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esnúdale…

Tycho luchaba por localizar la procedencia de la voz. Los carceleros le habían vendado los ojos y atado las manos a la espalda tan fuerte que sus dedos ahora no eran más que vagos recuerdos. Tenía los pies inmovilizados con grilletes. No estaba amordazado. Tal vez esperaban que confesara.

—Vamos, vamos.

Unas manos ásperas tiraron de su jubón y, al no ceder los botones, le dieron un puñetazo derribándole al suelo.

Ya es suficiente.

Esta vez era una voz diferente. A sus espaldas.

—¿Tal vez alguien me puede explicar lo que está pasando? —Había algo siniestro en la suavidad con la que fue hecha la pregunta. Una tranquilidad que inmediatamente puso nervioso a Tycho.

—Señor, le estamos preparando.

—¿Qué día es hoy?

—Sábado, señor —el que contestó parecía asustado.

—¿Y por qué no es una buena idea prepararle así?

—No lo estamos torturando, señor. Solo queríamos desnudarle. No es como… —la voz se convirtió en gorgoteo, seguido de un ruido sordo. Moviendo un pie todo lo que le permitieron los grilletes, Tycho notó que había otro cuerpo tirado a su lado.

—Levantadlo.

Unas manos pusieron a Tycho en pie.

—Está bien —dijo la voz—. Soltadle las manos, desabrochadle el jubón como es debido y echadlo al pozo desnudo. Con los grilletes. El lunes empezaré con él. ¿Entendido?

—Sí, señor. Lo siento, señor.

—Mi señor —la garganta de Tycho estaba seca. En parte por el miedo, en parte porque no había bebido nada desde la noche anterior; además, le dolía la cabeza a causa de la paliza que le propinó Atilo.

—Tú dirás.

—La luz del sol, mi señor. Es…

—Te quema. Es lo que me habían dicho. Un dato interesante, ¿no crees? ¿Qué clase de pecador no soporta la luz del Señor? Solo el peor, supongo. El regente me ha ordenado que te interrogue yo mismo. Una tarea ingrata, pero que acometeré lo mejor que pueda. Y yo no me preocuparía. Dónde tú vas ahora no llega la luz del sol, ni ninguna otra la mayor parte del tiempo.

Se escucharon unos pasos subiendo las escaleras.

—Puedo abrir yo mismo —dijo la voz. Un segundo más tarde se oyó el chirrido de las bisagras y la puerta se cerró de nuevo. Los carceleros esperaron a que el hombre se hubiera alejado. Luego un golpe en los riñones derribó a Tycho al suelo. Una patada vació de aire sus pulmones y llenó la garganta de bilis.

—Me has costado un hombre —rugió una voz.

—Jefe…

¿Qué?

—Si vuelve y ve esto, todos tendremos problemas.

—¿Tienes miedo?

—Claro que estoy cagado de miedo. Casi me meo encima cada vez que el Maestro Negro entra en las mazmorras. Si usted quiere tenerlo cabreado, por mí muy bien. Pero yo prefiero seguir viviendo.

Se escuchó un murmullo de aprobación.

—Échalo ya al pozo de una vez —dijo el jefe.

Los carceleros liberaron las manos de Tycho, pero no le descubrieron los ojos y sus pies seguían trabados por una corta cadena que unía los grilletes de hierro fundido con un hilo de plata soldado en su interior. La razón para dejar los grilletes era que le estaban abrasando los tobillos. Donde él iba no había espacio para correr.

—Para su desgracia es demasiado guapo —se burló un carcelero—. Primero Dee, luego Blue y después Federico. Más tarde los demás.

—Solo va a estar dos días.

—Suficiente —dijo la voz. Un puño golpeó a Tycho en la espalda haciéndole tropezar. Al dar unos pasos para recuperar el equilibrio sintió un dolor abrasador en los tobillos.

—Allá vamos.

Se oyó el estruendo de una trampilla que se abría.

—No intentes resistirte —murmuró al oído una voz que sonaba casi compasiva—. Sucederá de todos modos. Así que trágatelo y ve pensando en de quién te vas a vengar más adelante.

¿Qué le estás diciendo?

—Que es por su propio bien.

—Tienes razón. Toda esa carne tan dulce. Lástima que solo me gustan los mujeres…

—Este es tan bonito —dijo otra voz—. Ponle un vestido y no notarás la diferencia —el hombre soltó una carcajada—. Me gustaría probarlo. Dee sacará provecho a su oro —el hombre se calló al darse cuenta de que había hablado demasiado. Esperó la inevitable pregunta.

—¿Estás diciendo que a Dee todavía le quedan monedas?

—Tiene amigos. Y ellos tienen monedas.

Unas manos agarraron a Tycho de los hombros y lo empujaron hasta el borde del pozo. Uno de los carceleros le quitó la venda de los ojos y Tycho apenas tuvo tiempo de apartarse para esquivar un tremendo golpe. Ya conocía los efectos de un puñetazo en el hígado. Si todo lo que hacías era vomitar, cagarte encima y perder la conciencia durante un tiempo, podías considerar que te habías librado bien.

—Un bastardo escurridizo, ¿verdad?

—Sí —contestó Tycho barajando números en la cabeza. Tres carceleros aquí, cuatro guardias en la parte superior de la escalera, dos niveles y tres puertas entre él y la libertad. Probabilidades aceptables, si tuviera que apostar. En su contra estaban los grilletes con alambre de plata, que le habían dejado completamente desnudo y que era de día, si es que conseguía llegar a la calle.

Además se merecía estar aquí. De todos modos, decidió mejorar sus posibilidades. Agarrando un cuchillo oxidado del cinturón de uno de los carceleros, Tycho dio un paso atrás y se dejó caer al infierno. La caída duró unos dos segundos antes de aterrizar sobre un bulto suave. Notó que el bulto cedía como si se algo se dislocara.

—Joder —rugió el bulto.

Tycho se encontró en una mazmorra. Estaba inundada, a excepción de un islote en el que se acurrucaban tres hombres. La mitad de los restantes habitantes de la mazmorra estaban sumergidos en el agua hedionda, algunos hasta la cintura, otros hasta el cuello. En una de las paredes había una enorme noria que el resto de los prisioneros hacían girar jurando y maldiciendo mientras trabajaban. Una única antorcha, colocada al otro lado de la reja en lo alto, iluminaba la fétida mazmorra. Allí estaba la trampilla por la que había entrado.

—¿Quién es Dee? —preguntó Tycho.

—Soy yo, jodido cabrón. Y tu muerte será horrible.

Si el príncipe Alonzo se salía con la suya, la muerte de Tycho sería, sin duda, horrible. Y dado que se curaba rápido y moría despacio, lo sería aún más de lo que el regente pudiera imaginar. Pero parecía que el hombre del hombro dislocado tenía la intención de ser el primero en morir…

—¿Y Blue?

—¿Y a ti qué te importa? —saltó uno de los hombres apostados detrás de Dee, respondiendo de esa manera a la pregunta de Tycho.

—¿Así que tú debes de ser Federico?

El tercer hombre frunció el ceño en la penumbra. Instintivamente, había adoptado la postura de un luchador callejero. Era más joven que Dee y Blue, sus músculos estaban menos castigados y su piel era más sana.

—Seguid haciendo girar la noria, desgraciados…

El grito de Dee puso en marcha la bomba de nuevo. Los prisioneros iban escalando los peldaños haciendo sonar sus cadenas, mientras la rueda movía una bomba que impedía que el nivel del agua subiera más e inundase el pequeño islote.

—Voy a arreglarle el hombro, jefe —dijo Blue—. Luego tendrá que descansar un poco. Para dar a sus músculos la oportunidad de recuperarse.

—Si crees que voy a caer en eso —respondió Dee—. Tú duerme un poco mientras yo lo domo para ti. ¿Crees que soy un estúpido de mierda?

—En absoluto pienso que seas un estúpido, jefe.

—No —añadió Federico—. Nosotros no pensamos eso —el tono de su voz sugería que los demás sí lo pensaban.

—A la mierda con eso.

Con un gruñido Dee estampó la palma de la mano en el hombro dislocado y el brazo encajó en su sitio.

—Eso está mejor. Ahora tráelo aquí. Te voy a mostrar quién es el estúpido.

El bucintoro, la embarcación ceremonial de Marco, había sido lijada, pintada y dorada de nuevo. Su casco estaba limpio del caracolillo, las holguras entre los tablones se habían calafateado con alquitrán. La vela triangular estrenaba aparejo y la bandera del león de la Serenissima ondeaba sobre el mástil. Era un trozo de tela de la altura de un hombre, con el león alado de San Marcos bordado en oro sobre fondo blanco.

Cuando no estaba ondeando sobre el bucintoro, la bandera reposaba en un cofre cubierto de piedras preciosas detrás del altar de San Marco. Asistir al matrimonio anual del duque con la mar y encabezar sus ejércitos en las batallas eran las únicas razones por las que se la sacaba del cofre.

Sentado en el negro trono de los Millioni, el duque Marco IV tarareaba en voz baja una cancioncilla, mientras observaba a las gaviotas que seguían la embarcación. Las gaviotas estaban esperando los desperdicios y tripas de pescado que generalmente encontraban en la estela de una flotilla tan grande.

Por una vez, el regente no era el centro de atención de todos.

Él no tenía derecho a casarse con la mar. Ni tampoco Alexa, por ser mujer. Marco IV se casaría con la mar por ellos, por toda la ciudad y por el imperio. La madre dudaba que su hijo fuera consciente de que el anillo que llevaba en su dedo meñique, el que tenía que arrojar al mar Adriático a una señal suya, era falso.

Una excelente falsificación, por supuesto.

El lapislázuli era de verdad y el oro puro. El diseño exacto. Incluso los arañazos alrededor de la gema de antiguo diseño bizantino y a lo largo del aro habían sido recreados con cuidado. Era falso en el sentido de que no era el original. Alexa lamentaba haber tenido que matar a uno de los mejores joyeros de Venecia, pero consideraba que era un precio que valía la pena pagar. Su única preocupación por ofrecer a la mar esa réplica perfecta era que fuera rechazada.

El problema de los occidentales era que observaban los rituales con mucho cuidado, pero sin entender las razones que había tras ellos. La mitad de los nobles consideraban ese día una superstición estúpida. La otra mitad imaginaba que era un gesto ostentoso cuyo fin era impresionar a los cittadini y mantener a los Arsenalotti tranquilos. Ninguno pensaba que el rechazo por parte de la mar de este matrimonio podría significar… por lo menos grandes tempestades. Barcos que se pierden en las aguas profundas y pescadores que regresan con sus redes vacías.

En la desembocadura de la laguna, la flotilla acompañante redujo su velocidad y se detuvo finalmente, los remeros tenían que mantener las embarcaciones en su sitio luchando contra el empuje de la marea. Solo el bucintoro continuó navegando.

—¿Tienes la relación de los presos? —preguntó Alonzo.

—Sí, mi señor —la voz de Roderigo se escuchó clara en la cubierta. La tradición exigía que Marco liberase a un preso para celebrar su matrimonio. Grandes sumas de dinero cambiaban de manos mientras las desesperadas familias intentaban comprar la libertad de uno de los suyos. Raras veces el dinero iba a parar a alguien que realmente podía influir en la elección. Y casi nunca conseguía su objetivo.

—Léela, entonces.

El capitán hizo una reverencia. Ser uno de los favoritos del regente era un arma de doble filo y, a veces, hasta sostenerla por el mango era demasiado peligroso.

—Federico, un experto falsificador y asesino. Que dice haber ayudado en ocasiones a esta ciudad… —era lo más parecido a admitir que era un espía—. Giovanni Cisco, mercader de sal. Asesinó a su esposa, erróneamente. No le estaba siendo infiel, como él sospechaba. Lord Gandolfo, acusado por sus enemigos de falso testimonio.

El capitán Roderigo había apostado por Gandolfo.

No literalmente. Estaba demasiado cerca del regente para encontrar a alguien dispuesto a aceptar su apuesta. Incluso sus viejos amigos daban por sentado que él sabía algo.

—¿Esos son los nombres? —la tradición exigía que fuesen tres. Así que allá iban esos tres. La tradición también exigía que se hiciese la pregunta. Y que el capitán Roderigo la respondiera.

—Esos son los nombres, señores.

—Entonces que nuestro duque haga justicia.

Roderigo estaba pensando en lo difícil que le resultaba a Alonzo pronunciar esas palabras, porque implicaban el reconocimiento del poder de su sobrino. Y se preguntaba si Marco sería capaz de repetir el nombre que su madre acababa de susurrarle al oído. De repente un sollozo rompió el incómodo silencio.

—¿Tiene algo que decir?

Todo el mundo miró sorprendido al duque Marco. Dirigiendo, un momento después, las miradas a la llorosa Desdaio. Todos los patricios sabían quién era. Pero ninguno la había reconocido a su llegada, a pesar de que tuvieron mucho cuidado en saludar a Atilo. Era uno de los Diez. Y, muy posiblemente, amante de la duquesa Alexa. Un hecho que podría ayudar a explicar la tirantez que se observaba entre Atilo y la muchacha que lo acompañaba.

—¿Y bien? —dijo Alexa.

—Deben incluir a Tycho.

El príncipe Alonzo levantó una ceja.

—¿A quién?

—Al muchacho que enviasteis a…

—¿Que hemos hecho qué? ¿Lo enviamos adónde?

La mirada de la duquesa Alexa se posó en Atilo. Él negó ligeramente con la cabeza.

—No lo sé.

—El esclavo de Atilo ha sido acusado de traición —la voz de Alonzo sonaba contundente—. La pena por traición es la muerte. No puede ser revocada.

—Los esclavos no pueden cometer traición.

Alguien carraspeó. Técnicamente, era cierto. Los esclavos podían cometer asesinato, violación y robo. Todos esos delitos se consideraban una traición a su amo. Pero no podían cometer traición contra el Estado. Este era un acto de hombres libres y tenía que ser atribuido a su amo.

—¿Entiendes lo que estás diciendo? —preguntó Alexa.

Si la traición quedase demostrada y se le condenase a la pena de muerte, el esclavo de Atilo no podría ser considerado responsable. La única persona que podía era Atilo.

—Sí —dijo Desdaio.

Mientras Federico y Blue avanzaba hacia él, Tycho lanzó una mirada a sus espaldas y descubrió a un hombre muy bajito intentando alcanzar su tobillo. De una patada rompió la nariz del enano. Se escuchó un chapoteo. La siguiente vez que se arriesgó a mirar hacia atrás descubrió que dos prisioneros mantenían al enano sumergido en el agua mientras las burbujas formaban círculos en la oscura superficie del agua.

—Mira —dijo Dee—. Si ofreces resistencia solo lo harás más difícil.

—Depende de si sabes luchar.

En un instante Tycho sacó la navaja, pegó un tajo a la garganta de Blue, apuñaló a Federico en la tripa y se la lanzó a Dee. Antes de que Dee terminara de caer de rodillas con la mano tapando uno de sus ojos, Tycho ya había recuperado la navaja y, para causar mayor impresión, la estaba limpiando en el pelo de Dee, aunque dudaba que alguien lo pudiera ver a la escasa luz de la antorcha. A continuación hizo rodar con el pie el cuerpo de Dee hasta dejarlo sumergido. Arrojó al agua los otros dos cadáveres levantándolos con las manos.

Los que estaban en aguas menos profundas debían de ser más fuertes o malvados que los que estaban a mayor profundidad. Eran los que constituían su mayor amenaza. Era de sentido común mostrarles su superioridad.

—¿Alguien más quiere pelea?

Hubo gruñidos airados y algún insulto, pero nadie aceptó el desafío.

—¿Y bien? —prosiguió Tycho.

Al fondo el enano dejó de debatirse. Un anciano que había tratado de salvarlo era empujado ahora hacia aguas más profundas, mientras unos jóvenes se adelantaban para ocupar su lugar.

—Espera a que tengas hambre —murmuró alguien.

Tycho buscó al dueño de la voz.

—¿Y entonces?

—Veremos lo duro que eres.

El que hablaba era un mameluco con aspecto de oso, barba enmarañada y una barriga que sobresalía como la proa de un barco. El agua le llegaba hasta el pecho, pero solo porque se había puesto en cuclillas.

—Tiene un cuchillo.

El mameluco resopló.

—En algún momento tendrá que dormir. Todos podemos ser muy duros con un cuchillo en la mano.

—Es duro sin cuchillo también, créeme —le respondió una voz de niño que provenía de aguas más profundas—. Nunca habrás visto nada igual. Se mueve como un rayo. Y mata igual de rápido.

—Tú —dijo Tycho—. Ven aquí.

—Es solo un niño —susurró una voz.

—Como si esto detuviera alguna vez a Dee o a Blue —contestó otra.

Varias manos empujaron al muchacho hasta el islote. Estaba desnudo, tenía los puños cerrados y sus costillas eran finas como ramitas. Sus ojos rehuyeron los de Tycho en la penumbra.

—Eres tú —le reconoció Tycho.

Pietro asintió con la cabeza.

—Lo siento… —Tycho se obligó a pronunciarlo—. Siento lo de tu hermana.

—No fue culpa tuya —afirmó Pietro rotundamente.

Tycho deseaba poder estar de acuerdo con él.

—Toma, sujeta el cuchillo.

El niño retrocedió primero, luego agarró la navaja por la empuñadura y dio un paso atrás. Amagó con rajar al hombre que se acercó a quitarle la navaja.

—Cualquiera que trate de arrebatarle la navaja tendrá que vérselas conmigo.

En la oscuridad todas las cabezas se volvieron hacia Tycho. Por señas estaba invitando al mameluco de enorme barriga a que se acercara un poco más.

—El islote es tuyo si eres capaz de derrotarme.

El reto estaba lanzado. Hasta la noria se detuvo. Y solo volvió a ponerse en marcha cuando los demás prisioneros empezaron a protestar.

—Es hora de cambiar de turno —susurró Pietro—. Pero Dee ha muerto. ¿Tal vez deberías decírselo tú?

Añadió la pregunta al final por si Tycho se molestaba.

—Cambio de turno —ordenó Tycho. La noria movía una bomba que impedía que el pozo se llenara de agua y sus habitantes se ahogaran. Mientras los prisioneros mantuviesen la noria girando las veinticuatro horas del día todos los días de la semana, el nivel del agua se mantendría bajo. Al menos, lo suficientemente bajo como para que el islote permaneciera por encima de la superficie y el resto de los prisioneros pudieran estar de pie o, incluso, de rodillas.

—De acuerdo —dijo Tycho—. ¿Quieres probar tu suerte?

—Este cuchillo será para mí —advirtió el mameluco a Pietro—. Si te queda algo de juicio deberías entregármelo ahora.

Tycho se adelantó y le propinó una patada en la entrepierna.

Fue un golpe muy poco sutil. Esperó a que el mameluco cayera al suelo, dio un paso adelante y le asestó varias patadas más. El grillete del tobillo reventó los testículos del hombre. Los dos tobillos de Tycho estaban ardiendo debido a que el hilo de plata se le había clavado en la carne. Su juramento fue ahogado por los gritos del mameluco. Tras romperle el cuello con un violento giro, Tycho arrojó el cuerpo en las aguas poco profundas.

—El cuchillo —le pidió alguien—. Préstame tu cuchillo.

—¿Para qué?

—Así puedo destriparlos rápidamente. Por favor. Con este calor mañana se habrán podrido ya. Créeme, lo sé. He sido carnicero.

—¿Durante mucho tiempo? —preguntó Tycho.

—Meses —contestó el hombre—. Años, decenas de años. ¿Cómo se miden las horas en el infierno? ¿Me prestas tu cuchillo?

—No —dijo Tycho.

Suspirando, el hombre arrastró el cuerpo del mameluco a las aguas poco profundas recogiendo de paso los de Dee, Blue y Federico. Dejó flotando el del enano.

—Será mejor que nos comamos lo que podamos cuanto antes.

En la cubierta del bucintoro reinaba el silencio, tan solo roto por el crujir del velamen, el zumbido de las tensas drizas y el chapoteo de las olas. Hasta el duque Marco dejó de golpear el trono con los talones, fascinado por el rostro demudado de Atilo.

Patricios que habían rehuido su mirada durante todo el año, sus acompañantes, que durante ese tiempo se habían comportado como si fuera transparente, miraban ahora a Desdaio con descaro. La joven permanecía de pie con cara inocente, cuerpo blando, pechos pesados y sonrisa amable. Pero había acero en sus ojos.

La duquesa Alexa estaba impresionada.

—Vamos a ver si lo entiendo bien —la sonrisa del regente era la de un gato que acababa de conseguir la crema y el canario. Su odio a Atilo era del dominio público—. ¿Está acusando a su amante de traición?

—No es mi amante —espetó Desdaio.

Atilo se miró los pies.

—¿En serio?

—Vamos a casarnos. Algún día —había un mundo de amargura en las últimas palabras de Desdaio y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero la muchacha alzó la barbilla dominándolas—. Hasta entonces, seguiré siendo virgen. Se lo juro.

La duquesa sonrió debajo del velo:

—Pero si está acusando de traición a su amado, dudo que vaya a haber boda o cama.

—No lo estoy haciendo.

—Pues a mí me lo ha parecido.

—No estoy diciendo que lord Atilo sea culpable. Lo que estoy diciendo es que su esclavo es inocente. Tycho no cometió más traición de lo que mi señor habría hecho. Debe de haber un error. ¿Qué puede haber hecho que sea tan malo?

Los nobles empezaron a buscar con las miradas a sus esposas.

Todo el mundo sabía que, a veces, las mujeres de los patricios tenían aventuras con sus sirvientes. Jóvenes casadas con hombres de edad madura tenían que buscar consuelo en alguna parte. Igual que las mujeres casadas con hombres más interesados en otros hombres. Unas veces era por puro aburrimiento; otras, el marido era un calzonazos y aceptaba la situación. Unas pocas acababan envenenadas, devueltas a sus padres o recluidas en sus habitaciones. Los cuerpos de los sirvientes aparecían flotando en los canales con la garganta rajada. Pero esta joven acababa de jurar en público que era virgen.

—Y , ¿crees que es culpable?

Iacopo quedó azorado al convertirlo la pregunta de Desdaio en el centro de atención de todo el mundo. Él estaba allí en calidad de guardaespaldas de Atilo. Puede que fuese Semana Santa, días de paz y celebración, pero los nobles seguían tomando sus precauciones.

—Mi señora —contestó Iacopo—. No creo que esté en condiciones de…

—Sí que lo estás —la voz de Atilo sonaba profunda mientras pronunciaba las palabras despacio. Los que lo conocían se habían dado cuenta ya de que estaba preparado para la batalla. El rostro severo, la mirada fija—. Quiero escuchar tu respuesta. Dime, ¿crees que mi esclavo es culpable de alguna traición?

Alexa creyó ver el acento que había puesto en la palabra alguna.

—¿Cómo puedo…? —Iacopo interrumpió la frase—. Soy un siervo. Si digo que no, los señores pensarán que miento. Si digo que sí, los señores pueden pensar que miento de todos modos. Estos asuntos están muy por encima de…

—Alteza —la voz de Desdaio interrumpió el torrente de excusas—. ¿Me da su permiso para hablar en privado con mi señor Atilo?

Alexa tardó un segundo en darse cuenta de que se estaba dirigiendo al duque. Marco dejó de mirar a las gaviotas.

—No veo por qué no —dijo.

Nicolò Dolphino carraspeó y se puso colorado ante la mirada de Alexa. No importaba que la duquesa llevase un velo, era obvio que lo estaba mirando fijamente. Y tampoco importaba que la mayoría de los días el duque Marco apenas podía juntar dos palabras. Todo el mundo fingía que el que gobernaba era él. Así que expresar sorpresa porque había logrado pronunciar dos frases en el mismo día era menospreciarle.

Desdaio llevó a Atilo a la popa del bucintoro. Ante ellos, los gordinflones querubines de madera, pintados de oro más que dorados, brincaban y daban vueltas exponiendo sus minúsculos genitales y sus aún más improbables alas. Desdaio despreció aquel ímprobo trabajo de tallador con un gesto.

—¿Me amas?

Se enfrentaba a unos ojos duros. Nunca había visto el rostro de Atilo tan frío y severo. La edad y la experiencia eran su armadura. Desdaio se sentía estúpidamente joven e indigna de él.

—Contéstame —exigió enfadada.

Atilo dejó que su silencio se extendiera un punto más allá de la crueldad.

—Te quiero —dijo Desdaio sintiendo que sus ojos se llenaban de lágrimas de nuevo. Estaba furiosa consigo misma, con él. Furiosa porque cincuenta personas que habían pasado un año entero ignorándola la mirasen ahora con tanto descaro—. Te amo más que a mi vida.

—Te lo preguntaré de nuevo —dijo Atilo—. ¿Estuviste en su habitación?

—¿De eso se trata? ¿Me estás acusando de…? —lo miró de hito en hito—. ¿De qué me acusas?

Atilo se limitó a devolverle la mirada.

La respuesta estaba en su silencio y en la quietud de su mirada. Desdaio sabía que él siempre la ganaba en su capacidad de aguantar las miradas. Lo había hecho antes por asuntos menores. Cosas que no tenían importancia. No como la que estaba en juego ahora. A pesar de que en aquellos momentos parecieran importantes.

—¿Y bien? —insistió Atilo.

—No, no lo hice —Desdaio vio la duda en sus ojos y, antes de que siguiera creciendo, le cogió la mano. Era más fuerte, había librado batallas y tenía mucho más mundo que ella. Podría soltarse con facilidad. Pero ella apretaba la muñeca con todas sus fuerzas y parecía tan asustada por haber llegado tan lejos que Atilo ni siquiera intentó liberar la mano. En su lugar, esperó a que siguiera hablando.

Desdaio suspiró con alivio. No sabía por qué, pero Atilo sonrió levemente y un poco de calor retornó a sus ojos.

—Algo de culpa —dijo—. Pero solo un poco. He tenido que juzgar a la gente —añadió, como si ella no lo supiera—. Han ahorcado a hombres por mi decisión sobre su inocencia o culpabilidad.

Eso no lo sabía.

Desdaio quería decir la verdad sin perder su respeto. Pero las dos cosas eran incompatibles y, además, era una cobarde. Y lo sabía. Arriesgarlo todo por confesar la verdad. Estuve allí, pero no pasó nada. Le faltaba valor, la certeza de que la amaba tanto como para creer y perdonar. Su vida estaba llena de pequeñas verdades que nunca se había atrevido decir. ¿Cómo iba a comenzar con una verdad tan grande?

Se dio cuenta de que Atilo la miraba fijamente.

—Cuéntame lo que pasó.

—Entré en su habitación. No pasó nada.

La mirada de Atilo se endureció.

—¿Para qué?

—Le pregunté a Amelia si tenías intención de dejarlo libre. Me dijo que tal vez. Con algunos lo hiciste, fueron vendidos. Dependía de una prueba… No —dijo Desdaio, al verlo fruncir el ceño—. Nunca me contó en qué consistía la prueba. Se lo pregunté, pero se negó a contestarme.

—Volvamos al ¿para qué?

—Me cae bien —dijo Desdaio, arriesgando un poco de la verdad. Tal vez no debía haberlo hecho. Pero Atilo se limitó a asentir.

—¿Iacopo te cae igual de bien?

—No —negó Desdaio con la cabeza—. No confío en él. Iacopo me da escalofríos. Siempre vigilando. Siempre tan amable que parece que se está burlando. Y… él desea a Amelia.

Desdaio se ruborizó ante sus propias palabras.

Luego se ruborizó de nuevo al ver la expresión de los ojos de Atilo.

Quería decirle que todos codiciaban a Amelia. Con sus largas piernas, sus estrechas caderas y la piel negra era como una gacela exótica. Tal vez incluso una tigresa. Tan feroz como cualquier animal de la casa de fieras del duque. Si Amelia era una tigresa, Desdaio no quiso ni pensar en qué animal la convertía eso a ella.

—Juro por mi vida que no pasó nada.

—¿Debo estar preocupado porque te cae bien?

Desdaio vaciló.

—Sé lo que es —dijo finalmente—. Él nunca me lo contó. Pero lo he averiguado por mí misma. Y debe ser tan triste… Se acercó más y susurró algo al oído de Atilo. Se escuchó su silbido de sorpresa.

—Desdaio.

—¿Qué? ¿Me equivoco?

—Un ángel caído exiliado del infierno… ¿Solo porque sus enemigos se pintaban de rojo? ¿Y porque su casa se quemó? ¿Y teme la luz del día?

—No te rías de mí.

—No lo hago —Atilo la tomó del mentón y alzó su rostro para sonreírle—. Eres hermosa —dijo—. Más que el oro. Mucho más dulce que la miel. Lo siento, las cosas han sido —echó una mirada en dirección a Alexa— complicadas… Vamos a casarnos este verano, te lo juro.

—¿Entonces le salvarás?

La sonrisa de Atilo perdió un poco de su alegría.

—¿Me crees? ¿Que no soy una perdida? ¿Que no pasó nada? ¿Que yo nunca te haría eso?

—Sí —dijo Atilo—. Te creo.

—Entonces demuéstramelo. Salva a Tycho.

La expresión del rostro de Atilo se endureció. Era el rostro de un general que sopesa sus opciones antes de la batalla. Valorando el precio que está dispuesto a pagar por la victoria. Y cuando Desdaio ya decidió que había pedido demasiado y que debía retirar sus palabras, Atilo asintió con la cabeza…

—Esto se está poniendo interesante —dijo Alexa.