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entado en su negro trono, Marco IV se aferraba a los brazos del sillón como un marinero se aferra a la barandilla durante una tempestad para no ser arrojado por la borda. Apretaba las manos con tanta fuerza que sus nudillos se habían vuelto blancos. Ignorando al niño que caminaba delante de Tycho, el duque Marco dijo a modo de saludo:

—Contemplen al ángel caído.

La reverencia de Tycho resultó bastante torpe a causa de los grilletes.

Situado a un lado del trono, Atilo pudo ver la sonrisa que la duquesa dedicó a su hijo. El regente se limitó a suspirar.

—¿Y no se les ocurrió lavarlo primero? —preguntó a Roderigo, buscando un pretexto para descargar su ira.

—Mis órdenes eran traerlo directamente aquí, mi señor.

—¿Siempre obedeces las órdenes literalmente?

El capitán asintió con la cabeza.

—¡Cuán admirable! —Alonzo se aseguró con la entonación de que todo el mundo se diese cuenta que quería decir justo lo contrario—. Tú —ordenó el regente—. Un paso adelante.

Tycho obedeció. Seguido un segundo después por Pietro.

El padre de Desdaio y un puñado de miembros del consejo interno se colocaron en el lado opuesto al de Atilo. Las lámparas chisporroteaban y crepitaban, el aire de la noche estaba impregnado de olor a aceite de pescado quemado y la mayoría de los congregados se mostraban sorprendidos, irritados o un poco asustados por haber sido arrancados de sus camas a horas tan intempestivas.

Eran los Diez, se dio cuenta Tycho.

Contó a los que rodeaban el trono y descubrió al doctor Cuervo entre ellos. Tycho se preguntó cuántos, aparte de los propios consejeros, sabían que el alquimista era miembro del consejo interno. Una niña se escondía a medias tras la silla de Alexa. Le sonrió al encontrarse con la mirada de Tycho. Una sonrisa fría, cruel y luminosa.

—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó Alonzo.

—No, mi señor.

—Yo tampoco —dijo el regente.

—Alonzo… —reprendió con suavidad la duquesa Alexa.

—Esto es ridículo —protestó el regente—. Los Diez han sido convocados para tratar un asunto que debería discutirse en privado.

—Lord Atilo tiene derecho a ser escuchado… —el tono de Alexa era ahora más duro—. Así que —dijo, mirando a Atilo—, di lo que tengas que decir.

Atilo se adelantó y cayó de rodillas ante el trono.

—La ciudad me ha proclamado fidelis noster civis. Un fiel servidor de Venecia. Concededme una vida —continuó— por los servicios prestados.

Marco IV se hurgó la nariz.

—Consideraba a su padre un amigo… —Atilo medía sus palabras, pronunciándolas con voz profunda y grave. Nadie de los que le estaban escuchando dudaban que había meditado mucho su declaración—. He servido fielmente a Venecia. He sido tanto almirante de los mares como jefe del ejército de tierra. Además —vaciló—, realice otras tareas necesarias para la seguridad de la ciudad.

—¿Qué es lo que quieres realmente? —preguntó Marco.

Atilo parpadeó.

Normalmente eran Alexa y Alonzo los que tomaban todas las decisiones. Pero, después de que se pronunciara el duque, nadie podría contradecirle y sus decisiones eran la ley. Esa era la base sobre la que se asentaba el poder de su madre y su tío. El ataque de cordura del duque alteraría el equilibrio.

—¿Y bien? —apremió.

—Entrégame la vida del prisionero. Por favor.

—Hay dos prisioneros —señaló el duque Marco con sensatez—. ¿Te refieres al que te da miedo? ¿El que temes que se acostó con tu amada? ¿O el que sabe que mentiste sobre el secuestro de lady Giulietta?

Hasta entonces la cámara había permanecido en silencio. Pero en los segundos que siguieron a las preguntas del duque el silencio se hizo sepulcral. En ese momento Desdaio dio un paso adelante. Tenía la cara enrojecida y de sus ojos brotaban lágrimas de frustración.

—Yo nunca…

—Lo harías —dijo Marco—. Solo que no lo sabes. Él te asusta demasiado. Y por eso te gusta.

—¿Qué es eso de lady Giulietta?

El duque se volvió hacia su tío, quien se sonrojó y se vio obligado a pedir disculpas por la interrupción. Entonces el duque le contestó que estaba bien, pero que no volviera a hacerlo.

—Diles la verdad —ordenó el duque Marco a Atilo.

—Aquella primera vez, Giulietta simplemente se había escapado de casa.

—¿Y tú, simplemente la devolviste? —preguntó Alonzo—. ¿Y se te olvidó mencionarlo?

—Sí, mi señor.

—Esa fue la noche…

—Alonzo —le interrumpió la duquesa Alexa.

—El regente tiene razón —dijo Marco, sonriendo dulcemente—. Esa fue la noche en que la Espada se rompió —y, al ver cómo palidecía Atilo, sonrió—. Bueno, realmente se astilló. ¿Admites que se astilló?

El hombre arrodillado asintió con la cabeza.

—Y mi madre también tiene razón. Krieghund, magos, caminantes de la muerte y ahora esto —Marco IV, Príncipe de la Serenissima, miró a su alrededor, saludando con la cabeza a cada uno de los Diez, antes de soplar un beso a Desdaio—. Lo mejor es ser discretos. Tenemos tantos enemigos que nunca se sabe quién está escuchando.

Poniéndose en pie, descendió los escalones ante su trono e hizo que Atilo se levantara.

—¿Sabes lo que le salva?

—No, alteza.

—No quiero ofender a los cielos. Y no voy a arriesgarme a ofender al infierno. La vida de Tycho está a salvo. Igual que la de tu nuevo aprendiz. Aunque no estoy seguro de que mi tío te permita quedarte con el demonio.

Estas fueron las últimas palabras coherentes que el duque Marco IV pronunció en tres meses. Obviamente, en aquel momento nadie lo sabía. Excepto, quizás, el doctor Cuervo, que se adelantó para ayudar al duque a volver de nuevo a su trono.

Marco se aferró firmemente a los apoyabrazos como si su vida dependiera de ello. Unos segundos después se relajó y empezó a patear la base del trono con los talones. Poco después se quedó absorto mirando una polilla que daba vueltas alrededor de la lámpara. Cuando Atilo estuvo seguro de que la atención del duque estaba en otra parte, echó una mirada a Alonzo y a Alexa.

—¿Tengo el permiso del trono de retirarme?

—No —dijo Alonzo—. No te puedes retirar.

Alexa lo miró.

—Marco le otorgó sus vidas.

—Sus vidas —dijo el regente con gravedad—. Pero no dijo nada acerca de la libertad de los esclavos. El mendigo mocoso no tiene importancia. Atilo se lo puede quedar. Pero el otro es un esclavo. Ahora pertenece a la ciudad. Y la ciudad dispondrá de él.

—Déjeme que lo compre —pidió Desdaio.

El regente sonrió.

—Estoy seguro de que a su amante le encantaría. No, el esclavo será enviado al sur y vendido. Con ese aspecto…

Su aspecto haría que su precio fuera alto en los mercados de esclavos de Constantinopla, Alejandría o Chipre. Su forma de vestir, su miedo a la luz del día y la blancura de su piel no harían más que aumentar su exotismo e incrementar el precio. Y si moría allí, ¿quién podría culpar a Venecia? Y si no, bueno, con el tiempo probablemente acabaría deseando haber muerto.

—¿Cuántas galeras zarpan del puerto mañana?

—Una docena, mi señor.

—¿Y adónde se dirige la primera?

—Dalmacia, Sicilia y Chipre.

—Asegúrate que embarque en ella. Como galeote. Da órdenes de que sea vendido al final de la travesía y el dinero enviado a nuestros agentes. Puede llevar su ridícula ropa. Que lo unten de cualquier ungüento repugnante que nuestro alquimista recomiende. Y pueden usar un toldo para evitar que la mercancía se dañe. Aparte de eso será tratado como cualquier otro esclavo.