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a nave que llevó a Atilo a su casa aquella noche era más grande que una vipera pero más pequeña que un sandolino. Había sido diseñada siguiendo las instrucciones del doctor Cuervo y construida en tan solo medio día por un maestro constructor naval y sus aprendices. El hecho de que las órdenes procediesen directamente de la duquesa Alexa contribuyó a que se trabajase duro y sin hacer preguntas.
La nave parecía una pequeña cabina sin ventanas. Atilo no estaba al corriente de las instrucciones que el doctor Cuervo había dado al artesano del Arzanale. Podría haberlo indagado en su calidad de miembro del Consejo de los Diez. Pero como jefe de los Assassini tendría que conocerlas ya. Decir que Atilo vivía dividido entre estos dos cargos sería simplificar mucho. Su fama de Almirante en Jefe de Venecia, su nuevo puesto entre los Diez y sus obligaciones como jefe de los Assassini eran como tres ramas de hiedra venenosa intentando estrangularse entre sí. Ni él mismo entendía cómo podía sobrellevar además el papel de amante de la duquesa Alexa.
—Prepara las amarras.
El buque del mago se movía solo. El doctor Cuervo afirmaba que había un duende escondido en un compartimiento en la parte trasera, girando una manivela para impulsar los infinitamente complejos engranajes que movían la hélice y hacían que la nave avanzase entre las olas.
Cosa que Atilo no terminaba de creerse.
Iacopo formó un lazo con la amarra y lo arrojó al embarcadero dejándolo enganchado en un bolardo. Luego sostuvo el extremo libre de la amarra y aprovechó la inercia para llevar la embarcación de costado hacia el embarcadero hasta que la extraña nave se detuvo.
—Buen atraque, Iacopo.
La sonrisa de Iacopo se desvaneció cuando la puerta de la cabina se abrió con un crujido revelando la oscuridad en su interior. Unos ojos protegidos por gafas de cristal ahumado se asomaron por un instante por la estrecha abertura y desaparecieron con la misma rapidez. El doctor Cuervo había explicado a Tycho que, durante períodos cortos, la luz del día ya no era perjudicial para él. Pero, obviamente, el muchacho no acababa de creérselo. Incluso el pelo, peinado con trenzas en forma de serpientes, estaba cubierto de aceite que lo protegía de la luz solar. Las trenzas fueron todo lo que Iacopo pudo ver ya que Tycho se tapó el rostro con los brazos evitando la luz del día.
—Todo tranquilo —dijo Atilo con brusquedad—. Date prisa.
Ya había tomado la decisión de convertirlo en su heredero. Ahora tocaba enseñarle. De Atilo dependía que Tycho no defraudara las esperanzas puestas en él. Ten cuidado con lo que deseas. Pero el viejo almirante estaba hecho un mar de dudas, dudas que no podía arriesgarse a confesar a nadie y menos aún a la duquesa Alexa.
Las fábulas estaban pobladas de poetas chiflados. ¿Pero un asesino lunático? Al que la duquesa consideraba casi un ángel caído. Suponiendo que Atilo hubiera entendido bien aquel cuento de hadas intencionadamente confuso.
Al pisar tierra firme el nuevo protegido de la duquesa Alexa olfateó el aire pero, acto seguido, dejó caer los hombros decepcionado. Cualquiera que fuese el olor que estaba buscando, no estaba allí.
El muchacho llevaba un abrigo de fino cuero sobre un jubón de seda, ambos de color negro y aceitados. Los pantalones también eran de seda aceitada. Las botas y guantes a juego eran de cuero negro marroquí, tan fino que se ajustaba como una segunda piel. Era, sin duda, el esclavo mejor vestido de toda la ciudad.
La ropa la había elegido el doctor Cuervo.
En la bolsa que colgaba del cinturón llevaba un tarro con un dragón de cerámica vidriada de color púrpura enroscado alrededor de la base. Contenía un ungüento preparado también por el doctor Cuervo. La duquesa Alexa le explicó lo que quería. Pero fue el doctor el que escogió los ingredientes. Utilizó blanco de zinc, alcanfor, sílice molido y aceite de semillas de uva. Tras la aplicación, la mezcla protegería a Tycho de las quemaduras de los rayos del sol durante una hora. El alquimista estaba orgulloso de su trabajo. Tan orgulloso que explicó a Atilo los efectos de la mezcla dos veces. El abrigo de cuero y la seda aceitada debían proteger el cuerpo de Tycho; los guantes, las manos.
Pero el ungüento era la máscara de Tycho.
—¿Debo informar a la señora Desdaio que tenemos un nuevo miembro en la familia? —preguntó Iacopo.
—Es un esclavo —repuso Atilo.
Iacopo retrocedió y, tras hacer una profunda reverencia, se volvió para entrar por la porta d’acqua de Ca ‘il Mauros, dejando a su amo y al recién llegado contemplando el fantasmal sol que se intuía tras las nubes que amenazaban lluvia.
—Soy tu dueño —dijo Atilo—. ¿Lo entiendes? Ya no importa ni lo que fuiste ni de dónde hayas venido. A partir de ahora vivirás y morirás según mis reglas.
Tycho se encogió de hombros.
—¿Lo has entendido?
El tono de la voz de Atilo hizo que el muchacho se irguiera. Ya le habían dado órdenes antes. Pensó Atilo. Eso es bueno. Pero también es malo. La mayoría de los que pasaban por Ca ‘il Mauros llegaban jóvenes y sin formar todavía. Tenían once o doce años, sin hogar, sin protección y con mucha hambre.
La gratitud que sentían hacía más soportables las primeras semanas del brutal entrenamiento. Las muchachas, que no solían tener tendencias asesinas, dejaban que su gratitud superara sus escrúpulos sobre la violencia. Recogidas en las calles y llevadas al palacio de un patricio extraño, obviamente rico y poderoso, la mayoría de las chicas creían que sabían lo que les esperaba. Al demostrarles lo equivocadas que estaban, Atilo conseguía que su fidelidad fuera total. Los chicos no eran tan conscientes del destino que les podía aguardar.
Atilo lo achacaba a su falta de imaginación.
—¿Y bien? —apremió.
—Lo he entendido —había algo en el tono del muchacho que dejó preocupado a su nuevo amo.
—¿Qué has entendido?
—Que usted cree lo que dice.
Atilo lo miró fijamente.
—Mañana comenzaremos el entrenamiento —dijo—. Va a ser brutal. Serás castigado cada vez que te equivoques.
El moro empleaba frases simples. No estaba seguro de hasta qué punto Tycho lo podía entender. Esperaba que el muchacho mostrase su consentimiento y algo de gratitud. Gratitud y respeto. Incluso gratitud, respeto y miedo. Lo que se espera que sienta un aprendiz hacia su amo.
Pero Tycho negó con la cabeza.
—Hubiera sido mejor esta noche.
—¿Qué?
Ajustándose las gafas, el muchacho contestó:
—Veo mejor en la oscuridad —sopesó sus palabras y, obviamente, consideró que necesitaban una aclaración—. Probablemente también mato mejor. Si se trata de eso.