.

Giulietta le contó que no habían sido amantes. Nunca.

Por lo menos no así. El príncipe Leopold zum Bas Friedland la había protegido. La había arrebatado a sus primeros secuestradores, manteniéndola a salvo sin que ella lo supiera y, cuando Giulietta escapó, la persiguió una vez más e hizo como si se conocieran por casualidad.

Eran amigos, como le dijo a Tycho con enfado.

Se podía llorar por los amigos, echarlos de menos, amarlos y desear que todo hubiera sido diferente. En cuanto a quién era el padre de Leo, Giulietta era incapaz de contestar. Literalmente incapaz.

De todos modos, estaba intacta.

Lady Giulietta tuvo que hacerle tocar con el dedo la cicatriz de su abdomen para que entendiera lo que quería decir. Ella nunca había yacido con un hombre. Lo dijo con una vehemencia brutal. Y no se acostaría con él ahora. El único hombre con el que hubiera podido hacerlo estaba muerto…

Tycho la abrazó y secó sus lágrimas, dejando que se desahogara hasta que su llanto por Leopold, el amante que no fue, la dejó finalmente tan agotada que el sueño vino a salvarla de su desolación. Ahora era el turno de Tycho de contarle algo.

Pero ¿cuánta verdad podría soportar Giulietta sin derrumbarse?

Y, ¿cuánta verdad podría soportar él? ¿Contar toda la verdad? ¿Que él había sido una criatura deforme, exhausta, sin nombre, que nunca dormía, poco más que un esqueleto viviente cuando fue cazado en los desiertos de Oriente? ¿Que no tenía ni la menor idea de cómo había llegado hasta allí, ni de cuánto tiempo llevaba vagando por el desierto, ni de qué había sido antes?

La desolación del relato de Osman dejó hundido a Tycho.

Al horror que sentía hacia la criatura en la que podía convertirse se unía ahora el horror de la monstruosidad que había sido. Era veloz, fuerte y valeroso. Todo ello tenía un precio. Y Tycho sabía, porque se conocía mejor ahora, que era un precio que tendría que pagar.

Esto también tenía que contarlo.

Si Osman decía la verdad, Tycho era casi un animal cuando fue atrapado por los mercenarios de Tamerlán en las fronteras del imperio mameluco. Que había sido vendido al visir del sultán, en un trato entre dos viejos enemigos que se aliaban contra un tercero, Venecia. Los magos del sultán habían vaciado la cabeza de Tycho de pesadillas, sueños y recuerdos. La habían vaciado de todo, excepto de la necesidad de llevar a cabo una única tarea. Si no se hubiera ahogado —o casi ahogado— en la laguna de Venecia, los recuerdos de Bjornvin jamás habrían revivido.

Los sobornos debieron de haber sido enormes y también enormes las recompensas prometidas. La hermana del príncipe Osman conocía los conjuros. Conjuros que, una vez pronunciados, habrían hecho que Tycho cumpliera su misión. Que consistía en matar a la duquesa Alexa. Y el hombre que encargó ese asesinato, ofreciendo oro y territorios a los mamelucos si finalmente se convertía en duque, era el cuñado de Alexa, el tío de lady Giulietta, el príncipe Alonzo.

El regente no sabía cuándo ni cómo se llevaría a cabo la misión. Tan solo sabía que se haría. Cuando Alonzo descubrió que el plan había fracasado, su venganza contra los mamelucos del fontego fue terrible. Si hubiera tenido éxito en el asesinato de Alexa, el duque Marco IV habría sido el siguiente. El príncipe Osman tenía pocas dudas al respecto. Y, muy posiblemente, les habría seguido lady Giulietta. A menos que el regente tuviera otros planes para ella.

Tycho se arrodilló ante la cama y estuvo acariciando el rostro de la muchacha dormida hasta que Giulietta se despertó, mirándolo perpleja y adormilada todavía.

—Deberías regresar a tu camarote —dijo Tycho—. Pero antes debo contarte algo…