39

ady Giulietta estaba tumbada en la cama mirando al techo con la cabeza apoyada en la almohada. Por fin se atrevió a hacer la pregunta que la estaba atormentando desde hacía meses. Al menos desde que el príncipe Leopold la había trasladado a aquella casita en la pequeña finca del continente.

—¿Vas a matarme cuando nazca mi bebé?

El príncipe Leopold limpió el sudor de la frente de Giulietta con un paño empapado en vinagre y arrugó la nariz, molesto por el olor.

—¿Por qué iba a hacer yo eso?

—Eso no es una respuesta.

El príncipe tomó su mano y esperó a que lo mirase a los ojos.

—No lo haré —dijo—. No puedo creer que hayas podido pensar que fuera a hacerlo.

—Odias a los venecianos. ¿Lo recuerdas?

Leopold parecía avergonzado.

—Mierda. Mierda, mierda, mierda… —gritó Giulietta de repente.

Mandaré a por la partera.

Al llegar la siguiente contracción, con el rostro crispado de dolor y agarrando el vientre con las manos, Giulietta volvió a maldecir. Luego, mientras se distendían los músculos del abdomen, llenó sus pulmones de aire. Había pasado una hora desde la llegada de Leopold. Y cinco desde que empezó esta tortura.

—Primero contesta a mi pregunta.

Mientras le observaba mirar la habitación en la que se encontraban, situada en la planta alta de una granja en ruinas cerca de Ravenna, se preguntó qué era lo que estaba viendo Leopold.

¿Una prisionera sudorosa de enorme tripa y pechos hinchados y doloridos, que gritaba mientras agonizaba? ¿Una muchacha aterrorizada por lo que la esperaba después? ¿Una chica que ya le había causado infinitud de problemas?

No tenía que haber enviado a buscarle.

Al renunciar a la partera y exigir la presencia de Leo, no hizo más que alentar los rumores. Los guardias ya murmuraban que él debía de ser el padre del bebé. Y ahora esto parecía confirmarlo.

—Mi amor —dijo Leopold.

Giulietta sintió que las lágrimas llenaban sus ojos, estaba demasiado cansada para impedir que la tristeza se desbordara y surcara sus mejillas. Se dio la vuelta para evitar que la viera así.

—¿Qué ocurre? —suplicó Leopold haciendo que volviera la cara hacia él.

—Me has llamado… Nunca me habías llamado…

Leopold acarició su cara, Giulietta sintió cómo su dedo tocaba una lágrima y ascendía siguiendo su recorrido hasta llegar al ojo. Estaba sonriendo.

—Nunca me atreví.

Giulietta lo miró.

—No tienes nada que temer.

—Tengo miedo de perderte.

—¿Y por qué habrías de perderme?

—Porque amas a ese muchacho del que me habías hablado.

¡Leopold!

—Es verdad.

Cuando la criada regresó acompañada del médico y la partera, Giulietta todavía estaba llorando.

En las horas que siguieron el dolor se hizo tan intenso que los gritos de Giulietta eran casi continuos. Nunca se habría imaginado, nunca se habría atrevido a imaginar, que pudiera existir semejante dolor fuera de una cámara de tortura. Cada contracción era más violenta que la anterior. Pero el bebé no parecía tener ninguna intención de salir. Haciendo caso a los ruegos de la parturienta se abrieron las contraventanas para refrescar la habitación. Pero al rato el médico ordenó cerrarlas de nuevo. Giulietta pensó que lo hacía porque el sofocante calor ayudaba al parto. Hasta que se dio cuenta de que las contraventanas se mantenían cerradas para que sus gritos no se escucharan fuera.

Giulietta empujó hasta que ya no pudo más.

A medida que avanzaba la tarde los ánimos de la comadrona y las bromas del médico fueron bajando de tono hasta desaparecer del todo. Finalmente el doctor fue a la puerta y ordenó a gritos a la criada que buscase a su amo y le dijese que viniera cuanto antes. Giulietta se dio cuenta de que el médico creía que ella ya no podía oírles. Y había momentos en los que se sumergía tanto en el rojo remolino de su dolor que realmente no podía. Aunque este no era uno de esos. Pero luego sí que lo fue y Giulietta se extravió en sus recuerdos.

Las palabras de Leopold le hicieron daño.

Su tristeza porque ella había amado a alguien antes y más que a él. Quiso decirle… Si conseguía sobrevivir a esto le diría que no era verdad. Y no lo era, se dijo a sí misma, aun cuando ella sabía que sí que lo era. El muchacho de expresión feroz de la basílica había clavado sus garras en la carne de Giulietta con solo tocarla y era su cara la que estaba viendo ahora.

El cabello de color gris plata. Los ojos salpicados de ámbar que veían a través de ella. Temblando, lady Giulietta sentía cómo el calor iba abandonando poco a poco su cuerpo.

—Se va —dijo la partera.

—¡Cómo es que no han encontrado todavía al príncipe!

—Está fuera, señor.

—Por Dios, mujer. Dile que entre.

—Estaba montando a caballo —dijo el príncipe Leopold, cerrando la puerta tras de sí—. No podía soportar… —su voz era un susurro que Giulietta oía a kilómetros de distancia. El susurro del viento entre la hierba. Ahora estaba más allá del dolor. Flotando en un calor rojo muy lejos de su cuerpo.

—Tiene que elegir —dijo el médico.

—¿Elegir qué? —preguntó Leopold.

—Puedo tratar de salvarla, pero perderemos a su hijo. O puedo salvar al hijo y la perderemos a ella. Y el niño, si es que es un niño, vivirá si Dios quiere. Pero la posibilidad de que ella sobreviva es menos cierta…

A Giulietta aquello le sonaba a que el médico ya había hecho su elección.

—Salve a los dos —dijo el príncipe Leopold.

—Alteza. Eso no es posible.

—¿Usted no es suficientemente diestro?

—No, señor. Nadie podría…

—Entonces encuentre al que pueda —interrumpió Leopold—. Y hágalo ahora. No toleraré que muera ninguno de los dos.

Su voz sonaba amenazante. Habría sangre si se le desobedecía. Incluso Giulietta, que en aquel momento se hallaba arropada por el calor rojo preguntándose si no sería mejor dejar que el sueño se apoderase de ella, se estremeció con su furia.

—Alteza —la voz del médico sonaba tensa por el miedo a que se le pidiera lo imposible—. Le ruego que…

—Hay un hombre en la ciudad —interrumpió la partera—. Logró sacar a un bebé del vientre de una esclava y al cachorro de una perra de caza. Y todos sobrevivieron.

—Es un pagano —se indignó el doctor.

—Sí —dijo la partera—. Un pagano al que no le gusta perder a sus esclavos.

—¿Es judío? —preguntó el príncipe Leopold.

—Se hace llamar sarraceno, mi señor —la partera parecía atemorizada por tener que dirigirse directamente al príncipe.

—Enviad a por él.

—Alteza, tenga en cuenta que…

—¿Sabes a quién estás asistiendo? —preguntó el príncipe Leopold al médico.

—No, mi señor. Me dijeron que era…

—¿Mi mujer?

El médico asintió con la cabeza.

—Si Dios quiere, lo será. Pero si muere, te haré ahorcar.

Se envió a por el sarraceno.

Este, tras haber echado a todos de la minúscula habitación, abrió las contraventanas y anunció que los que pensasen que los gritos de una parturienta traían mala suerte, podían irse a otra parte, ya que formaba parte de la naturaleza de la mujer gritar mientras paría. Hasta los cristianos debían ser capaces de aceptarlo.

Trajeron agua. Agua fría para beber. Agua caliente para lavarse. Ordenó hervir agua para la limpieza de sus instrumentos. Tras afilar la navaja el sarraceno se arrodilló al lado de lady Giulietta y, susurrando disculpas, levantó la sábana empapada en sudor. Pero, antes de proceder a palpar al bebé, lavó la entrepierna de la muchacha.

—Tal como pensé —dijo tras auscultarla—, el bebé viene de nalgas.

Dado que ella se hallaba al borde de la oscuridad roja y estaban solos en la habitación, tenía que estar hablando consigo mismo.

—No podemos darle la vuelta. Así que lo mejor es que la madre se duerma. Tal vez volverá a despertarse o tal vez no. Todo está en manos de Dios. Y también un poco en las mías.

Abrió un cofrecillo de madera del que sacó un envoltorio de seda aceitada que contenía una pasta negra, luego destapó una botellita con licor, el único licor que se permitía tocar. Mezcló la pasta con el contenido de la botellita, vertió la mezcla entre los labios de lady Giulietta y esperó a que se durmiera. Una vez dormida, hizo una incisión en su abdomen.

Diez minutos más tarde se escuchó el primer grito del recién nacido.

Pero todavía faltaba día y medio para que lady Giulietta se encontrara suficientemente despierta como para darse cuenta de que tanto ella como su hijo estaban vivos y que le estaba dando de mamar con su carita apretada contra el anillo que tenía colgado de una cadena entre sus pechos. Para entonces el príncipe Leopold ya le había puesto el nombre de Leo y lo había reclamado como hijo suyo.