21
l regente estaba de un humor de perros cuando tomó la decisión de mostrarse paseando al anochecer por las calles de Venecia. Su cólera era tan grande que Roderigo llegó a temer por su futuro. El príncipe Alonzo lo consideraba culpable de los escasos resultados obtenidos en la búsqueda de Giulietta. Si hubiera hecho bien su trabajo, nunca habría permitido que el barco mameluco sin bandera abandonara el puerto. Y no se habrían malgastado varios días persiguiéndolo en vano. Así podrían haber empezado antes la verdadera búsqueda de Giulietta. Era un misterio cómo conseguía conciliar esa teoría con el hecho de que, mientras tanto, la Ronda había vuelto del revés las barriadas pobres de la ciudad.
En las tabernas se respiraba un ambiente desapacible. Los Nicoletti sostenían que los Castellani habían ayudado a los mamelucos a llevar a cabo el secuestro de lady Giulietta. Los Castellani declaraban que moriría hasta el último hombre antes que dejar que la escoria de los Nicoletti les acusara de traicionar a la patria.
Las entradas de los canales laterales se cerraron con cadenas para aislar las barriadas. Se levantaron barricadas. Empezaron a desaparecer adoquines de los empedrados de los campi —las pandillas callejeras preparaban y almacenaban sus municiones.
—Entonces —dijo el regente—. ¿Cómo sugieres que manejemos la situación?
—Movilice a la Ronda, mi señor.
—Va a haber disturbios, Roderigo. ¿Consideras que será suficiente con la Ronda? —el príncipe Alonzo lo miraba con las cejas levantadas—. He hecho una pregunta, capitán. ¿Crees que la Ronda será suficiente?
—No, señor.
—¿Y la Ronda junto con tus hombres?
La guarnición de la Dogana era poco numerosa. Pero estaba bien armada, era disciplinada y los menesterosos de la ciudad le tenían cierto temor. Serviría de columna vertebral, pero Roderigo no podía esperar que esa espina dorsal no se acabara rompiendo. Ni siquiera sumándoles la guardia del palacio sería suficiente. Y, de todos modos, tenía sus dudas de que el regente estuviera dispuesto a dejar Ca’ Ducale indefenso.
—Puede contratar mercenarios, señor.
—Cuestan dinero, Roderigo. Y llevaría tiempo encontrar mercenarios buenos.
—¿Qué haremos entonces?
Esta resultó ser la pregunta correcta. El príncipe Alonzo enderezó los hombros y frunció el ceño, como si estuviera ya en el campo de batalla viendo desplegarse a las tropas enemigas.
—Les daremos un escarmiento brutal.
—¿Mi señor…?
Las barriadas tenían buena memoria y, de una manera muy veneciana, los recuerdos se convertían en heridas abiertas en esta ciudad. El dinero podría mantener a los cittadini contentos. Los Castellani odiaban a los Nicoletti y los Nicoletti odiaban a todos los demás, esos odios mantenían entretenidas a las barriadas más pobres. Pero un acto de brutalidad por parte de los Millioni sería recordado durante mucho tiempo. Más de un patricio había muerto por los pecados cometidos por sus antepasados.
—No a las barriadas, idiota.
El padre de Alonzo, su abuelo, un hermano y una hermana murieron asesinados por una daga. Ambas Repúblicas comenzaron y terminaron con asesinatos. En Roma se bromeaba diciendo que en Venecia había más asesinos que canales. Evidentemente el regente no tenía ninguna intención de provocar una Tercera República. Lo poco que todavía quedaba de su buen humor se había esfumado.
—¿Has registrado el fontego de los mamelucos?
—Ayer, mi señor.
—Vamos a hacerlo de nuevo. Pero esta vez bien.
Roderigo hizo una reverencia sin molestarse en decir que ya lo habían registrado bien la última vez. Si el príncipe Alonzo quería que se volvieran a registrar los almacenes de los mamelucos, era asunto suyo.
Cerca de la Volta, en el margen izquierdo del Gran Canal, ya peligrosamente dentro del territorio de los Nicoletti, se encontraron con una banda armada de Castellani mezclados con los Arsenalotti.
—Vosotros —dijo el príncipe Alonzo—. Venid conmigo.
La turba quedó impresionada, dándose codazos los unos a los otros, cuando reconocieron al hombre fornido de la coraza. Los amotinados iban armados, algunos llevaban espadas, otros dagas, uno portaba un hacha de carpintero. Pero, cuando por fin se cruzaron con un grupo de Nicoletti, evitaron la batalla. Los de los gorros negros, sorprendidos por la presencia del regente, aceptaron a regañadientes la tregua.
Había una sensación de creciente excitación. Nadie sabía lo que iba a suceder. Pero todo el mundo presentía que algo ocurriría. Roderigo se estaba dando cuenta de que no se trataba de un simple registro. Alonzo tenía otros planes para el fontego de los mamelucos. Sus sospechas se confirmaron cuando se detuvieron frente a un edificio.
—Rompan la puerta —ordenó el regente.
La mitad de los Nicoletti vestidos de negro corrieron hacia las portas d’acqua del fontego para asegurarse de que nadie pudiera escapar por los canales laterales. Los gorros rojos de los Arsenalotti se desplegaron en torno a Alonzo. Si el regente quería mostrarse en público, se lo estaba trabajando. La calle comenzó a llenarse de curiosos. Un albañil armado con una maza se acercó a la puerta de la casa.
—¿No deberíamos anunciarnos, mi señor?
—Si los súbditos del sultán no quieren ser mis amigos, entonces van a descubrir que yo tampoco soy amigo de ellos, o de su amo. Si quisieran darme la bienvenida, Roderigo —dijo el regente—, estas puertas ya estarían abiertas.
Solo, pensó Roderigo, si quisieran morir.
Seguramente los mercaderes mamelucos confiaban en que, si actuaban con discreción, los dejarían en paz hasta que los ánimos se enfriaran. Ayer les hizo falta mucho coraje para abrir las puertas de su fontego a la guardia de Roderigo. Pero conocían a Roderigo y tenían tratos con la Dogana. La llegada del príncipe Alonzo con la muchedumbre solo podía significar una cosa.
Que lady Giulietta seguía sin aparecer.
Ahora la chusma buscaba venganza. Personalmente Roderigo dudaba de que el secuestro fuese obra de los mamelucos. El sultán podía ser despiadado —después de todo había estrangulado a sus hermanos mayores y menores—, pero todo el mundo consideraba que sus tácticas eran brillantes. Sin duda alguien con su capacidad estratégica se avergonzaría de un movimiento tan torpe. ¿Qué podía ganar convirtiéndose en enemigo declarado de los venecianos?
El fondak del sultán era enorme. Las construcciones ocupaban los tres lados del patio central, el cuarto estaba abierto al Gran Canal, donde una pequeña riva permitía a las barcazas de los mamelucos descargar sus mercancías. Parte de la chusma, seguramente los Nicoletti, ya estaba zarpando en sus lugres. La excusa era evitar que se escaparan las barcazas. Pero lo más probable es que pretendieran saquearlas después.
Revestidos de piedra de Istria, los innumerables arcos de medio punto aligeraban la fachada del fontego. Los edificios más grandes de Venecia utilizaban columnatas para aligerar su peso. De lo contrario los pilotes de madera de sus cimientos simplemente se hundirían en el barro.
Los secretos de este arte eran celosamente guardados, y los patricios y cittadini que osaron ignorar los consejos del Gremio de los Albañiles pronto se convirtieron en propietarios de unos montones de escombros carísimos.
Un hombre enorme ataviado con el mandil de cuero de albañil se acercó a la puerta de hierro del fontego y levantó su maza.
El príncipe Alonzo hizo una señal con la cabeza a Roderigo, quien, a su vez, se la hizo a su sargento. Temujin cubría su hombro herido con cuero y placas de cuerno. Solo el sudor de la frente delataba el dolor que sentía.
—Hazlo —ordenó.
El albañil escupió en el suelo para dejar bien claro lo que opinaba de que le mandase un medio mongol y golpeó con la maza el arco de piedra, como a tres cuartos de su altura.
—Derriba la puerta —gruñó Temujin.
—No —murmuró Roderigo—. Sabe lo que está haciendo.
El tercer golpe agrietó la piedra.
El albañil golpeó de nuevo y el bloque se resquebrajó, dejando a la vista un perno de hierro que sobresalía de la piedra rota. Parecía casi tan nuevo como el día en que fue colocado. Con otro golpe de su maza el albañil dobló el perno sobre la piedra abriendo un hueco en el quicio de la enorme puerta.
—Preparen las flechas.
A la orden de Temujin, los ocho guardias de la Dogana tensaron las cuerdas y colocaron los dardos en los canales de sus ballestas. Sin esperar la orden se desplegaron en abanico cubriéndose unos a otros. Sus armas apuntaban ligeramente hacia abajo.
—Ahora —dijo Roderigo—, va a romper el cerrojo.
Como si fuera a darle la razón, el albañil golpeó con su maza la cerradura. Sonó un golpe metálico y la puerta tembló. Un segundo golpe dobló la plancha de hierro y dentro se escuchó un grito de advertencia.
—Haber abierto cuando llamamos —espetó Alonzo.
A su alrededor la multitud asentía con la cabeza, como si el príncipe necesitara de su aprobación. Su voz sonaba llena de pasión, furia e indignación por la desaparición de su sobrina. Sus ojos, sin embargo, permanecieron helados. Roderigo apartó la vista cuando se encontró con su mirada.
—Manteneos alerta —susurró Roderigo.
Un instante después, el sargento retransmitió la orden de Roderigo a sus hombres, aunque su versión incluía la explicación de lo que haría con sus hijas si no lo hacían bien. Cuando el albañil golpeó con su maza por tercera y última vez, la cerradura cedió. Por un segundo la puerta se mantuvo en posición vertical, sujeta por el resto de las bisagras, luego se derrumbó. Se oyó el chirrido metálico de las bisagras arrancadas. La primera flecha disparada desde el interior dio al albañil.
Yo hubiera hecho lo mismo, pensó Roderigo. Dejando caer la maza, el albañil miró la flecha con incredulidad, sin atreverse a arrancársela de la garganta. De todas formas, los mamelucos iban a morir. Pero disparando al albañil se estaban asegurando una muerte rápida. Por lo menos eso esperaba Roderigo. Tras el sitio de Luca había visto lo que ocurría cuando los hombres encolerizados decidían matar lentamente. En sus sueños daba igual que él hubiera estado con los asediadores y los habitantes de Luca fuesen sus víctimas.
—Arrasad este lugar —ordenó Alonzo.
La chusma no necesitó que se lo repitiera dos veces. Empujándose, se abalanzaron por la abertura dejando atrás al regente. A una señal de su capitán, Temujin les dejó pasar. Los tres primeros en atravesar el arco retrocedieron tambaleándose con las flechas clavadas en el pecho.
Aparentemente, solo había un arquero.
Los arcos mamelucos eran la mitad de largos que los ingleses y estaban hechos a capas de madera y cuerno. Sus flechas tenían tres estabilizadores y las puntas llevaban púas que hacían que sacarlas fuera más peligroso que empujar a través.
—¿Quiere que me ocupe del arquero, jefe?
Roderigo negó con la cabeza. Deja que se ocupe la muchedumbre. Aunque el ataque de la escoria de Venecia no tenía nada que ver con el coraje. El empuje de los que estaban atrás hacía inevitable que los de delante avanzasen, lo quisiesen o no.
—Protejamos al regente.
Temujin asintió con la cabeza.
No es que el príncipe Alonzo se enfrentara a un gran peligro. Su pecho estaba cubierto por una coraza, una gorguera protegía la garganta y llevaba un casco con cresta encajado en la cabeza. Unos avambrazos cubrían los antebrazos. Sobre los hombros colgaba la espada. En la cintura una daga. Parecía un condottiero con esa barba y la armadura.
Sin duda, el parecido era intencionado.
Un hombre fornido de baja estatura cogió un arpón de pescador y, tras sopesarlo en la mano buscando el equilibrio, lo lanzó con la acostumbrada habilidad de un viejo soldado. Su lanza improvisada describió un arco por encima de los que iban delante de él para alcanzar su objetivo.
—¡Ahora vamos a entrar! —rugió de aprobación Temujin.
Dado que el regente estaba sacando su espada y aprestando la daga, parecía que el sargento iba a tener razón.
—Dejadme pasar —gritó Alonzo.
Uno de los Castellani lo empujó hacia atrás, pero, tras mirar mejor, se dio cuenta de quién era su rival. Cogiendo su pañuelo rojo, el regente se lo ató al brazo, sonriendo ante la sorpresa del hombre y el rugido de la multitud. Soy como vosotros, decía la expresión de Alonzo.
Salvo por el palacio, obviamente. Los millones de los Millioni. Y el hecho de que la ley hacía la vista gorda cuando los enemigos del regente desaparecían sin dejar rastro.
—¿Jefe…?
—Nada —dijo Roderigo.
El mercader ataviado con un jubón a rayas les cerraba el camino. Tras él había una media docena de soldados mamelucos. El máximo que un fontego extranjero podía tener para protegerse de los ladrones. Seis para los fontego extranjeros. Once para los venecianos. Trece en el palacio de un patricio. La regla era clara y se llevaba a rajatabla.
—¿Pretendes matarme a mí también? —inquirió Alonzo.
—Mi señor… —el mercader hizo una reverencia, pero dándose cuenta de que su saludo no era lo suficientemente respetuoso y apropiado corrigió—. Alteza.
La ambición que iluminó los ojos del regente al escuchar estas palabras fue aterradora. Por un momento, Roderigo pensó que el mameluco se acababa de comprar la vida, incluso la libertad. Pero sus siguientes palabras lo arruinaron todo.
—¿Tal vez su sobrina se haya escapado?
Un rugido de rabia se propagó por la multitud, como si los que estaban delante transmitieran el comentario a los más alejados. Se trataba de una princesa Millioni que iba a convertirse en reina, ¿cómo podía ser tan ignorante ese mameluco? Ignorante no. ¡Insultante!
El propio regente resolvió la cuestión del insulto. Sacando su gran espada, se adelantó al tiempo que el comerciante lanzaba súplicas por su vida. Sin hacerle caso, la espada hizo su trabajo.
—¡Ahora! —ordenó Temujin y su tropa acabó con los soldados mamelucos antes de que estos pudieran siquiera empezar a luchar. Roderigo vio cómo, en lo alto, dos muchachos habían colocado un cofre de los que se emplean para guardar dinero sobre la balaustrada. Sus cuerpos reflejaban el esfuerzo que hacían para empujarlo por encima del borde.
—¡Mi señor!…
Arrojándose hacia adelante, Roderigo golpeó con el hombro al regente con tal fuerza que Alonzo se tambaleó dejando caer su espada ensangrentada. En ese momento las losas del pavimento explotaron tras ellos. El baúl se estrelló justo en el lugar en el que había estado Alonzo en el instante anterior. Toda la muchedumbre se lanzó tras las monedas que rodaron por el suelo de la sala, llenándose los bolsillos con los dirham de plata. El cofre había sido el objeto más pesado que los chicos pudieron encontrar.
—¡Me has salvado la vida! —exclamó Alonzo.
Tal vez solo fue la imaginación de Roderigo, pero le pareció que el regente estaba sorprendido. Pero en el instante siguiente fue el propio Roderigo quien se quedó aún más sorprendido al encontrarse de repente en el abrazo del oso del condottiero.
—¡Pide tu recompensa! —dijo Alonzo.
—Mi señor, es sobre lady Giulietta. Ese barco mameluco…
—Por el amor de Dios, hombre —dijo el regente—. Olvídalo, estaban hablando de barcos diferentes. ¿No se está cayendo a pedazos tu mansión?
—No hay una sola habitación sin goteras.
—Entonces está arreglado. Dos mil ducados. Dile a la tesorería que les he ordenado entregarte esa cantidad. ¿Cuál es tu rango?
—Armígero, mi señor.
—Te hago barón. A falta de la aprobación de Marco, obviamente.
Roderigo hizo una profunda reverencia mientras la chusma se peleaba por los dirham y los chicos mamelucos se quedaban inmóviles en el balcón, demasiado aterrados para moverse. En realidad, la reverencia la hizo para impedir que el príncipe Alonzo pudiera ver su rostro.
Mientras Roderigo seguía al regente por las escaleras, pensaba en las implicaciones de su accidental toma de partido en la pugna entre Alonzo y Alexa. Ahora tenía suficiente dinero para reparar el techo, además de un título. Lo primero ya mejoraba considerablemente las posibilidades de celebrar un buen matrimonio. Lo segundo lo convertía en una certeza. En cualquier caso, Desdaio siempre estaría fuera de su alcance. Pero Roderigo no tenía intención de tomar partido por una facción u otra. Aunque dudaba que la duquesa se lo creyese.
El fontego de los mamelucos tenía tres pisos. En la planta baja se cargaban y se almacenaban las mercancías y se cerraban los tratos. En una zona de la sala, detrás de ellos, estaban los mostradores en los que se vendían las especias y el cuero rojo. Ahora les habían prendido fuego.
La planta a la que iban a subir era la de las habitaciones privadas de la familia. Además de una biblioteca, probablemente. Pero era al siguiente piso al que pretendía llegar la chusma. En el piso superior estaban las cocinas, para que el humo del fogón pudiera escapar a través de las fumaioli hacia el cielo. También se guardaban aquí los objetos de valor, tanto vivientes como no. Bellezas de ojos de gacela, según se rumoreaba.
Tan hermosas que había que mantenerlas ocultas tras el velo, como a las novicias incapaces de resistir la tentación. Este era el pensamiento que llevó a los seguidores de Alonzo a subir los dos tramos de escaleras. Detrás habían dejado los cuerpos sin vida de los dos muchachos del balcón.
—No se puede entrar.
Un hombre gordo se aproximaba contoneándose hacia ellos. Era calvo, no tenía barba y vestía unos pantalones de seda escarlata y un chaleco decorado con pavos reales bordados en hilo azul y plata. Un arete de oro colgaba de una de las orejas.
—Un eunuco —susurró Temujin.
Roderigo ya se lo había imaginado.
—Señores —plantado con los pies separados, el eunuco trataba de impedir que el príncipe Alonzo entrara en el harén—. Esto no es apropiado. Por favor…
Murió con una flecha atravesando su garganta.
—Esa flecha no es nuestra, jefe.
Uno de los Castellani se había apoderado del arco de un mameluco. Roderigo se imaginó que el regente era consciente de que tendría que calmar a la multitud una vez que esto se hubiera terminado. Pero, de momento, el príncipe Alonzo seguía jaleándolos.
—¡Tomad lo que queráis! —gritó.
¿Se refería a las mujeres del harén? ¿A las viandas de la cocina? ¿O al oro guardado en las cámaras acorazadas? La chusma decidió que eran las tres cosas.
Roderigo se preguntó si eran conscientes de que Venecia acababa de declarar la guerra.