53

as oído las noticias de Chipre?

—¿Cómo podría…? —cuando la noticia es tan fresca que el pergamino todavía sigue enrollado en su escritorio y el lacre del sello roto todavía mancha sus guantes—. No, mi señor —dijo Atilo—. No las he oído.

Alonzo suspiró, con más fuerza de la necesaria.

—Tú eres el jefe de nuestros espías en la ciudad. Nuestra Espada dentro y fuera de Venecia. Deberíamos poder confiar en tu capacidad de obtener una información como esta.

—Lo siento.

—Lo sé —dijo Alonzo—, últimamente has tenido problemas. El fracaso de tu aprendiz. La desaparición del cuerpo del príncipe Leopold. Aquellos hombres que perdiste el año pasado. ¿O fue el antepasado? Si sientes que la carga de tu puesto es demasiado pesada, que, tal vez, tu edad es…

—Mi señor.

El regente hizo una pausa expectante.

—Trabajo para esta ciudad día y noche. Dedico toda mi energía a seguir a sus enemigos, registrar cualquier cosa que suceda en las calles, recopilar información sobre aquellos que pretenden ser una cosa pero luego son otra…

Atilo se detuvo, maldiciéndose por haberse metido directamente en la trampa.

—Y ya debes estar cansado —dijo Alonzo—. Agotado por el peso de la carga. Esta es la razón por la que se te escapan las noticias importantes. Como ya he dicho, si deseas la libertad de llevar una vida más fácil a tu avanzada edad…

—Todo lo que deseo, mi señor, es que se me permita continuar.

Podía recordar lo que su padre, el astrónomo loco, decía: los jóvenes fantasean con la muerte y temen a la vida. Los ancianos temen a la muerte y fantasean sobre la juventud. Al principio, Atilo había despreciado aquella idea, luego empezó a dudar, hasta el día en que descubrió que era verdad.

—¿Estás seguro? ¿Deseas seguir cumpliendo con tu deber?

—Absolutamente seguro.

El regente sonrió feliz.

—Ni te imaginas lo que me alegra oír eso. Ese chico nuevo que tienes, ¿es bueno?

Era una pequeña pulla. Justo para hacer saber a Atilo que Alonzo no tenía intención de dejar de recordarle a Tycho en todo momento.

—Tiene un gran potencial.

—Eso fue lo que me dijiste del último.

—Mi señor, a pesar de mi fracaso, me atengo a mi impresión de que tenía potencial.

—¿Para ser el mayor asesino de todos los tiempos? ¿Para ser tu sucesor elegido como la Espada del duque? Sí, he oído hablar de tus planes para el joven problemático. Debo admitir que me habían sorprendido.

¿Quién se lo habrá contado? ¿La duquesa…?

Por supuesto que no. Aunque Alexa hubiera desterrado a Atilo de su cama, no lo había apartado de su favor hasta el punto de compartir secretos con su odiado cuñado. Estaba claro que había un espía en casa de Atilo. Podría ser Amelia. ¿Iacopo? No quería pensar que era bastante probable.

—Mi señor, ¿puedo preguntar cómo lo sabe?

—Por supuesto que puedes —contestó Alonzo visiblemente encantado con la idea de que Atilo, el jefe de los espías de la Serenissima y jefe de los Assassini, le estuviera preguntando cómo había descubierto esos secretos.

—Me lo contó lady Desdaio.

—¿Desdaio…? —Atilo cerró la boca, preguntándose dónde estaba Alexa y por qué estaba a solas con el regente, sin siquiera la presencia del duque balanceando sus pies y tarareando alguna cancioncilla. Al menos eso conferiría cierta legitimidad a esta reunión.

—No con esas palabras —admitió Alonzo—. Dijo que, para ser tú, le tratabas con un cariño sorprendente. Yo simplemente supe interpretar sus palabras. Y ahora tu respuesta lo confirma.

El regente parecía encantado con su astucia.

—Mi señor…, ¿cuál es la razón por la que estoy aquí?

—Todo a su tiempo —dijo Alonzo, tomando una almendra glaseada con miel de una bandeja de cristal de Murano y paladeando su dulzor—. La duquesa se llevaría un disgusto si empezásemos sin ella.

Como si se hubieran puesto de acuerdo, fuera se escuchó un estruendo de alabardas golpeando el suelo de mármol. Los guardias se pusieron firmes y la puerta se abrió. La duquesa Alexa echó un vistazo a Alonzo, sentado detrás de la mesa, y a Atilo, de pie frente a él, y frunció el ceño.

—Pensé que la reunión iba a ser a las seis.

—¿Habíamos quedado en eso? —el regente parecía sorprendido—. Confieso que pensé que era media hora antes. A esa hora llegó lord Atilo también.

—Después de que me reclamasen sus guardias.

El príncipe Alonzo sonrió.

—Tal vez deberíamos empezar. Ahora que por fin estás aquí.

El regente fingió no darse cuenta de la tensión de los hombros de Alexa o de que la duquesa se había dado cuenta de que, al ocupar él la mesa, se veía obligada a permanecer de pie o sentarse en uno de los sillones más bajos.

—Mi señora.

Alexa ocupó el sillón que le había ofrecido.

Por supuesto que también estaban los criados. Siempre estaban presentes. La costumbre exigía que fuesen tratados como si fueran invisibles, y solo obedecieran o reaccionaran si se les hablaba directamente. Nada de lo que pudieran escuchar aquí se contaría fuera. Tenían familias: esposas, hijos, padres… El silencio estaba asegurado.

—Atilo me estaba diciendo que está dispuesto a ayudar cuanto pueda. Que no va a rechazar ninguna tarea que le encomendemos.

La duquesa se había relajado.

—¿Atilo?

El regente le estaba atrayendo a una trampa. No, pensó Atilo. Mucho peor. Se había dejado atrapar y ya no había retirada posible. Todo lo que le quedaba por hacer era descubrir la gravedad del asunto y con qué margen de maniobra contaba.

Era fácil olvidar que Alonzo había sido un condottiero. No, tampoco eso era verdad. De hecho era difícil de olvidar, ya que el regente lo mencionaba continuamente. Lo que era fácil de olvidar es que su fama era merecida. Antes de convertirse en un borracho, Alonzo había sido el mejor estratega de Italia. Atilo debería haberse dado cuenta de que el regente se encontraba sobrio y que esto significaba algo.

—Obviamente —contestó Atilo—. Haré todo lo que se me ordene. A pesar de que mi señor Alonzo expresara su preocupación por mi edad… —sabía que el regente no le dejaría salirse con la suya y tenía razón.

—Esas preocupaciones han desaparecido ahora —dijo Alonzo con calma—. Atilo está convencido de que es el hombre más apropiado para ello.

¿Más apropiado para qué, maldita sea?

Alonzo desenrolló un mapa del mar Mediterráneo, que tenía marcados con cruces rojas los tres puertos mamelucos. Añadió otra en la desembocadura del Nilo, cerca de Alejandría y una última cruz en medio de la costa africana para indicar Túnez o Trípoli. Luego trazó unas rápidas flechas que convergían en Chipre. El corazón de Atilo se hundió.

—¿El sultán?

—Sus flotas zarparon hace más de una semana —por primera vez la voz de Alonzo era plana, como si estuviera constatando un hecho—. Nos acusa de haber quemado un barco mameluco en la laguna. Se niega a creer lo contrario. Si toma Chipre…

El regente no necesitaba terminar la frase. Si el sultán tomaba Chipre, Venecia perdería un importante aliado, una base de avituallamiento entre el Nilo y Europa y quedaría deshonrada. Peor todavía, si caía Chipre, la Orden de los Cruzados quedaría sin su santuario. Ya era bastante malo tener su embajada en Venecia. La idea de que la Orden entera pudiera necesitar una nueva base…

—Hay que salvar Chipre —la voz de Alexa sonó frágil.

—¿Mi señora?

—Mi favor depende de ello. Lo que tenemos en Chipre es… —si Atilo no hubiera sabido que era imposible, habría jurado que estaba llorando bajo su velo—. No tiene precio. Debe ser defendido hasta la muerte.

Alonzo parecía sorprendido.

—¿No estás de acuerdo? —preguntó Alexa.

El regente se encogió de hombros.

—No pensé que fuera tan importante para ti.

—Mi señor, mi señora… ¿podremos reunir una flota a tiempo?

—Ya está hecho —dijo Alonzo—. Todos los barcos recibieron la orden de dirigirse a Chipre. Además, manteníamos una pequeña flota allí desde el año nuevo. Pero no esperábamos que la flota del sultán fuese tan grande.

—¿Cuántos barcos tiene?

—Doscientas galeras de combate.

—¿Y nosotros? —Atilo no estaba seguro de querer escuchar la respuesta. Doscientas galeras era una fuerza importante. Más de las que el sultán hubiera juntado nunca antes. Atilo estaba sorprendido de que existieran tantas galeras mamelucas en el mundo.

—Cincuenta —contestó el príncipe Alonzo. Una flota respetable. Una flota totalmente respetable, solo superada en una proporción de cuatro a uno por el enemigo. Atilo no esperaba mucho del regente, porque sabía que no era de su confianza. Pero le sorprendía que Alexa no se lo hubiera contado antes.

—¿Sabíamos que estaba reuniendo una flota?

—Una flota, sí —dijo Alonzo—. Pero no doscientas galeras de guerra, incluidos los sanguinarios corsarios de Alejandría y Túnez y una fuerza de élite de ghulam, todos convergiendo en Chipre, no…

—El embajador Dolphino ha fracasado —dijo Alexa—. Nuestros espías en el norte de África han fracasado. Son asuntos de los que nos ocuparemos más adelante. Necesito que salga inmediatamente —miró a Alonzo que asintió ligeramente con la cabeza—. Janus está de acuerdo en que usted debe dirigir su flota.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Atilo. Ningún mensajero podía ir y volver de Chipre tan rápido.

—Eso no tiene por qué preocuparle.

Atilo apretó los labios. Entonces habrá sido el doctor Cuervo. A menos que los cruzados pudieran comunicarse a distancia. Lo que también era posible. ¿Un cruzado negro con otro? Si era así, ¿podrían los magos bizantinos escuchar los susurros etéreos? Y si podían, ¿ayudaría u obstaculizaría las ambiciones de Venecia su Emperador? Bizancio odiaba a los mamelucos. Pero tampoco adoraba a la Serenissima.

—¿Cuál es la postura del Emperador de Oriente?

Una mueca de irritación atravesó el rostro de Alonzo.

—Manuel Palaiologos está siempre del lado del vencedor. Así lo piensa la duquesa Alexa. Me resulta difícil creer que pueda apoyar a los paganos.

—Tú también eres un pagano para él —dijo Alexa.

El regente se encogió de hombros y sonrió a Atilo.

—Tenemos nuestra galera más rápida esperando. Toma el oro que necesites del tesoro. Selecciona a tu tripulación, despídete de lady Desdaio y envíala de nuevo con su padre…

—Mi señor.

—Desdaio no puede quedarse sola en Ca’ il Mauros.

—Ella no querrá ir, mi señor. Están distanciados.

Cuando la sonrisa deformó los labios del príncipe Alonzo, Atilo se dio cuenta de que había caído directamente en otra trampa. Ya eran dos veces en una hora. El regente estaba jugando con él. Tal vez tenía razón. Atilo se estaba haciendo viejo.

—Bueno —dijo Alonzo—, no puede quedarse donde está. Y parece que tampoco puede regresar a casa —miró a la duquesa—. Supongo que tendrá que vivir aquí.

—Podría unirse a mis damas de honor —aceptó a regañadientes Alexa.

—Oh, no creo que necesite una posición oficial. Al menos no todavía. Vamos a ver qué ocurre.

El regente no esperaba que Atilo volviese. No estaba claro si deseaba que fracasase y muriese, que ganase y muriese, o simplemente que muriese. Lo que sí sabía Atilo con certeza era que Alonzo acababa de reclamar públicamente su derecho sobre la mujer más rica de Venecia. Delante del hombre con el que se suponía que se iba a casar.

Y delante de la madre del actual duque.

Marco iba a ser depuesto. Si Alonzo tuviera en sus manos la fortuna de lady Desdaio Bribanzo, estaría gobernando Venecia antes de que terminase el año. Un ex condottiero podría comprar un ejército muy grande con tal cantidad de dinero.