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n golpe en la puerta hizo que Giulietta levantara la vista del bebé que tenía a sus pechos.

Al no responder, la puerta se abrió lentamente y la cabeza del príncipe Leopold se asomó a la habitación.

—¿Puedo entrar, mi señora?

—Ya te he dicho que no es necesario que llames antes de entrar.

—Puede que estuvieras dando de mamar a Leo.

—Es lo que estaba haciendo —dijo Giulietta.

Sonriente, se abrió el vestido y acarició con el pezón la mejilla del bebé hasta que este abrió la boca y continuó saciando su hambre. Cuando levantó la mirada, Leopold estaba mirando ostentosamente por la ventana los campos de tierra roja de Chipre.

—¿Algo interesante?

—Los campesinos están segando cebada de las laderas más altas.

A veces su amistad parecía frágil. Había tantas cosas por hablar.

Compartían la cama, dormían juntos cuando el bebé les dejaba, cosa que ahora ocurría más a menudo que en los primeros meses de su vida. Giulietta podría haber contratado a una nodriza, de hecho, Leopold se ofreció a buscar una. Pero finalmente se tuvo que resignar ante la rotunda negativa de Giulietta. Sin embargo, seguía llamando a la puerta antes de entrar y procuraba desviar la mirada cuando daba el pecho a su hijo.

Esa delicadeza no casaba con el monstruo en que se había convertido en el tejado de Ca’ Friedland. Ni con la crueldad de la batalla que Giulietta había presenciado en Cannaregio.

Había pasado más de un año desde aquella masacre de los Assassini, pero seguía estremeciéndose al recordarlo.

—¿En qué estás pensando?

—En nada —le aseguró.

—En aquel joven —dijo Leopold con tristeza.

—Leopold… Te lo juro. Ni siquiera se me pasa por la cabeza.

Mentía. Había momentos, por lo general de madrugada, en que se despertaba convencida de que el muchacho de cabello plateado de la basílica estaba en su habitación, mirándola mientras dormía. Por supuesto que solo era un sueño.

—Vi cómo lo mirabas.

—Eso no es cierto.

—Sí —dijo Leopold—, sí que lo es. Y vi cómo te miraba. ¿Crees que nos dejó marchar por mí? Si no hubieras aparecido, ahora yo estaría muerto. Dejó que te marcharas y permitió que me fuera contigo.

—Te quiero.

Las lágrimas empezaban a acumularse en los ojos de Giulietta.

—Yo también te quiero —dijo Leopold—. A mi manera. Pero sueñas con él. Es como si vosotros tuvierais una sola alma y alguien la hubiera cortado por la mitad. Recuerda que me dijiste que el niño no era de Marco…

—Leo, por favor, déjalo.

—¿Es suyo el bebé?

La boca de Giulietta permaneció cerrada.

Aquella noche el príncipe Leopold regresó con un mantón de encaje de Malta, media docena de higos tempranos y un tazón de sorbete consistente en vino blanco mezclado con zumo de limón y hielo picado, a modo de ofrenda de paz y disculpa.

—Lo siento —dijo, poniendo sus regalos en la mesilla y dándose la vuelta para marcharse.

—Puedes quedarte.

—No haré más que decir estupideces.

—Aun así… —Giulietta dio unas palmaditas en el asiento a su lado—. Sabes que en la corte de Venecia se rumoreaba sobre tu capacidad de persuasión. Mi tía estaba furiosa por la cantidad de sus damas de honor que…

—¿A las que había embaucado? —dijo Leopold, ofreciéndole un higo.

—Aunque tal vez estaba molesta por otras cosas —admitió Giulietta—. Entonces yo no sabía que eras un krieghund. Pero tu reputación…

—Contigo a mi lado no sé qué decir.

Giulietta sonrió.

—No siempre —apoyando la cabeza en su hombro, Giulietta dejó que Leopold pasara el brazo por encima de los suyos. El acogedor silencio se prolongó durante el tiempo que tardó en consumirse la vela. Cuando Leopold se levantó para encender otra con la llamita de la que se había consumido, Giulietta arregló su vestido y preguntó—: ¿Así que es verdad que el sultán mameluco está reuniendo una flota?

—¿Por qué lo dices?

—Por la cebada. La están cosechando para el asedio.

—Es posible.

—Leopold, ¿de dónde sacaste el hielo para el sorbete?

—Era el último que quedaba en las fresqueras del rey.

—Eso es —dijo Julieta—. También he oído que se está bebiendo su mejor vino y repartiendo las salazones que normalmente se guardan para los banquetes.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Leopold fijando la vela en el candelabro y volviéndose hacia ella.

—¿Qué sucederá si el sultán decide atacar?

—Lucharemos.

—¿Y ganaremos?

Cuando Leopold se sentó a su lado, le pasó el brazo alrededor del hombro y la besó suavemente en la frente, Giulietta supo que la respuesta era que no. Pero en vez de protestar o pedir a Leopold que mintiera, se limitó a acurrucarse contra él y tratar de pensar la pregunta que quería hacer. El hecho de que él no dijera nada significaba que sabía… Si no la pregunta que estaba formulando en su mente, sí lo que estaba pensando.

Un bebé recién nacido no deja mucho tiempo para pensar.

Bueno, siempre que una se empeñe en alimentarlo por sí misma y dejar que duerma en la misma habitación. Fue una decisión sorprendente. Giulietta sabía que con ello se había convertido en la comidilla de las damas de la corte. Como si no lo fuera ya.

—Leopold.

—¿Sí? —sonaba como si estuviera preparado para escuchar cualquier cosa que ella tuviera que decir.

La conocía perfectamente, se dio cuenta Giulietta. Después del tiempo que habían pasado juntos aquí, la conocía mejor que nadie. Tal vez mejor que ningún otro hombre lo haría jamás. Leopold conocía sus debilidades. E insistía en que no eran tantas como ella se imaginaba. Y sus puntos fuertes que, según él, Giulietta solía subestimar. La conocía tan bien que, a veces, Giulietta se preguntaba si podía sentir lo que pasaba por su mente.

—Si perdemos…

—Sí —dijo el príncipe—. Te lo prometo.

Giulietta le besó en la mejilla. Sin saber cómo contestar al hombre al que acababa de pedir que la matara antes de permitir que la cogiesen presa. Y cuando el hombre que se lo promete la ama a pesar de que ella sigue soñando con otra persona.