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ienes sangre mameluca?

Tycho negó con la cabeza.

—Te lo dije —Pietro, triunfante, apartó los mechones de pelo negro de su rostro infantil, repartiendo la suciedad por su cara de manera más uniforme—. Están matando mamelucos —explicó—. Y Rosalyn pensó…

Miró alrededor.

—Bueno, la Ronda te busca. Y a la chica negra de pelo trenzado. Por eso Rosalyn pensó que tenías que ser mameluco…

—Si no lo es —dijo Rosalyn—, entonces debe de ser un esclavo.

—Eso es —Josh asintió con la cabeza—. Tu señor tiene que ser muy importante para mandar a los de la Ronda —de repente pareció preocupado—. No será miembro de los Diez, ¿verdad?

Rosalyn se puso en pie.

Tycho la agarró de la mano y la muchacha le enseñó los dientes. A sus espaldas Pietro había cogido del suelo la mitad de un adoquín.

Estás haciendo daño a mi hermana…

—No le voy a hacer nada.

Puso los dedos sobre la cabeza de Rosalyn. Los ojos de Josh se entornaron mientras su rostro se endurecía.

Lo digo en serio —seguía Pietro.

Tycho asintió con la cabeza, pero mantuvo los dedos donde estaban. Puedo hacerlo, se dijo. Si pudo ocurrir por accidente, también puedo hacerlo aposta. Dejó que la pregunta gotease a través de su cuerpo, sentía cómo fluía de sus dedos a la mente de la chica. La chica negra de la que hablaban era la nubia que había visto antes. Los de la Ronda parecían auténticos matones, se mirase como se mirase.

—Brujería —dijo Rosalyn, dando un paso hacia atrás.

Pietro levantó el adoquín y Josh colocó la mano sobre la daga en su cinturón.

Podría luchar contra ellos, tal vez matar alguno, pero la luna detuvo la pelea antes de que empezara. Saliendo de entre las nubes iluminó la puerta del derruido almacén de madera. También iluminó su rostro, aunque Tycho solo se dio cuenta de ello cuando vio que el de Rosalyn se suavizaba y la muchacha se cambiaba de sitio para colocarse, casi sin darse cuenta, entre Josh y Tycho.

—Espera —dijo.

Se quedaron como estaban. Pietro con su adoquín en la mano, Josh con el ceño fruncido y Tycho balanceándose sobre las plantas de los pies. Rosalyn miró la desolación en sus ojos.

—¿Eres un esclavo? —preguntó—. ¿Por eso te están persiguiendo?

—Lo fui —admitió Tycho—. Pero eso era antes de que llegara aquí.

—¿Y supongo que tu madre era una princesa? —dijo Josh en tono burlón—. ¿A tu padre lo capturaron en una batalla? No hay duda de que tu abuelo vivió en un palacio —sus ojos le miraban con sorna—. Jamás conocí a un solo esclavo fugitivo que no afirmara que era un príncipe.

Tycho tenía curiosidad por saber a cuántos había conocido. Luego se preguntó cuántos esclavos fugitivos habría en Venecia. ¿Una docena, un centenar, tal vez más? ¿Qué les hacen cuando los capturan?

—¿Eras un príncipe?

Rosalyn… —Josh parecía exasperado.

—Solo preguntaba. ¿Tuviste un palacio? ¿Tu madre era una princesa?

—Mi madre murió cuando yo nací. Era una esclava. No sé, tal vez había sido princesa antes que esclava. Nadie me lo dijo nunca. La mujer que me crio la llamaba, Señora

Rosalyn inclinó la cabeza hacia un lado.

—Tal vez esté diciendo la verdad —dijo—. De lo contrario, nos contaría que su palacio era enorme.

—Y tal vez sea listo —dijo Josh rotundamente—. Se le ve inteligente. A lo mejor es judío. Su pelo es bastante extraño.

—No hay esclavos judíos.

Josh escupió al suelo.

—Debería haber.

Rosalyn se ruborizó, se mordió el labio y, con el rostro ensombrecido, se abrazó a sí misma. Lo cual hizo que sus pequeños pechos se elevaran provocando la sonrisa de Josh. Había tensión y algo extraño en la noche. Un viento helado que traía olores que impulsaban a Tycho a explorar su procedencia, al mismo tiempo que incitaban a huir a Rosalyn.

—¿Tienes hambre? —preguntó la muchacha.

Tycho negó con la cabeza.

Rosalyn.

—¿Qué? —la chica miraba nerviosa a…

¿Quién es? Se preguntaba Tycho. ¿Su hermano? ¿Su amante?

¿Perros callejeros que la casualidad había reunido? Los miró con más detenimiento, por si podía adivinar qué eran. Hermanos, tal vez. Había cierto aire familiar. A menos que fuese simplemente la mugre y el hambre en sus ojos.

Como si escuchara su pensamiento, Rosalyn dijo:

—Josh es mi jefe. Pietro, mi hermano. Vamos a San Michele. Deberías venir con nosotros.

—Es una isla —agregó Pietro.

—Él ya lo sabe…

—¿Cómo podría saberlo? —se enfadó Josh—. Es extranjero. No sabe nada —y, señalando con la cabeza a Tycho, añadió—. Yo digo que lo dejemos aquí.

Tycho pensaba explicarles que atravesar el agua le ponía enfermo. Que incluso cuando cruzaba los puentes se sentía intranquilo. Sin embargo, no quería que lo supieran. Así que se quedó mirando mientras se marchaban y escuchando los exabruptos que soltó Josh cuando Rosalyn miró hacia atrás.

El saqueo del fondak del sultán duró hasta el amanecer. Un extraño podría haber pensado que una de las casas del canal estaba siendo atacada por las demás. Pero estaría muy equivocado. La zona delimitada por los muros del fondak era territorio mameluco. Tan extranjero como Francia o Bizancio. Simplemente, era más fácil de saquear porque no había que transportar el botín desde tan lejos.

Al escuchar el griterío, Tycho dedujo que se encontraba cerca.

Podía sentir la electricidad de la tormenta en el aire. Miró hacia arriba, esperando encontrar nubes tormentosas, pero solo vio una franja de la luna que se le grabó en la mente.

El hambre era algo que no sentía.

A su alrededor, los venecianos sorbían el jugo de las granadas robadas, relamiéndose satisfechos los labios. Mendigos encorvados sobre montones de higos secos, como avaros sobre el oro. Perros que se peleaban por pasteles que los saqueadores habían probado y desechado por tener un gusto demasiado extraño. Todo ello hizo que Tycho se diera cuenta de que le faltaba algo.

No podía distinguir los sabores. Para él, no había ninguna diferencia entre comer o no. Ni siquiera parecía necesitarlo para mantenerse con vida. Y, sin embargo, le había mentido a Rosalyn cuando dijo que no tenía hambre. Su hambre no podía ser saciada con la comida. La arrastraba tras él como una sombra, siempre medio oculta y oblicua en el mundo en que vivía.

Ahora los muertos estaban definitivamente muertos para él. No sabía si fueron ellos los que le abandonaron o si fue él quien los abandonó. La ciudad vacía, que se hallaba debajo de esta y a la que no quería volver. Era demasiado extraña, demasiado solitaria, demasiado parecida a él. Las bestias que la habitaban le aterraban. No era capaz de contemplar sus propios miedos en sus espejos deformantes.

La ciudad vacía lo llamaba, por supuesto.

Pero no con tanta fuerza como los gritos de una mujer calle abajo. Casi había llegado al lugar de donde procedían, cuando una nubia con dedales de plata en las puntas de sus trenzas se interpuso en su camino.

—Y ahora, ¿vas a darme un beso…? —sonrió la muchacha—. Yo creo que no.

Tycho se estremeció al acercarse la muchacha, tenía miedo de sus dedales de plata, que brillaban a la luz de la luna.

—No muestres tus debilidades —dijo la nubia—. Solo tus puntos fuertes. Y si todavía no sabes cuáles son, quédate callado.

Tycho intentó decir que él era el mejor amigo del silencio, pero la chica no había terminado.

—El cambio es doloroso —continuó—. Pero no cambiar es…

—¿Morir?

—Tú no tienes esa opción. Cuanto más tiempo luches contra lo que eres, más dura será la transformación. Créeme —dijo—. Somos suficientemente diferentes para ser iguales.

Cuanto más se acercaba más olores reconocía Tycho. A sudor y a mierda y a ajo y a clavo y a algo más.

La nubia se rio suavemente.

—¿Qué es lo que impulsa tu hambre?

—No lo sé.

—La mayoría de los muchachos quieren esto —deslizando la mano bajo la falda, se tocó. Luego pasó los dedos por la cara de Tycho y se echó a reír—. Confío en que seas diferente.

—No lo soy —mintió Tycho.

—Tú quieres… ¿Qué? —la muchacha miró hacia arriba y se encontró con la luna—. No a la diosa exactamente. A pesar de que tu hambre crece con ella. Sin embargo, sus mareas de sangre no son la sangre que tú necesitas… —su voz sonaba como si perteneciera a alguien mucho más viejo. Y algo extraño en sus ojos hizo que Tycho se estremeciera—. Tienes que alimentarte.

—He tratado de comer…

La bofetada hizo que su cabeza rebotase de lado a lado.

—Escúchame —dijo la chica entre dientes—. Ya te he ayudado dos veces. Una vez amablemente, la segunda no. Cuando volvamos a encontrarnos, seremos dos extraños. ¿Me entiendes?

Tycho no entendía nada.

—¿Dónde estoy?

—Aquí —dijo la muchacha—. Que es justo lo contrario de allí. Polvo y cenizas, muertos y enterrados. Bjornvin gastó lo que Bjornvin había ganado. Tú nunca volverás. Nadie lo hace. Nadie puede. No hay nada a donde volver. Ahora vete y come.