12
cariciando el cuello del caballo, Tycho se deslizó desde su espalda de bronce para colocarse en el borde de la balconada con el viento azotándole la cara. Debajo, los porteadores de una silla de mano esperaban a su pasajero golpeando el suelo con las botas para combatir el frío. Un poco más lejos, la Ronda seguía su recorrido alrededor de la plaza, sin percatarse de los ladrones que se ocultaban entre las columnas, protegidos por sus negras capas y máscaras.
Fuera, en la laguna, el viento trataba de arrancar una vela medio arriada. Cinco hombres iban navegando hacia la piazzetta en un gondolino bajo y estrecho pero, al divisar a los de la Ronda, cambiaron de planes. El suave chapoteo de su retirada quedó ahogado por la nieve que caía.
Tycho aguzó el oído.
Concentrándose, pudo escuchar un sonido procedente de la basílica. Una joven llorando y, con su llanto, le llegaba un olor tan atrayente que fue incapaz de resistirse. Antes de darse cuenta estaba tratando de seguirlo. Desesperado por encontrar alguna forma de entrar en el edificio.
Se metió bajo un dintel y se encontró ante una puerta cerrada. Parecía sólida, con una firme cerradura. Así que, sin pensarlo dos veces, deslizó los dedos por debajo de la puerta y la levantó de sus goznes. Luego, tras dejarla apoyada contra la pared, entró en una especie de desván.
El acceso a las escaleras de piedra estaba bloqueado por una puerta de hierro forjado, cuyas cerradura y bisagras eran más resistentes. Así que se metió por el pasillo que conducía a un balcón interior que corría a mucha altura sobre el suelo de la basílica. Una rata dejó de rebuscar entre la basura, pero volvió a su tarea cuando vio que Tycho seguía adelante.
El balcón apestaba a polvo, madera húmeda y el dulce humo de un incensario que se cernía sobre la oscura nave. Abajo los mosaicos se arremolinaban imitando una alfombra persa, a menos que fueran las alfombras persas las que los imitaran.
Jesucristo, la Virgen y unos apóstoles cuyos nombres Tycho intentaba en vano recordar lo observaban desde el techo abovedado. Severos rostros de nariz aguileña cuyo parecido con los emperadores romanos, muertos hacía siglos, resultaba inconfundible. Todos miraban a la chica arrodillada debajo de ellos.
Tycho comprendió por qué.
Era hermosa, de pelo tan rojo como su vestido. La Virgen ante la que estaba arrodillada permanecía en silencio, como suelen hacer las vírgenes de piedra, pero los hombros de la muchacha suplicante estaban atenazados por la angustia y su llanto subía directamente al cielo. Por la desolación reflejada en su rostro, parecía dudoso que la Virgen le sirviera de ayuda. Era una conversación en voz baja, apresurada y muy unilateral.
—Por favor, virgencita —rogaba la muchacha—. Si no lo haces…
La cara levantada tenía forma de corazón, los ojos azules miraban fijamente al cielo. Tycho no tenía ni idea de qué era lo que estaba mirando, pero vio que la chica sacaba un puñal que llevaba escondido en su manto. Agarró el mango, cerró los dedos, como si fuera algo que le habían enseñado y puso la punta en el pecho.
Pero luego bajó el puñal y Tycho sintió que el corazón le volvía a latir. Solo para dejar de hacerlo de nuevo cuando vio cómo la muchacha se quitaba un broche dorado y dejaba que el manto se deslizara de sus hombros. Luego se desabrochó el vestido, dejando al descubierto la blusa blanca que llevaba debajo, sujeta por un lazo en el cuello que también deshizo. Volvió a coger el puñal y bajó el vestido y la blusa de un hombro para descubrir uno de sus pechos. Tycho no sabía si mirar el arma o a la chica que estaba colocando el puñal a la altura de su corazón. La vio dudar, vio la mueca de dolor cuando se pinchó levemente y vio la sangre corriendo por sus costillas.
—Dios Santo —susurró.
En ese instante, mientras su mundo se reducía a la chica medio desnuda y solo a ella, los sentidos de Tycho explotaron, desbordando el hambre al deseo. La sombría nave se volvió luminosa como de día, el olor del incienso resultaba obscenamente empalagoso, el ruido de las gotas de nieve derretida era ensordecedor. Cubrió la distancia que le separaba de la cadena que sujetaba el incensario de un solo salto; la cadena osciló violentamente, hasta que Tycho se dejó caer y detuvo su balanceo.
La chica miró hacia arriba cuando Tycho ya había llegado al incensario.
Sería su quinto sentido, pero Tycho tenía una docena. Levantó una mano para ocultar su pecho mientras abría la boca para gritar. Antes de que pudiera, Tycho se dejó caer a su lado. Agarró el puñal y lo arrojó lejos.
—¡No! —gritó Tycho.
La deseaba…, pero ¿cómo?
Notó el dolor de los dientes de lobo que rompían sus encías, la dulzura inundó su boca. El cuello de la chica, lleno de pecas, era perfecto, el pezón expuesto, de color rosa pálido, coronaba un pecho pequeño pero maduro. Olía a pétalos de rosa. Eso fue lo que le atrajo.
No solo su desnudez. No solo su belleza.
La combinación de rosas y de ojos azules le recordó… ¿A quién? Porque le recordaba a alguien. Estremeciéndose, siguió con el dedo el hilo de sangre de las costillas y solo lo apartó cuando alcanzó la parte inferior del pecho.
—¿Sabes quién soy? —preguntó la chica.
¿Cómo iba a saberlo? Todo lo que sabía era que al lamer la sangre que manchaba el dedo su columna vertebral se estremeció. Debía de ser su sangre lo que él buscaba. Lo que no se había permitido probar desde que llegó a esta ciudad extraña.
—¿Y bien…? ¿Lo sabes?
Unos ojos llenos de furia le contemplaban desde una cara con forma de corazón mientras la chica liberaba su muñeca y Tycho la dejaba hacer. Observó estupefacto cómo se volvía a cerrar la blusa para ocultar su pecho y unas rosas de sangre florecían en la tela.
—¿Sabes lo que te hará mi tío?
No, ni tampoco le importaba. La agarró de la muñeca antes de que pudiera darle una bofetada por haber bajado su blusa de nuevo. Quería hacerla daño y protegerla al mismo tiempo. Despojarla de sus ropas y tomarla desnuda sobre las frías losetas. Y morir defendiéndola de los que quisieran herirla. Con solo mirar el hilo de su sangre se sintió embriagado.
—¿Has oído lo que te dije?
—¿Cómo te llamas?
Ella lo miró, convencida de que se estaba burlando de ella. Pero no era así. Quería saber su nombre. Necesitaba saberlo más de lo que nunca hubiera necesitado saber nada.
—Soy lady Giulietta Millioni.
—¿Giulietta?
—Mi tío te hará desollar.
—No me importa… —esa era la verdad. No le importaba.
En el exterior, los guardias golpeaban el suelo con los pies intentando paliar el frío y una carreta de bueyes retumbaba y crujía sobre la nieve derretida. El alba estaba cerca y Tycho tenía que ocultarse. Pero permaneció donde estaba.
—Una vez vi cómo desollaban a un hombre —recordó.
Lady Giulietta frunció el ceño ferozmente.
—Lo digo en serio. Te clavará en una puerta. O te hervirá en aceite —miró a Tycho—. ¿Tal vez también has visto a un hombre hervido en aceite?
—No —dijo—. ¿Dura mucho tiempo?
La chica espetó entre dientes con furia:
—¿Cómo voy a saberlo? Ni siquiera he visto desollar a un hombre. Apenas me permiten salir del palacio —se detuvo—. Esto es ridículo. No sé por qué aún estoy hablando contigo.
—Porque no puedes evitarlo.
—Eso es…
—Es cierto —dijo Tycho. Dejó que subiera la blusa de nuevo.
La sangre que todavía manaba de su herida oscurecía levemente el terciopelo rojo de su vestido. Giulietta no hizo nada cuando tocó la mancha más grande y se quedó petrificada cuando Tycho levantó su pecho y buscó la herida debajo de la blusa con el pulgar. Llevó el pulgar ensangrentado a la boca y chupó hasta que la yema quedó limpia. Luego rozó con el dedo la mancha de nuevo y vio con sorpresa como el goteo disminuía y se paraba. Una puerta empezó a abrirse a sus espaldas.
—Vete —suplicó Giulietta.
Tycho se fue llevándose consigo el aroma de las rosas, el recuerdo de su cara en forma de corazón y el sabor de su sangre.