18
bien? —el furioso grito del regente atravesó la puerta de la Sala Scarlatti. De hecho, se pudo escuchar en el corredor exterior. Y, puesto que el corredor se abría al patio, lo oyeron los guardias de la escalera, los criados de la cocina y un gato que cruzaba el patio pisando las losas cubiertas por una fina capa de nieve.
El único que reaccionó a los gritos fue el gato, que se revolvió con irritación. Los guardias y los criados de la cocina sabían lo que tenían que hacer. Ellos no oían ni veían nada.
—¿Y bien? —esta vez la voz del príncipe Alonzo sonó más tranquila, ahora era poco más que un bramido.
—Mi señor… Estamos buscando.
—Busquen mejor.
El capitán Roderigo se retiró haciendo una reverencia y, solo después de cerrarse la puerta tras él, se arriesgó a soltar un suspiro. Podía haber sido peor. Por lo menos todavía conservaba su vida. Algo de lo que no estaba nada seguro cuando entraba. Ordenaría que sus hombres buscasen mejor. Lo que no iba a servir de mucho. Ya lo estaban buscando todo lo concienzudo y rápido que podían.
Incluso se registraron los barrios de San Nicolò y Castello, donde la Ronda no se había atrevido a entrar en los últimos cincuenta años. Se dispersaron colonias enteras de maleantes, se cerraron burdeles infantiles, los propietarios de los tugurios arrojaron los dados cargados a los canales. La histeria se prolongó hasta que los reyes de los mendigos, alcahuetes y dueños de los tugurios se dieron cuenta de que no iban a por ellos.
La Ronda, sin soltar prenda, corría frenéticamente de un lado para otro. Todos los habitantes de la ciudad, desde bebés a ancianos, se habían dado cuenta de que buscaban algo. Pero solo un puñado sabía realmente de qué se trataba. Algunos sospechaban que los Diez habían tenido noticias del desaparecido soplador de vidrio. Otros insistían en que había una piedra filosofal escondida en la ciudad. Un monje casi provoca un motín al anunciar que el doctor Cuervo había desaparecido después de haber gastado todo el tesoro de la ciudad tratando de crear un elixir de la vida. Las cabezas más frías sugerían que la Ronda estaba cazando a un espía.
Muchos se preguntaban por qué la Ronda lo buscaba en los sitios en los que lo hacía. En los suburbios de la ciudad. Entre mamelucos, selyúcidas, moros y judíos. Entre los que cubrían las caras de las mujeres y encerraban en casa a sus madres, hermanas e hijas. El capitán Roderigo podría habérselo explicado. Pero guardaba sus secretos y confiaba en que eso fuera suficiente para guardar su vida.
—Deberíamos haberlos expulsado…
Antonio Cove era como un escarabajo. Pequeño, viejo y chepudo. Si un día los escarabajos peloteros se convirtieran en personas, tendrían ese aspecto. A su favor el conde tenía que era rico y sabía en qué armarios estaban la mayoría de los esqueletos, después de haber ayudado al duque Marco III y, últimamente, al príncipe Alonzo, a encerrar a muchos de ellos. Era el miembro más antiguo del Consejo de los Diez, consejo que controlaba Venecia bajo el mandato del duque. Y como tal sus opiniones debían ser respetadas. Sin importar la dureza con que a veces las formulaba.
—¿Expulsado a quién? —preguntó Alonzo.
—A los judíos. Los schiavoni. Los mamelucos. Los curtidores. Los pozos de orina maloliente que utilizan para curtir las pieles. ¿Por qué no los desterramos a todos a tierra firme? Podemos…
—Conde.
El conde interrumpió su discurso.
—Tenemos asuntos más importantes que tratar.
—Sí —dijo la duquesa Alexa—. Explíqueme otra vez por qué mi sobrina Giulietta se escondía en la basílica mientras usted estaba reunido con el patriarca aquí. ¿Y por qué decidió escoltar con su guardia al arzobispo Teodoro hasta el palacio de San Pietro? Estoy segura de que a mi hijo le encantará saberlo.
El duque Marco IV, en teoría el presidente del consejo interno, parecía estar más interesado en sus uñas.
—Era una cuestión espiritual —dijo el regente.
—¿Y por eso ha mandado a Teodoro a guardar cama?
—Es viejo. Quedó muy impresionado por lo de Giulietta —el príncipe Alonzo se quedó pensativo—. No me extrañaría que eso lo matara. Pero ahora debemos concentrarnos en traerla de vuelta.
—Primero necesitamos saber quién la raptó.
—De hecho —dijo Alonzo—, me disponía a preguntarte si ya tenías una opinión acerca de ello —el príncipe sostuvo la mirada de la duquesa Alexa.
—Los Abraham —la voz del conde Cove era amarga—. ¿Quién si no? No quiero ni pensar lo que esos demonios…
La saliva se le acumulaba en las comisuras de la boca.
—Lo dudo —dijo la duquesa Alexa—. Esta es una de las pocas ciudades donde se les permite vivir en paz. ¿Por qué destrozar su propio nido? Tiene que haber una respuesta mejor. ¿Recuerdan lo que Marco siempre solía decir?
El ceño fruncido del príncipe Alonzo mostraba claramente lo que pensaba de tener que mezclar a su hermano en esto. Ya que, evidentemente, se trataba de él. A nadie se le ocurriría empezar a citar al tonto que se chupaba el dedo mientras balanceaba los pies golpeando con los talones el trono de su difunto padre.
—No hay duda de que nos lo dirá enseguida.
—¿Quién se beneficia? —dijo con calma la duquesa Alexa—. Esa era la pregunta que siempre se hacía Marco después de un ataque o asesinato. ¿Quién se beneficia de esto?
—Nadie —dijo el escarabajo en tono triunfal—. Por eso tienen que ser…
Un fuerte golpe en la puerta detuvo al conde Cove antes de que pudiera hacerlo Alexa.
Roderigo, tras pedir disculpas por interrumpir la reunión, se arrodilló ante el duque, hizo una reverencia al príncipe Alonzo y a la duquesa Alexa y saludó con una inclinación de cabeza a todos los demás. Su rostro, enmarcado por el pelo rizado, estaba pálido. Su mirada rehuía los ojos de los reunidos.
Marco IV, duque de Venecia, dejo de dar patadas al trono. Una hermosa sonrisa se dibujó en su rostro.
—¿Encontró a mi m-m-m-mariposa?
—No, su alteza.
Todo el mundo quedó tan sorprendido de que Marco hubiera hablado, que casi se les pasa por alto la respuesta de Roderigo.
—Pero encontramos esto —dijo sacando debajo de su capa una daga, que colocó cuidadosamente a los pies del duque.
Alarmados, los guardias corrieron hacia él, pero Alexa los detuvo con un gesto.
—Ya conoces la ley —dijo el príncipe Alonzo—. No se admiten armas en esta cámara.
—Sí, señor. Pensé…
Alexa había abandonado su silla, los reunidos se pusieron en pie al verla levantarse. La duquesa echó hacia atrás el velo y se inclinó para examinar el arma.
—Mamelucos —dijo—. Tal vez selyúcidas o árabes. ¿Dónde la encontró?
—Debajo de la Riva degli Schiavoni.
La duquesa esperó a que explicara lo que significaba.
—Si los raptores de lady Giulietta se dirigieron primero hacia el norte por el jardín del patriarca para seguir por Zalizzada San Provolo, pudieron atajar luego hacia el sur y llegar a la Riva sin levantar sospechas. A esas horas de la noche…
Todo el mundo lo sabía. A esas horas de la noche la Riva estaba llena de marineros borrachos procedentes de los barcos fondeados en la laguna.
—¿Algo más? —preguntó Alexa.
—Un barco sin bandera se deslizó entre los bancos de arena antes del amanecer. Sus remeros remaban contra la marea.
—Quiere decir los galeotes —dijo Alonzo enojado.
Las galeras de la Serenissima utilizaban como remeros a hombres libres. Mamelucos, moros, bizantinos, chipriotas y genoveses usaban esclavos. Algunos venecianos capturados en el mar servían a los piratas de Berbería. Pero eran pocos. Marco III vengaba con tal violencia los ataques a sus barcos que ahora había muy pocos venecianos languideciendo bajo el látigo.
—¿Cómo pudiste permitir que esto sucediera?
Era la pregunta de la que pendía la vida de Roderigo.
Roderigo era consciente de que estaría perdido si alguien descubriera lo que ocurrió en la laguna la noche en que ardió el barco mameluco. Una princesa mameluca muerta. Una princesa Millioni raptada como venganza. Un barco que desaparece en la noche. Roderigo tenía que evitar poner todos estos hilos en las manos del duque Marco. Para que el príncipe Alonzo no hiciera con ellos un nudo perfecto.
—¿Viste el barco que se iba? —la voz de la duquesa Alexa sonaba agria.
—No, mi señora. Me lo contaron.
—¿De qué nacionalidad era?
—No lo sé —Roderigo tragó saliva.
—¿Por qué no? —gritó el regente—. ¿Qué sentido tiene tener un jefe de Dogana que no registra los buques que llegan a nuestra laguna?
—Mi señor, ahí afuera hay 500 barcos. A menudo necesitamos más de un día para asignarles un lugar en la línea de cuarentena.
—No me interesan tus excusas.
—Podemos tratar los detalles más adelante —la voz de la duquesa Alexa era firme—. Si el capitán Roderigo ha cometido una falta será multado. Si lo han hecho sus hombres serán azotados. Si se trata de una traición alguien morirá. Esa no es la cuestión. Supongamos que los mamelucos raptaron a Giulietta. La pregunta es ¿por qué?
—¿P-p-por qué, por qué? —preguntó el duque Marco—. Incluso, ¿p-por qué, por qué, por qué?
—Porque —dijo su madre con paciencia—, si no sabemos por qué se la han llevado. ¿Cómo vamos a saber lo que exigen por devolverla?
—Es guapa. Tal vez quieran quedársela.
—¿Tiene que estar él aquí? —siseó el príncipe Alonzo.
—No podemos celebrar el consejo sin su presencia.
—Entra —gritó el duque—, mi dulce pájaro.
El príncipe Alonzo y la duquesa todavía le miraban sorprendidos cuando un guardia llamó a la puerta y esta se abrió de par en par. En la sala irrumpió un hombre de aspecto fofo, vestido de escarlata que arrastraba de la mano a una chica de cabello oscuro. La muchacha llevaba ropa de paseo. Y dado que era regordeta, sonrosada y de aspecto saludable, mientras que el hombre que la precedía era muy viejo, era evidente que la chica se dejaba arrastrar. Su expresión avergonzada pero desafiante hizo pensar a la duquesa Alexa que, seguramente, se trataba de su padre. Ella tenía algo de experiencia en la materia.
—¿Lord Bribanzo…?
El anciano soltó a la muchacha el tiempo justo de hacer una reverencia, volviéndose enseguida hacia ella, como si esperara que su cautiva fuera a salir corriendo hacia la puerta.
—Lamento llegar tarde —el recién llegado vaciló un instante—. Tengo algunos problemas familiares. Pero si no es el momento oportuno…
El príncipe Alonzo lucía la rígida sonrisa de un hombre que pidió prestados cincuenta mil ducados de oro a lord Bribanzo y todavía tenía que devolvérselos.
—Para ti, siempre tenemos tiempo.
—¿Y esta debe ser tu hija? —preguntó Alexa.
—Lo es, mi señora.
Sí. Ya le parecía.
—¿Y la muchacha asistirá a nuestro Consejo, sin que se me hubiera informado previamente?
La pregunta de la duquesa sonaba cortante. Hasta un hombre tan distraído como Bribanzo se había dado cuenta.
—No, mi señora… Por supuesto que no.
—¿Pero considera que es un asunto que debe ser tratado por los Diez?
Someter un asunto al Consejo era un arma de doble filo. Ellos eran la ley en Venecia, feudos continentales de la ciudad y sus colonias más lejanas. Podían fallar a favor de uno. O en contra. No había apelación posible.
—He sido tratado injustamente —dijo Bribanzo.
—¿Un pretendiente inoportuno, tal vez?
—Esa es una forma de decirlo… —dominando su temperamento, Bribanzo extendió las manos como disculpándose—. Esto tiene consecuencias políticas para la ciudad, mi señora. He estado en Milán, con permiso del príncipe Alonzo.
—¿Te dio permiso? —Alexa frunció el ceño—. El duque de Milán es nuestro enemigo.
—Las alianzas cambian —se justificó Alonzo—. Milán necesita tener acceso al Adriático. Nos vendría bien un aliado en el norte. La enemistad entre nuestras ciudades no tiene mucho sentido. Para mí, nunca la tuvo —era lo más cerca que había llegado nunca a criticar abiertamente la política de su hermano fallecido.
—¿Así que autorizaste el viaje de lord Bribanzo?
—Ganamos un aliado y perdemos un enemigo. Con Desdaio Milán gana una duquesa. Una duquesa de origen veneciano —recalcó Alonzo—. Cuyo padre es miembro del Consejo de los Diez.
—¿Y el duque Gian Maria Visconti gana la dote de Desdaio?
Ninguna otra cosa arrancaría el consentimiento del nuevo duque de Milán. Gian Maria acababa de librar una guerra tremendamente cara. Así que el oro de los Bribanzo sería bienvenido. Los orígenes venecianos de su hija no tanto.
—Meses de negociación —protestó Bribanzo—. Semanas para discutir los puntos más delicados —se refería a la cantidad de dinero que Gian Maria exigía por convertir a Desdaio en duquesa—. Podemos perderlo todo si no silenciamos esto.
—¿Silenciar qué? —preguntó Alexa.
—Un pagano la ha mancillado. Robado la flor de mi orgullo y… —Bribanzo se detuvo, incapaz de terminar.
—¿La agravió a ella? ¿O a usted?
La joven miraba al suelo, ruborizada hasta la raíz de su rizado cabello castaño. Su belleza era exuberante. Pechos plenos y firmes, que tanto gustan a los jóvenes. Anchas caderas y un vientre suave. Alexa no tenía ninguna duda de que movería el trasero al caminar.
—Se han comprometido —exclamó enfurecido el padre.
La duquesa se daba cuenta de por qué estaba tan molesto. Aparentemente las cámaras acorazadas de lord Bribanzo tenían tal cantidad de ducados de oro que su palacio iba a necesitar unos cimientos nuevos. Afortunadamente el agua salada no afectaba al oro. Porque Ca’ Bribanzo estaba tan expuesta a las inundaciones como cualquier otra.
—¿Lo de Gian Maria Visconti fue idea tuya?
—O Cosimo de’ Medici. También nos servía.
Alguien soltó un bufido y Bribanzo alzó la barbilla. No se avergonzaba de su ambición. ¿Cómo podría el padre de Cosimo mantener segura Florencia si no fuera rico y despiadado?
—¿Y no crees que Venecia también tiene jóvenes que ofrecer?
Lord Bribanzo sabía que se estaba metiendo en un terreno peligroso. Esta vez tardó más en responder y, cuando lo hizo, su voz sonó más tranquila.
—Mi señora, muchos venecianos dignos hubieran deseado unirse a mi hija. Cualquiera de ellos habría sido preferible a ese… Mameluco.
—No es un mameluco —eran las primeras palabras pronunciadas por lady Desdaio—. Y no me ha mancillado…
—¿Qué es entonces? —preguntó Alonzo.
Desdaio hizo una reverencia al regente.
—Moro, mi señor.
Alonzo resopló.
—No hay tanta diferencia. Todos ellos causan más problemas de lo que sería prudente. Es hora de recordar a estos paganos nuestro poder. Venecia es una gran ciudad. Una ciudad amable. Una buena ciudad… —miró a su alrededor, comprobando que tenía la atención del tribunal. Lord Bribanzo y el conde Cove estaban asintiendo con la cabeza. Incluso los guardias de la puerta lo miraban atentos. A pesar de que la tradición exigía que no escucharan nada—. Pero no queremos que confundan nuestra amabilidad con debilidad.
Alexa abrió la boca para refutarlo, pero decidió no molestarse. Ya había escuchado todo esto antes.
—¿Lo va a castigar?
Lord Bribanzo no solo quería que le devolvieran a su hija. Quería que se pagara con sangre el haberse burlado de sus ambiciones. Quería una advertencia para cualquiera que pensara que podía conseguir su fortuna con engaños.
—¿Un azotamiento público, por lo menos?
—¡Guardias! —ordenó Alonzo—. ¡Traed a ese hombre!
—Mi señor… —se suponía que Bribanzo debía expresar su agradecimiento por este gesto de apoyo del regente, pero parecía más bien incómodo—. Ya le he mandado llamar.
El regente lo pensó durante un instante. Lord Bribanzo estaba en su derecho. Un miembro del Consejo de los Diez podía exigir la presencia de cualquier ciudadano.
—Entonces esperaremos —dijo Alonzo.
El ruido de las lanzas sobre el suelo de mármol al otro lado de la puerta indicó que los guardias habían cruzado sus alabardas, cerrando el paso al prisionero y su escolta.
Alexa oyó cómo uno de los guardias les preguntaba por la razón de su presencia allí.
Tras la respuesta se escuchó el crujido metálico del enorme pomo de la puerta de la cámara. De repente Alexa se dio cuenta de que su hijo estaba sonriendo. Despatarrado en su trono como una araña flaca y negra, Marco tenía una pierna colgando por encima del apoyabrazos dorado, su hombro formaba un ángulo horrible con el cuerpo, pero estaba sonriendo, a punto de estallar en carcajadas.
Al darse cuenta de la mirada preocupada de su madre, le guiñó un ojo.
—¿Marco…?
El duque señaló la puerta con la cabeza.
En la cámara entraba un anciano ataviado con ropa morisca, turbante y zapatillas de piel vuelta. Una vaina de plata sobresalía de su cinturón, pero la espada había sido requisada en el momento de su detención. Se notaba que se teñía la barba, aunque las sienes estaban salpicadas de canas.
—Atilo…
El primer impulso de la duquesa fue ponerse en pie, pero su sentido común prevaleció. Así que permaneció sentada y aferrada a la silla.
El príncipe Alonzo sonrió.
—¿Sabías esto? —preguntó la duquesa enojada.
—¿El qué? —dijo el príncipe, y volviéndose a Bribanzo—. ¿Estás diciendo que este es el villano responsable de…?
Atilo dio un paso adelante.
—Más tarde —espetó el príncipe Alonzo—. Se te avisará cuándo puedas hablar. Me dirijo a lord Bribanzo. ¿Y bien?
—Es él, excelencia.
—Entonces, este compromiso es nulo. Uno no puede comprometerse si el matrimonio no es legítimo. Los candidatos que pueden aspirar a la mano de lady Desdaio deben ser príncipes extranjeros o miembros de familias que figuran en el Libro de Oro. Lord Atilo ni es un príncipe ni aparece en el Libro. Nosotros no concedemos el permiso.
Por nosotros se refería a los Diez. Al menos Alexa esperaba que así fuera.
—Sin embargo —añadió Alonzo—, mi hermano, el difunto duque, tenía fe en las habilidades de este hombre. Por ello se le ahorrará el castigo público.
Lord Bribanzo frunció el ceño. Una mueca rápida que se tragó inmediatamente.
—¿No va haber ningún castigo, mi señor?
—Ha hecho a mi ciudad algunos pequeños favores.
¿Su ciudad? ¿Pequeños favores?
La duquesa agradeció llevar un velo que ocultó su enojo.
Atilo había ganado una docena de batallas. Sin contar los servicios que prestó como jefe de los Assassini. ¿Y no había sacrificado a casi todos sus hombres para mantener a Giulietta fuera de las garras de los krieghund? ¿Qué más quería Alonzo?
Alexa deseó haber seguido su impulso la mañana en que murió el último Duque y haber asesinado a Alonzo en aquel momento. Ojalá su marido no le hubiera hecho prometer que le dejaría con vida. Marco III era conocido como el Justo y el Sabio. Pero en este caso dudaba tanto de su justicia como de su sabiduría.
—¿No me equivoco? —preguntó Alonzo—. ¿Su nombre no está en el libro?
—No, mi señor —Atilo negó con la cabeza y sus rasgos se endurecieron.
—Entonces, problema resuelto. Lord Bribanzo puede llevarse a su hija. Y tú puedes estar agradecido por nuestra misericordia. Ahora dediquémonos a asuntos más importantes.
—No puedes hacerme esto.
El eco de la protesta de Desdaio rebotó en las paredes revestidas de madera. Tanto su padre como Atilo hicieron el amago de acercarse para consolarla pero se detuvieron, mirándose el uno al otro. Mientras Desdaio lloraba inconsolable entre los dos, sus hombros sacudidos por los sollozos.
Pequeña idiota, pensó Alexa.
Sin embargo, era una pequeña idiota rolliza. Del tipo que los venecianos encuentran irresistible, acudiendo y quemándose como polillas en su llama. Al mirar a los ojos del favorito de su difunto marido, la duquesa se dio cuenta de que su dolor era real. Atilo il Mauros, el hombre que hizo retroceder a la caballería germana en las marismas del Veneto, se había enamorado de los encantos efímeros de una mujer que era tres veces más joven que él.
Alexa suspiró.
De repente Desdaio se arrojó a los pies del trono del duque Marco y se aferró a una de sus patas talladas, como si los guardias estuvieran arrastrándola fuera.
—Por favor —rogó—. Ayúdeme.
El duque dio un fuerte golpe con el talón en el trono. Miró a su madre. Miró a Atilo. Miró la silla vacante. Una silla vacía, dorada. Retrepándose en el trono metió de golpe el pulgar en la boca, se rascó descaradamente la entrepierna y entornó los ojos.
—Yo creo… —empezó Alonzo.
Pero la duquesa ya se había puesto en pie. Moviéndose rápidamente se colocó delante de Atilo, mientras los consejeros se levantaban apresuradamente de sus sillas. Haciendo una pausa suficientemente larga para aumentar la expectación, la duquesa dio una palmada en el hombro de Atilo.
—Esta es mi elección —dijo en voz alta—. El viejo consejero de mi marido, fiel servidor de esta ciudad, ocupará la Décima Silla.
Un silencio absoluto se cernió sobre la cámara.
—Alexa… —el príncipe Alonzo dudó. Obviamente, estaba eligiendo con cuidado sus palabras—. Esto no es sensato. Sabes que hay razones por las que…
—Ahora es mi turno.
—No —dijo Bribanzo. Su carnosa cara estaba roja del esfuerzo por controlar su ira—. No puede…
—Mi señor… —la voz de Alexa sonaba helada.
Bribanzo se contuvo. Puede que solo fuera cinco años mayor que Atilo, pero ahí se acababan las semejanzas. Lord Bribanzo era un cobarde, aunque un cobarde ambicioso.
—¿Te atreves a decirme lo que puedo o no puedo hacer?
Tras dominar a Bribanzo Alexa recorrió con la mirada la cámara, buscando a cualquiera que se atreviera a disentir y, por un segundo, su mirada se detuvo en la cara de su hijo, que le sonreía con dulzura. Podría jurar que había enviado un beso a Desdaio.
—¿Aceptas la silla? —preguntó la duquesa a Atilo.
—Mi señora…
—¿La acepta?
Arrodillándose a sus pies, Atilo il Mauros besó el anillo que el difunto duque colocó en el dedo de Alexa el día de su boda, hace muchos años ya.
—Como siempre, estoy para obedecer todas sus órdenes —y corrigiendo sobre la marcha—, las órdenes del duque, del regente y las suyas.
—Encantado de oírlo —dijo Alonzo.
Alexa se volvió hacia el escribano.
—Anote el nombre de lord Atilo en el Libro de Oro de inmediato. Dirigirá la búsqueda de mi sobrina.
—Roderigo lo acompañará —la voz del príncipe Alonzo era firme.
—Haced las paces —dijo la duquesa dirigiéndose a Bribanzo—. Debemos encontrar a mi sobrina y esta silla tenía que ser ocupada. Atilo es un servidor fiel. Igual que tú.
El cumplido sonó vacío, incluso para ella.
Habría estado mejor si hubiera puesto un poco de calor en sus palabras. Si hubiera obsequiado a Bribanzo con una sonrisa que este pudiera interpretar como una promesa de su futuro favor. Desafortunadamente, no soportaba a aquel hombre. Alexa prefería a favoritos flacos y hambrientos.
—¿Y mi hija?
—Milán no se la llevará —dijo Alexa rotundamente—. En cuanto a los otros pretendientes…
Si tienen algo de sentido, pensó, aceptarán la derrota para evitar problemas con el miembro más reciente del Consejo de los Diez, un hombre tan peligroso como la mayoría no podía ni sospechar.
Una ignorancia que les hacía más felices.
—Usted puede m-m-marcharse —dijo de repente el Duque. Había sacado el pulgar de la boca y lo apuntaba a Bribanzo—. A-a-ahora.
En la puerta, lord Bribanzo se volvió y pronunció unas palabras que fueron escuchadas tanto en la cámara como fuera de ella. Al caer la noche las conocía toda la ciudad. Era una declaración de odio hacia Atilo, a pesar de que su veneno iba dirigido contra su hija.
—Te repudio.
Sonaron como el silbido de una serpiente. Sus ojos eran inexpresivos, más allá de la furia, en un estado en que la hubiera matado sin sentir remordimientos.
—Nunca fuiste mía. No es que moriste para mí hoy. Es que nunca naciste.