24
a piedra angular del arco que daba entrada al viejo palacio estaba decorada con la cara de un león enmarcada por dos alas de murciélago. El palacio, que se levantaba en la margen izquierda del Canalasso, aguas abajo de la Volta, a la izquierda de San Gregal, estaba siendo restaurado. Por pura coincidencia se ubicaba casi enfrente de los saqueados almacenes de los mamelucos.
En un medallón estaba grabada una cara de león con alas de murciélago.
No era más que uno de los varios miles de bajorrelieves que había en Venecia, representando cientos de escudos diferentes. Todo el mundo en la ciudad podía identificar el del león leyendo un libro. El león representaba a Venecia y estaba leyendo el evangelio de San Marcos. Y San Marcos era el patrón de la ciudad. Así que el bajorrelieve representaba a Venecia y esa era la razón por la que se podía ver por todas partes.
Adornaba la Dogana di Mar, el Palazzo Reale —situado a un lado de la Piazza San Marco y en el que se reunían los gobernantes de la ciudad— y el Hospicio Orseolo justo enfrente. Marcaba la Zecca, donde se acuñaban los ducados y el campanario, que también se utilizaba como faro y como lugar en el que se colgaba a los traidores.
El que llevaba el bucintoro —la barcaza ceremonial de Marco IV— era tan grande que la tapaba casi entera. Era una embarcación muy poco práctica que apenas podía navegar por el Gran Canal y tan pesada que no sobreviviría ni un instante en el mar abierto.
Los palacios lucían escudos de sus dueños.
Los hospicios y las escuelas gremiales tenían sus propios símbolos. Al igual que los Arsenalotti e incluso los Nicoletti y los Castellani, cuyos emblemas acabaron siendo aceptados por la fuerza de la costumbre de verlos por todas partes. En un mundo donde pocos sabían leer y las iglesias utilizaban murales para contar historias edificantes, la mayoría de los venecianos podía identificar al menos una docena de escudos. Algunos menos identificarían dos o tres docenas. Un puñado de estudiosos reconocería sin esfuerzo al menos sesenta o más.
En la calle de los Escribas, donde escribanos judíos preparaban la tinta, afilaban plumas y guardaban el secreto de las cartas que leían en voz baja a sus destinatarios, vivía un rabino que podía identificar al menos 200. Pero había escudos, desconchados y maltratados por el viento, la lluvia y la sal marina, cuyo significado permanecía oculto, ya que el último estudioso que lo conoció, hacía mucho que se había convertido en polvo.
Y la cara con alas de murciélago, supuestamente, era uno de ellos.
El moro que estaba esperando su gondolino aquella tarde de viernes de enero sabía lo que significaba y se alegraba de que no lo supiesen los demás. Había comprado aquel palacio cercano a la Dogana porque le divertía que la casa que ahora se llamaba Ca’ il Mauros exhibiera uno de los dos escudos de los Assassini que todavía quedaban en Venecia. Por lo menos, de los que se mostrasen públicamente. El maestro Assassini que había hecho labrar aquel escudo llevaba muchos años muerto y sus descendientes, que habían luchado de generación en generación por mantener aquel palacio, nunca supieron lo que representaba. Finalmente, cuando las reparaciones se hicieron prohibitivamente caras para sus bolsillos, a regañadientes y de mala gana, tuvieron que vender el palacio.
—¿Tendrás cuidado?
—Querida… —recogiendo los faldones de su vestimenta, Atilo besó a su amada en ambas mejillas y sonrió—. Estaré bien —y cuando Desdaio alzó el rostro, rozó con sus labios los de la muchacha antes de dar un paso atrás—. Solo voy al palacio un par de horas. No es nada importante.
—Eres uno de los Diez, ahora…
Atilo consideraba su victoria sobre la flota germana mucho más importante que cualquier cosa que pudiera resultar de conversar con otros nueve hombres. Pero esto era Venecia. Aunque el duque Marco IV era dueño de la costa de Istria desde Austria hasta Bizancio, su corte era instintivamente introspectiva, solo le interesaba su propio reflejo. La visión fugaz de dos amantes a través de la ventana de una habitación iluminada por velas que daba al Gran Canal atraía más interés que las noticias de príncipes asesinados por órdenes de Venecia a millas de distancia. El mundo exterior existía solo como lugar en el que la ciudad podía ganar dinero. Lo importante era que el asesinato resultara rentable. A lo sumo, Venecia comentaría con cierta curiosidad los detalles o, tal vez, ni siquiera eso.
—Vuelvo para las Completas.
—¿Querrás comer algo cuando regreses?
Atilo suspiró. En Ca’ Ducale habría comida suficiente en caso de que tuviera hambre, pero era evidente que Desdaio quería que comieran juntos.
—Cualquier cosa ligera.
—Voy a preparar algo.
—Desdaio. Tenemos cocinera.
—No es lo mismo… —la hija de lord Bribanzo había descubierto el placer de vestirse ella misma, cepillarse el cabello, lavarse la cara y cocinar sin ayuda. Tareas que habían hecho desgraciada a la madre de Atilo, la desafortunada esposa de un poeta, que gustaba de contemplar las estrellas y que malgastaba su dinero en instrumentos astrológicos, mientras sus hijos se volvían salvajes y su hacienda se arruinaba.
Atilo lo encontraba extraño pero enternecedor.
—Unos huevos, entonces.
A pesar del frío de enero Desdaio se quedó en los escalones, rociada por las salpicaduras y con alguna ola mojándole los zapatos, esperando a que Atilo se terminase de acomodar en la barca. Iacopo aprovechó el saludo para recorrer con los ojos su cuerpo de arriba abajo. Tomó con gracia el remo, soltó las amarras manteniendo firme el gondolino y se lanzó a las corrientes que hacían tan difícil la navegación en la desembocadura del Gran Canal. Parecía que aquel joven solo estaba concentrado en atravesar lo más rápidamente posible las agitadas aguas, pero Desdaio no podía dejar de sentir que la seguía mirando.
Si Iaco continúa haciéndola sentirse incómoda, le pedirá a Atilo que le encuentre otro empleo. O eso, o que se deshaga de él del todo. Sin embargo, le gustaba Amelia. No era hermosa, pero llamaba la atención. Su piel tan negra, su delgada figura y el pelo trenzado con dedales de plata. Se preguntó si Atilo… Notando un nudo en el estómago, Desdaio se negó a terminar el pensamiento. Su futuro marido era conocido por haber llevado una vida monacal antes de que empezara a cortejarla. Todo el mundo lo decía. Y Desdaio estaba segura de que no estaban equivocados.
—Amelia, necesito tu ayuda en la cocina.
—¿Mi señora?
—Para cortar cosas.
Los ojos de la joven nubia se desviaron durante un instante hacia la ventana, donde la última hora de la tarde se estaba convirtiendo en la primera de la noche y los contornos de una docena de gondolini se sumergían en la oscuridad hasta hacerse prácticamente invisibles.
—Pensé que me dijo que lord Atilo quería huevos, mi señora.
—Voy a hacer huevos.
—Si quiere que corte cosas… —la chica dudó y se dio la vuelta, decidiendo que era mejor no terminar la frase.
Desdaio se dio cuenta de que nunca habían hablado realmente. Unos pocos saludos, los ocasionales buenos días y unos simulacros de reverencia por parte de Amelia. Desdaio no tenía ni idea de dónde había nacido su esclava. Ni siquiera si era cristiana.
—¿Dónde están tus padres?
La boca de Amelia se cerró con un chasquido. Murmurando una disculpa, se dio la vuelta… Desdaio la agarró, teniendo la sensación de que Amelia se resistía solo para dejarse vencer cuando Desdaio puso su mejilla contra la cara de la muchacha y se negó a soltarla.
—Tonta —dijo Desdaio—. Soy yo. Lo siento.
Amelia se echó a reír entre lágrimas.
—Mi señora. Iacopo y yo… Somos huérfanos. Todos los sirvientes del almirante lo son.
—¿Incluso Francesca, la cocinera?
—Sí, señora —asintió Amelia con la cabeza.
—¿Qué me ibas a decir sobre lo de cortar cosas?
—Francesca le permite a usted entrar en su cocina porque…
—¿No puede negarse?
—Sí, mi señora. Usted es la señora de la casa. Yo no soy bienvenida en la cocina. Nadie lo es. Francesca lleva muchos años con lord Atilo. Incluso él tiene que llamar a la puerta antes de entrar en la cocina.
—Bueno, entonces llamaremos nosotras también.