11
a nieve que cubría la fondamenta tenía la textura de mármol pulido por los pasos de los transeúntes y era tan fría y dura que quemaba los pies desnudos de Tycho.
Pero apenas lo notaba.
Los recuerdos del maestro Tomás se agolpaban en su cabeza. Sin darse cuenta llevaba todavía en la mano la navaja que había cogido al escapar de la imprenta. No sabía que estaba a punto de verse envuelto en una pelea callejera.
Aquella noche de enero Tycho se encontraría con tres mujeres que cambiarían su vida para siempre. Si es que se puede considerar mujer a una stregoi pelirroja de once años… La esclava nubia de dieciocho sí que reunía los requisitos. Al igual que Giulietta Millioni, de quince años de edad, pero con ella Tycho se encontraría solo brevemente y al final de todo.
—Nada de navajas… —la voz sonaba indignada.
Le estaba hablando una muchacha negra como una noche sin luna, con el pelo peinado en trenzas rematadas por pequeños dedales de plata. Tenía los ojos de un depredador, al igual que la mirada. Tenía una mano apoyada en la cadera, con la otra se aferraba a un árbol helado de la fondamenta que bordeaba el canal. Señaló con un gesto de la cabeza la navaja en la mano de Tycho, lo que hizo que las puntas plateadas de las trenzas se movieran aún más. Una de sus cejas estaba partida y el corte sangraba.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Nunca habías visto una nubia antes?
—No, nunca.
A pesar de que el contacto con los dedales de plata de las trenzas podría quemarle, Tycho llevó su pulgar a la ceja de la muchacha y tocó la sangre.
Una mano de acero impidió que llevase el pulgar a la boca.
—No —dijo la nubia.
Sus trenzas se balanceaban como las algas venenosas del canal, manteniéndole alejado, mientras que su olor le atraía hacia ella. La chica olía a vino, ajo y sudor. A pesar de sus pies sucios y su vestido arremangado hasta las rodillas, parecía peligrosa y elegante al mismo tiempo. Sobre todo peligrosa.
¿Qué edad tendría?
Obviamente la suficiente para estar metida en una pelea callejera. Cogiendo el cuchillo de su mano lo arrojó como por casualidad en las aguas del canal.
—Ya conoces las reglas.
Las conocía porque el maestro Tomás las conoció. Y los recuerdos del impresor ahora eran suyos, transferidos en el instante en que rompió el cuello de aquel hombre. Aunque la mayoría ya habían comenzado a desvanecerse. Tycho levantó la mirada para encontrarse con los ojos de la nubia brillando a la luz de las estrellas. La chica debió de creer que pertenecía a los Castellani a causa de su túnica robada.
—¿De qué barrio eres?
De todos y de ninguno. Vivía en cualquier sitio y en ninguna parte. Lejos de los recorridos de los extraños y de la Ronda y de los que le habían herido o querían herir. Probablemente no era la respuesta que ella estaba buscando.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó en vez de contestarle.
—Amelia —dijo la muchacha sonriendo, el cambio de tema le había hecho gracia.
—¿Y dónde vives?
—Vivo cerca de aquí. Bueno, desde que lady Desdaio se trasladó. Soy su doncella.
Desde luego la chica no tenía aspecto de ser la doncella de una dama. Aunque los recuerdos de Tycho sobre el aspecto que debía tener una doncella eran muy fragmentarios.
—¿Dama…?
—Desdaio, mi señora.
—¿Cómo es ella?
Amelia suspiró profundamente.
—Dulce —dijo—, bañada en miel y con una cucharada extra de azúcar. Quisiera odiarla, pero eso es imposible.
—Parece odiosa.
—Debería —dijo Amelia—. Pero no lo es. Ojos grandes y tetas grandes. Tengo miedo por ella. También es una perita en dulce. Aunque, obviamente, los hombres no solo quieren su dinero y su cuerpo…
—¿Es rica? —interrumpió Tycho.
Amelia elevó los ojos.
—Por supuesto que lo es. Es la heredera del viejo Bribanzo. Joyeros repletos, cofres llenos de monedas, un sinfín de vestidos de terciopelo, balas de seda, pinturas…
—¿Y qué más quieren los hombres?
—¿Tú sabes qué ocurre con la inocencia?
—¿Se muere?
—Alguien la mata.
—¿Eso te pasó a ti?
—Mierda —dijo—. ¿Qué clase de pregunta es esa? —la chica levantó la cara y sonrió. Sus ojos brillaban a la luz de la antorcha que iluminaba el arco a espaldas de Tycho. Pudo ver la arteria que latía en su cuello—. Bésame entonces.
Tycho salió huyendo perseguido por una sarta de indignados improperios. Se perdió en un laberinto de callejuelas serpenteantes, atajando por un paso inferior para llegar a una calle más ancha. Mientras huía, el cielo nocturno cambió de color rojo, que de repente había adquirido, a su azul-negro habitual, los contornos de los edificios perdieron su brillo y la opresión en el estómago cedió un poco.
Tenía suficiente sentido común para darse cuenta que su ira y el hambre eran intercambiables, diferentes maneras de describir lo que sintió en la boca cuando la muchacha nubia levantó la cabeza para exponerle su garganta.
Estatuas, frescos e incrustaciones de mármol.
Los palacios que bordeaban el Canalasso eran los más grandes de la ciudad. Los fastuosos edificios estaban adornados con esculturas y mosaicos hechos con pequeñas losetas de vidrio coloreado. Las paredes de muchos palacios lucían frescos. Jamás había visto semejantes tallas y pinturas y tal variedad de piedra utilizada en su elaboración. Los edificios que poblaban sus recuerdos fragmentados eran de madera o adobe.
Las paredes cubiertas de pieles de una gran sala, con las rendijas entre los tablones tapadas con adobe. Sobre vigas desnudas, un techo de paja. En invierno, la nieve aislaba la sala ayudando a mantener el calor. Pero la nieve de Venecia era tan fina que Tycho apenas la reconocía.
¿Cómo era posible que su casa llevara cien años en ruinas? Bjornvin estaba allí mismo, en sus recuerdos. Es verdad que no eran perfectos, pero reales y recientes.
¿Y después…?
Podía recordar un hacha rompiendo el mamparo de un barco. Su repentina ceguera cuando alguien introdujo una antorcha en su prisión. Solo cuando vio la luz se dio cuenta de que sus ojos habían cambiado. Y hasta que se arrojó por la borda de la pequeña embarcación no se había dado cuenta de que sus movimientos eran más rápidos que los de otras personas. Aquí todo el mundo parecía moverse con torpeza, tropezando en los oscuros callejones, sin apenas ver lo que allí había.
Al principio, se preguntó qué era lo que les pasaba. Por qué eran tan torpes esas personas. Ahora que había recuperado algunos fragmentos de su memoria y tenía los recuerdos del maestro Tomás, se preguntaba si él era una persona.
—¿Quién anda ahí?
Tycho se ocultó en la oscuridad. Podía sentir cómo se iluminaba la columnata mientras la oscuridad se cerraba a su alrededor. Cascos con forma de cono hechos de acero, casacas con forro relleno de paja y con planchas de refuerzo de acero barato. Los guardias eran cinco, dos iban armados con espadas y otros dos con lanzas, el sargento llevaba colgada del cinturón una maza. Los cinco calzaban botas tachonadas de clavos para no resbalar en el hielo.
—He visto a alguien.
—¿Dónde? —la pregunta sonaba a mera formalidad.
—Por allí —insistía una voz joven. Uno de los guardias señalaba en dirección a Tycho refugiado entre las sombras. El sargento trató de escrutar la oscuridad.
—¿Jefe? —preguntó uno de los guardias.
—Nada —respondió el sargento soltando una colleja en el cogote del guardia joven—. Te asustas de tu propia sombra.
Moviéndose sigilosamente en la oscuridad, Tycho les siguió, mientras bordeaban la plaza cubierta de fina nieve. Procuraba colocar sus pies en las huellas que dejaban las botas de los guardias en la nieve virgen. Y habría continuado siguiéndoles de no haber levantado la cabeza y visto a los caballos.
Eran cuatro.
Golpeaban el aire con sus cascos como si fuesen a saltar desde la balaustrada de la Basílica de San Marco. Los reconoció al instante. Porque el maestro Tomás los conocía. ¿Y quién no? Fueron traídos como botín de guerra de Bizancio que, a su vez, los había robado de Atenas, donde adornaron el Hipódromo original. Tycho nunca había visto a un caballo de cerca.
Dando las gracias a los albañiles que habían labrado la fachada de la basílica, Tycho fue utilizando un punto de anclaje tras otro hasta escalar la columna y alcanzar la balaustrada. Tras él quedaron los ángeles de piedra con huellas de sus pies embarrados en la cabeza. Por fin alcanzó a los cuatro caballos de bronce que esperaba ver. Pero no a la niña pelirroja sentada a sus pies.
La niña le miró desde abajo y sonrió.
—Bueno —dijo—. Qué sorpresa.
Estaba inclinada sobre una minúscula hoguera qué el viento nocturno amenazaba con apagar. Las llamas ardían atrapadas entre sus manos ahuecadas y parecía que no tenían nada de qué alimentarse salvo del aire que había entre las palmas.
Tenía el cabello grasiento y unos impenetrables ojos verdes. Tycho dudó unos instantes, permanecía con medio cuerpo sobre la balaustrada, con un pie apoyado todavía en el nimbo del ángel de piedra.
—Impresionantes, ¿no? —dijo la niña acariciando la pata de uno de los caballos—. Robados de Grecia por los romanos, robados a Roma por los griegos romanizados, finalmente robados por nosotros…
—¿Nosotros? —preguntó Tycho.
—Bueno, ellos realmente —la niña lo miró y levantó las cejas, Tycho seguía con medio cuerpo colgando por fuera de la balaustrada—. ¿Tienes miedo de las brujas?
Tycho frunció el ceño y la sonrisa de la niña se hizo aún más amplia. Así que rodó por encima de la balaustrada deseando haber conservado la navaja del impresor.
—Extraña ciudad —dijo la chica—, extraños apetitos que ignorabas… Tienes motivos para estar asustado. No te culpo.
—No estoy asustado.
—Claro que no lo estás.
Cerrando las manos para proteger las llamas, sacó un trozo de pan de entre sus ropas. Su blusón se abrió dejando entrever unas costillas finas como unas ramitas. Tendrá once, a lo mejor doce años y está malnutrida, pensó Tycho.
—Tomad y comed —dijo la niña en tono burlón—. ¿O es que buscas otro tipo de salvación?
Tycho cogió el pan y se lo metió en la boca. Su corteza era de cuero viejo y la miga de serrín. Sabía a ceniza y a carbón.
La niña se rio.
—Parece que sí.
Poniéndose de pie, la chica recogió un poco de agua sucia del suelo de la balconada y se la ofreció. Tycho bebió de sus manos, preguntándose por qué lo hacía. El lodo era fresco y arenoso, pero su boca seguía sabiendo igual.
—No deberías estar aquí —dijo la chica.
—Ni tú tampoco.
La niña volvió a reírse.
—Debes irte a casa.
Los ojos de Tycho se llenaron de nieve. De nieve, fuego y cenizas.
—Ah —dijo la muchacha—. De esto te acuerdas —hizo una pausa, y por primera vez pareció dudar—. Alexa cree que te has ahogado. ¿Debo sacarla de su error?
No sabía la respuesta. Pero en aquel momento tampoco había entendido la pregunta. O cómo había pasado de estar ofreciéndole el agua a estar allí de pie. Lo único que sabía era que ella se movía tan rápido como él. Tal vez la luz del sol también le hacía daño.
—He domado a los muertos que caminan —las palabras de la muchacha sonaban amargas—, a magos selyúcidas, incluso a krieghund. Una habilidad muy solicitada el pasado otoño, según tengo entendido. Pero tú…
Sin vacilar, se mordió la muñeca hasta hacerse sangre. Respiró profundamente y se la tendió.
—Únete.
El mundo se volvió rojo.
Caballos de bronce galopando a través de la niebla roja. El hambre vació sus entrañas y se le formó un nudo en la garganta cuando probó la sangre que fluía por las encías rotas de las que asomaban unos grandes dientes lobunos. Mientras sus sentidos se agudizaban, las piernas de Tycho vacilaron. Estaba impresionado por lo que veía, oía y olía de repente.
—Te detendrás cuando yo te diga. O si no…
La intuición de Tycho le decía que ella dudaba de que pudiera cumplir su amenaza. Cientos de miles de ríos de sangre fluían por debajo de la sucia piel de la chica y podía sentirlos todos, por un segundo era todo lo que podía ver de ella.
Agarrando su brazo, chupó la sangre de la muñeca. Al instante siguiente estaba escupiendo al suelo, limpiándose los labios con la mano. Leche agriada apenas describiría el sabor de su sangre. Nada de lo que había comido ni siquiera se le aproximaba. La niebla roja desapareció, barrida por la impresión, y la noche volvía a estar oscura en torno a él. Sintió ganas de llorar.
La chica suspiró.
La sangre dejó de manar en cuanto la muchacha se lamió la muñeca; unas costras ya se estaban formando sobre las marcas de la mordedura. Mojó el trozo de pan duro en un charco y, partiéndolo por la mitad, le ofreció un pedazo.
—A veces, una magia no congenia con otras.
Tycho asintió con la cabeza, temía que su voz le traicionara.
Todavía estaba masticando el último trozo de pan, cuando ella se dirigió al borde de la balconada y miró la oscura Piazza San Marco que se extendía debajo de ellos.
—Pronto amanecerá —dijo—. Tenemos que marcharnos.
—Dime tu nombre.
La chica sonrió.
—Te ofrecí mi sangre. ¿Ahora también quieres mi nombre? Es A’rial, soy la stregoi de Alexa. Su bruja mascota.
Antes de que pudiera responder, A’rial se había ido.