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Semana Santa de 1408

i un ángel puede caer, un demonio puede elevarse…

Nada de lo que había en los libros que utilizaba Desdaio para enseñar a leer a Tycho sugería que esta afirmación pudiera ser cierta. Desdaio la pronunció la tarde en que Tycho le contó el ataque de los Skaelingar, el incendio de Bjornvin y cómo Brazo Seco le ordenó que hiciera un círculo de fuego. Aquella tarde la creciente luna sobre Venecia ya estaba suficientemente llena como para despertar el hambre de Tycho.

Habló de los cuernos de alce que coronaban las enormes puertas. De los Skaelingar con sus cuerpos desnudos pintados de rojo que se arrojaban sobre las afiladas empalizadas para que los que los seguían pudieran pasar por encima. Cuerpos rojos, armas rojas, un mundo de color rojo. Todo lo que tenían los Skaelingar estaba pintado con ocre y aceite, incluso sus canoas.

Desdaio estaba sentada en una butaca de la planta noble, hablando del invierno que acababa de pasar, de la nieve que había caído, del fuego que los había calentado. Así fue como comenzó aquella conversación.

Con nieve y fuego.

Iacopo estaba acompañando a Atilo, Amelia se encontraba en la cama, sus dolores mensuales eran tan feroces que Desdaio tuvo que administrarle semillas de amapola maceradas en vino. La cocinera estaba haciendo pasteles para una fiesta y, a juzgar por su cara de pocos amigos, no quería ser interrumpida.

Desdaio había llamado a Tycho y este acudió.

Se encontraba sola, tenía frío y miedo, día a día su felicidad iba disminuyendo mientras su futuro marido pasaba cada vez más tiempo con la duquesa. No era necesario que Desdaio se lo dijera. Tycho podía sentir su tristeza. Ahora ella se preguntaba si tendrían razón los que intentaron disuadirla en su momento. Si había cometido un error.

Su dolor se expresaba como contrapunto a la forzada alegría de sus conversaciones sobre las flores y el aroma de la cebada de verano en el continente. Y ensombrecía su amplia sonrisa.

—¿No tienes frío? —preguntó Desdaio de repente.

Tycho negó con la cabeza.

De alguna manera esta pregunta le hizo hablar de Bjornvin y de las nieves que recordaba de su infancia.

—¿Bjornvin? —preguntó Desdaio, paladeando el nombre.

Luego se retrepó en la butaca y dio unas palmaditas en el cojín a su lado. Torció el gesto al ver que Tycho tardaba en sentarse con ella. La muchacha olía a aceite de pelo, al perfume de azahar que usaba a menudo y a pólvora con la que aliviaba el dolor de muelas. Y, de fondo, un olor que enganchó a Tycho inmediatamente. Y le provocó dolor de mandíbulas y sequedad de la garganta. No pudo apartar los ojos mientras Desdaio se ajustaba el chal, con sus pechos a punto de derramarse por el escote del vestido.

—Háblame de Afrior —pidió Desdaio.

Y así lo hizo. Su relato fue rápido y desesperado. Consciente de la tensión en su cabeza y del dolor que creció en su ingle tanto que se tuvo que inclinar para ocultarlo, le habló de los Skaelingar, de Bjornvin, de lord Eric y de Brazo Seco. Del día en que tomó a Afrior mientras se bañaban en el río. Contó todo lo que pudo recordar. Y al formularlo con palabras se encontró cara a cara con la vergüenza y el arrepentimiento que durante tanto tiempo había estado negando. De los que había estado huyendo sin éxito durante lo que le pareció tanto tiempo…

Afrior, de cabellos dorados, sonrisa dulce y curvas suaves, era la muchacha más bella de Bjornvin. También era una esclava y la más pequeña de los hijos de Brazo Seco. Lo había mirado por debajo de sus largas pestañas y le había sonreído, no pudiendo su modestia luchar contra sus labios.

Para Tycho, sus ojos azules contenían el cielo, y la sonrisa, su propio corazón.

—Ves —dijo Tycho—, al final he venido.

—Creí que… —Afrior se detuvo, sin querer terminar la frase.

La gente decía que Afrior era simple. Que tenía que serlo para ser amiga de Tycho.

Si lord Eric los descubría juntos, les daría una paliza. Tycho tenía que vigilar a las cabras y protegerlas de los lobos y Afrior debía estar moliendo centeno. Pero la paliza de Eric no era nada comparado con lo que les haría su madre. Brazo Seco había envejecido pero seguía tratando a Tycho con crueldad.

—Ven aquí —dijo Tycho, dejando su cayado en el suelo.

—Somos… —dijo la muchacha apartándose.

—No, no lo somos.

Ningún hermano podía desear tanto a su hermana como él la deseaba a ella. Para Tycho el deseo por Afrior era más importante que la caza. Más importante que la falta de amor de su madre. Más importante que el odio de lord Eric. Además, Tycho y Afrior no se parecían. Los ojos de un azul imposible de ella no tenían nada que ver con los de él, de color ámbar con manchas oscuras. El pelo de ella era amarillo como el sol. El de él, plateado, como si hubiera nacido ya viejo. Las mejillas de Tycho eran afiladas sin un gramo de grasa. Ella era todo curvas.

Durante unos instantes Afrior se resistió, pero luego abrió la boca y sus lenguas se tocaron. Cuando Tycho se retiró ella estaba temblando.

—Esto ha estado mal.

—No.

La mirada de la muchacha era firme.

—No debemos. Y tú lo sabes.

Lord Eric esperaba encontrarla intacta y se daría cuenta de que había perdido su virginidad.

Afrior tenía trece años. Tal vez catorce.

Su madre sostenía que trece. Cuando nació Afrior, lord Eric y sus guerreros estaban fuera, luchando contra los Skaelingar pintados de rojo. Los chismosos decían que Brazo Seco había mentido sobre su edad para que la hija disfrutara de unos meses más de felicidad. Teniendo en cuenta el temperamento de lord Eric, era un milagro que no la hubiera tomado ya.

—Él se dará cuenta —dijo Afrior.

Tycho había tratado de ocultar la alegría en sus ojos. Hasta ese momento ella nunca había admitido que también lo deseaba. «Él se dará cuenta» indicaba que estaba a punto de admitir que lo habría hecho si no fuera por eso.

—Vamos a bañarnos.

Por la expresión de Afrior se veía que sospechaba que fuese una treta. Pero aun así le siguió a través de los alisos grises y fresnos de montaña, por la ruta que los ciervos habían desbrozado cuando todavía utilizaban este camino. Los ciervos ya no estaban, tal vez se los habían comido a todos o se volvieron demasiado asustadizos para dejarse ver. En la orilla del río encontraron un lugar oculto por rosales silvestres. Tycho pidió a Afrior que se diera la vuelta y se despojó de sus harapos. El día era caluroso, el sol brillaba en su piel y el aire estaba lleno de aromas de rosas y de hierba, de la frescura de la vida y del agua corriendo.

—Tú también —dijo Tycho, sin darle tiempo a protestar.

Entró rápidamente en el agua, luchando contra la conmoción que le habían producido las heladas corrientes que abrazaron sus costillas. Cuando se volvió vio que Afrior, desnuda, se había acuclillado en las aguas poco profundas. Lord Eric, sus guerreros y esclavos estaban haciendo una incursión en una aldea de Skaelingar. Así es como lo llamaban, incursión. Pero lo que hacían era matar a las mujeres, aprovechando que los guerreros salvajes se encontraban fuera, peleando entre sí.

Sin mujeres no hay niños, sin niños habrá menos guerreros en los próximos años. Era más efectivo matar a las que podían parir nuevos guerreros que luchar contra los que ya habían nacido.

—Ven aquí —dijo Tycho.

—¿Crees que voy a fiarme de ti?

Había cierta burla en su voz y estaba en lo cierto en cuanto a sus dudas. Tycho no tuvo más remedio que apartar la vista y no vio cómo se aproximaba.

—¿Realmente crees que no somos parientes?

Notando como los pezones de ella rozaban su pecho como dos pececillos, Tycho asintió con la cabeza.

—Estoy seguro —dijo, desterrando cualquier atisbo de duda de su voz—. Ni siquiera nos parecemos.

La besó con pasión, dándose cuenta del momento en que ella notó que su miembro se estaba poniendo duro. El repentino recelo que la hizo retroceder. Tycho aprovechó la separación para tocar sus pechos con los pezones ya erectos por el agua helada. Ella dejó que su mano vagara hasta…

—No —dijo Afrior, agarrándolo de la muñeca. Lucharon, hasta que ella agarró su pulgar y lo retorció. Tycho trató de ignorar el dolor mientras pudo, luego dejó de luchar y bajó la cabeza en reconocimiento de la derrota.

La muchacha le estaba mirando.

—Pensé que ibas a dejar que te lo rompiera.

—Lo mismo pensé yo —contestó Tycho.

El rostro de Afrior se suavizó un poco. Tomando la mano del muchacho besó el pulgar, que dolía con un dolor sordo que se prolongaría durante varios días. Después de besarla colocó la mano de él entre sus piernas. Entonces Tycho supo que nunca entendería a las mujeres.

Sus entrañas eran más misteriosas de lo que él se imaginaba. Los gemidos de Afrior se hacían cada vez más fuertes. Cuando se quedó inmóvil interrumpiendo su gemido a la mitad, Tycho pensó que había sido demasiado brusco. Pero los ojos de la chica estaban fijos, mirando algo que sucedía a sus espaldas.

—Para —le dijo.

Tycho se volvió y notó cómo empezaba a orinarse encima incluso antes de que su mente procesara lo que estaba viendo. Cinco guerreros Skaelingar, pintados con la mezcla de aceite y ocre de color rojo brillante. Estaban desnudos, los cuchillos de pedernal colgaban de sus hombros suspendidos en tendones de algún animal. Algunos llevaban arcos de sicómoro ya preparados. Un sexto hombre se había adelantado al resto. Era un esclavo medio Skaelingar que había escapado de Bjornvin el año anterior.

—Qué interesante —dijo el esclavo fugado.

El jefe de los Skaelingar ladró una pregunta y la sonrisa del ex esclavo desapareció. Contestó algo con voz apagada. Era evidente que no dijo que se trataba de hermanos. Eso hubiera provocado una respuesta más animada que el gruñido que obtuvo a cambio.

—Tú, ven aquí.

Afrior parecía dudar, era una muchacha y estaba desnuda. En cuanto salió del agua uno de los hombres dijo algo en voz baja, otro se rio. El jefe los mandó callar con un gruñido. A una orden suya, dos guerreros agarraron a Afrior en el momento en que salía del agua.

Sin pensar, instintivamente, Tycho se abalanzó sobre ellos.

Y recibió un golpe en la cabeza que le hizo caer al suelo. El jefe sacó a patadas el aire de sus pulmones y lo que quedaba de orina en la vejiga del muchacho y solo se detuvo cuando Tycho se cagó encima. No fue una paliza especialmente dura. Más bien parecía una advertencia para que no fuera estúpido. Tras la paliza, uno de los Skaelingar levantó a Tycho y le dio la vuelta para que pudiera ver a Afrior luchando con sus captores. Finalmente uno de ellos hundió el pulgar en el codo de la muchacha y Afrior se puso a llorar.

—Voy a traducir —dijo el medio Skaelingar.

—¿Has visto lo que hacemos a vuestras mujeres? ¿Sí o no?

Tycho no lo había visto. Pero había oído comentarios en voz baja.

—Cogemos esto —dijo el traductor.

Su jefe se apoderó de los senos de Afrior, levantándolos ligeramente.

—Cortando así —la mano del jefe trazó un círculo, procurando que Tycho entendiera que el corte era muy profundo. El hombre no le prestaba más atención a Afrior de la que se prestaría a un animal—. Y tomamos esto.

Afrior gritó cuando el jefe bajó la mano. No parecía que fuera a causa del dolor, más bien era la conmoción de que pusiera sus manos allí.

—Y, por último, rajamos desde aquí hasta aquí.

El jefe trazó un arco desde el rubio vello hasta las costillas de Afrior.

—Y sacamos todo lo que encontramos.

Dio un paso atrás, molesto porque la muchacha se había ensuciado.

—¿Me entiendes?

Tycho asintió estúpidamente.

—Hay otra opción —dijo el jefe por medio del intérprete.

—¿Quieres oírla?

Tycho asintió.

El jefe le miró para asegurarse de que estaba prestando atención, descolgó el cuchillo de pedernal, agarró a Afrior entre las piernas y cortó. La muchacha se estremeció en las manos de sus captores. El jefe arrojó un mechón de pelo rubio a sus pies.

—Eso es todo lo que le va a pasar.

Tycho miró con incredulidad al hombre que traducía, luego al jefe. Se preguntó si el ex esclavo lo había traducido bien.

—No os haremos daño si haces lo que te pedimos.

Y entonces los Skaelingar le explicaron lo que querían. Sabían que los dos esclavos vikingos no debían estar juntos, así que a nadie sorprendería que regresasen por separado. Esta noche Tycho abriría las puertas de Bjornvin. Si no lo hacía, encontrarían el cuerpo mutilado de su amante ante las puertas de la ciudad. Pero si aceptaba, ambos podrían atravesar el territorio de los Skaelingar hasta más allá de sus dominios.

—Pero la siguiente tribu nos matará.

—En lo que debes pensar es en que nosotros no lo haremos —contestó el jefe.

Tycho podría haber dejado morir a Afrior. Con ella moriría también la posibilidad de que alguien se enterase de lo sucedido. Podría volver a su vida de perro lobo de lord Eric y seguir ignorando a la puta que de pequeño llamaba madre.

Era un esclavo. Lord Eric le decía «haz esto» y lo hacía.

Correr más rápido que los demás, saltar más alto, cazar rápida y silenciosamente no le hacía más valioso. Solo conseguía que le odiaran más. Todos los días se levantaba al amanecer, obedecía órdenes hasta la noche y se dormía después. Salvar a Afrior significaba traicionar a todos los demás. ¿Cómo podía ser eso lo correcto?

También podría contarle a lord Eric lo sucedido.

La paliza sería terrible, pero ya había sobrevivido a otras. Pero entonces Afrior moriría y Tycho la amaba. Así que, finalmente, decidió matar al guardia de la puerta. Le atacó por la espalda golpeándole torpemente. Cuando, por fin, el guardia cayó muerto, levantó la barra que aseguraba las puertas de Bjornvin.

Lo primero que hizo el jefe de los Skaelingar al entrar en Bjornvin fue levantar la cabeza de la muchacha vikinga desnuda, atada y amordazada que tenía ante él, escupirle en la cara y rajarle la garganta con su espada.

El cuerpo de Afrior se desangró antes de llegar al suelo.

El ataque de Tycho lo habría convertido en héroe si hubiera quedado alguien con vida para cantar sus proezas. Tomó la espada del guardia de la puerta muerto, se echó sobre el jefe de los Skaelingar y hundió el filo en sus intestinos, retorciendo la espada con furia.

De la nada surgió lord Eric, ancho de hombros y con más color gris que rojo en la barba. Llevaba un hacha de guerra ensangrentada en la mano. Debió de creer que su esclavo estaba custodiando la puerta de Bjornvin. Lord Eric mató de tres golpes a otros tantos Skaelingar. Luego se volvió y dio una palmada en el hombro de Tycho.

—Despierta a todos —ordenó.

Tycho lo habría hecho. Pero su madre lo alcanzó antes de que llegara a la gran sala. Lo primero que dijo fue que ella no era su verdadera madre. Lo siguiente, que él no era ni vikingo ni Skaelingar, sino caído. Lo dijo con dientes apretados y odio en el rostro.

—¿Dónde está mi hija?

—Está muerta. La mataron los Skaelingar.

Brazo Seco le dio una bofetada.

la mataste. ¿Creías que no me iba a enterar?

Sus ojos eran duros y la voz fría como el invierno. Tycho no tenía ninguna duda de que lo quería muerto. Quería matarlo ella misma. Pero en vez de ello, en medio de la encarnizada batalla, le mandó a su habitación y le dijo que esparciera la paja de su colchón en un amplio círculo.

—Hazlo ahora —ordenó.

Fuera continuó la masacre.

Los guerreros de lord Eric estaban mejor armados. Sus espadas, cotas de malla y cascos traídos de Groenlandia les otorgaban ventaja. Pero fueron superados en número. Los Skaelingar llevaban años desangrando la aldea.

Cuando Brazo Seco regresó portaba una tea encendida.

—Antes de morir mi señora me explicó lo que había que hacer. Tal vez ella sabía lo… —Brazo Seco se detuvo, su cara expresaba dolor—. Oh, ella lo sabía muy bien. Murió en el parto para que tú pudieras vivir. Ya entonces supe que era un mal cambio. Y ahora nos morimos para que tú… ¿Quién sabe por qué? ¿Y quién quedará para que le importe?

Empujándolo hacia el centro del círculo, Brazo Seco prendió fuego a la paja y dio un paso atrás, mientras las llamas se cerraban alrededor de Tycho. Pero en vez de calor sintió un frío helador, el batir de unas alas y el viento feroz soplándole en la cara, como si estuviera cayendo desde una gran altura. Lo último que vio fue el odio reflejado en el rostro de Brazo Seco.

—¿Es verdad todo lo que me acabas de contar? —preguntó Desdaio. Se había puesto muy colorada. Tycho se dio cuenta de que era por lo que había contado sobre Afrior y el río.

—Es lo que recuerdo.

—¿Lo sabe Atilo?

—No, mi señora. Nunca me lo preguntó.

—¿Así que te metiste en el círculo en llamas, donde quiera que estuvieses, para reaparecer en mi mundo?

Tycho asintió con la cabeza. Santiguándose, Desdaio se puso en pie y regresó tambaleándose bajo el peso de una enorme Biblia encuadernada en cuero.

—Era de mi madre —dijo—. Cógela tú. Con las dos manos.

Tycho obedeció. Y vio que la muchacha se mordía los labios.

—¿Qué esperabas que fuera a pasar?

—Pensé que estallarías en llamas.

—¿Por qué iba yo…?

—Si fueras un demonio arderías. Pensé…

Se la veía avergonzada.

—Sonaba como si vinieras del infierno.

—Al principio creí que esto era el infierno —dijo Tycho sinceramente—. Cuando llegué por primera vez. Toda esta gente apelotonada en esas islitas cubiertas de niebla. Y el agua de aquí… En Bjornvin me bañaba siempre que podía y me encantaba. Sin embargo, aquí, con solo cruzar un canal, me pongo enfermo. El aire apesta a humo y suciedad.

—Pero allí te morías de hambre. Tú mismo lo dijiste. Y aquí tenemos comida.

—Algunos tienen comida aquí. ¿Por qué no iba a haber comida en el infierno para unos pocos? ¿Cree que Satanás vive en la miseria?

Durante un tiempo permanecieron sentados en silencio. Desdaio le ofreció vino y pastel, pero apenas bebió y no comió nada. Finalmente, le preguntó a dónde iban por la noche cuando le tocaba acompañar a lord Atilo.

—A las reuniones del Consejo —mintió Tycho.

Días abrasadores, lunas llenas, asesinatos de entrenamiento. Una muesca larga para los hombres, corta para las mujeres. Un simple punto para el niño, el que se interponía entre Venecia y una propiedad en el continente, el nuevo nieto de un duque moribundo. La verdad estaba escrita en muescas en la pared del sótano. Todo, salvo las visitas de Atilo a la duquesa Alexa.

Eran demasiadas.

Nueve muertos en total. Menos de lo que él esperaba. Lord Eric solía matar a más gente en cualquier batalla. Una docena de Skaelingar, con las entrañas humeantes y los ojos para alimentar a los cuervos. Casi todas las muertes de Tycho habían sido limpias. Al principio Atilo quedó impresionado, luego preocupado. Más preocupado aun cuando el último asesinato de Tycho en San Pietro di Castello fue mucho más sangriento que los ocho anteriores.